miércoles, 23 de julio de 2008

El Niño Héroe


Vive en el resumen de una casa; una habitación. Tiene 10 años, cuida a dos hermanitos de 7 y 4. Hace las tareas a la luz suave y amarillenta de media vela. Escucha cuando su mamá se levanta, y el día es noche aún. La oye preparar la avena, traer el agua y hacerla hervir, preparar los panes, llenar el aire de aromas a desayuno ajeno. La siente besarlo para volverlo de los sueños, cederle la posta en la cocina que a cuatro pasos despertó hace rato. La escucha salir cargando sus canastas de desayunos. La adivina persignándose, rogando a la Virgen que los cuide también hoy. Se levanta, resuelve la mañana de sus hermanos, los desayuna y cambia. Deja al menor en la guardería y, de la mano, esquivando perros, basurales, atraviesa el arenal para llegar con el segundo al gran colegio. Sueña con una casa en la que su mamá no tendrá que cocinar desayunos ajenos ni lavar ropa ajena. Y sueña con crecer pronto para ayudarla aun más, para cargar un bidón más grande de agua, para dormir menos y llevarle las canastas, para botar a su papá cuando aparece y la hace llorar. Y cada día igual hasta en los sueños.


Esta semana cruzará marchando ante al alcalde, llevará el cordón encarnado de brigadier en el hombro derecho. No lo puede confesar pero escuchar la banda lo emociona, saludar el vuelo del Himno Nacional con la mano derecha en el pecho casi lo hace llorar, y no entiende bien qué es eso. Entonces piensa en los héroes, en Grau, Cáceres, Leoncio Prado, Ugarte, y en su mamá que lo peinará disculpándose por no poder ir a verlo marchar delante del alcalde.


En la polvareda de su paso ante el estrado, no podrá evitar que los aplausos, el marcial ataque de la banda uniformada, la chillante admiración de la gente, anieguen sus ojos, su alma heróica de niño.


Le han dicho que los niños como él son el futuro de la patria, pero él cree que en el presente él ya es algo para su patria, porque es algo para su mamá y hermanitos, y algo importante. Claro, no lo sabe, pero es un héroe.

jueves, 10 de julio de 2008

Nunca de prisa

  • Realizar cirugía, especialmente la del sistema nervioso y la cardiológica que se conoce como “a pecho abierto”
  • aplicar inyecciones
  • hacer el amor con una persona mayor de 50 años
  • ensartar una aguja y coser o bordar
  • asistir al velorio del padre de un amigo/a
  • ir de pesca o caza
  • revisar un estado contable
  • tratar de aprender una canción romántica
  • instalar un tomacorriente
  • abordar un bote
  • escoger un perfume o un cuadro
  • firmar cualquier contrato
  • tomar sopa o café
  • intentar encender una parrilla
  • escribir una carta de amor
  • armar una figura de origami
  • explicar una infidelidad
  • moldear arcilla
  • filetear pescado
  • tratar de resolver un problema de geometría
  • hablar de sexo con un niño
  • afilar un lápiz con una navaja
  • jugar ajedrez
  • intervenir en una pelea
  • entrar en un ascensor
  • pintar con acuarelas
  • cruzar un puente colgante
  • aplicar masajes o acupuntura
  • pedir comida en chino o francés
  • mentir a una mujer
  • manejar de noche y/o un coche ajeno
  • comer cualquier crustáceo
  • consumir licor
  • jugar billar, póker o bridge
  • visitar a una persona gravemente enferma
  • sacar a pasear a un perro
  • aplicarse bloqueador solar
  • responder que sí conoce a una determinada mujer
  • hablar de alguien ausente en presencia de un desconocido
  • llevar más de dos niños a un centro comercial
  • trasladar cristalería, pianos, basura orgánica, agua hirviente, explosivos, muestras para exámenes médicos, alacranes
  • ponerse el pantalón sin ropa interior
  • responder el insulto de alguien sin verlo
  • caminar con poca iluminación
  • bajar de una montaña o un árbol
  • usar un baño ajeno
  • reseñar un accidente

jueves, 3 de julio de 2008

Mechita




No hay a quien culpar; sólo nos encontramos y nos fuimos conociendo, casualmente, con la mayor y más inocente naturalidad. Primero nos cruzábamos al recorrer ella el camino de ida a su colegio, y yo el de vuelta a mi casa para almorzar. Ella estudiaba en el turno de tarde de aquel enorme colegio estatal de Jesús María que quedaba cerca de mi oficina. ¿Por qué en el turno de tarde? le pregunté la primera vez que hablamos. “Porque así me matriculó mi hermana” contestó sin ocultar cierto fastidio; supuse la ausencia o ancianidad de sus padres. Recuerdo que la primera vez que nos cruzamos algo saltó en el aire, algo que un romántico podría calificar de “mágico”; nos quedamos mirando y, sin dejar de caminar, sonreímos levemente con cierta ansiedad, como si tuviéramos algo urgente que decirnos. En aquellos segundos, al voltear yo para verla mientras se alejaba, y sorprenderla en esa misma actitud, confirmé que algún misterioso mecanismo de atracción se había accionado. A la distancia, ambos reímos por la feliz coincidencia. En adelante, al cruzarnos sonreíamos abiertamente, nos saludábamos: “¡Hola!”, y volvíamos a reír cuando a pocos pasos volteábamos y conectábamos otra vez nuestras miradas. Hasta que una tarde coincidimos a la hora de la salida; ella recorría el camino de vuelta del colegio y yo volvía más temprano que de costumbre a casa. Ella, sin haberme visto se dirigía distraídamente al paradero; acelerando un poco el paso, le di alcance. Cuando estuvimos hombro a hombro, volteé a mirarla; sorprendida, rompió a reír cubriéndose nerviosamente la boca. A un metro de distancia, descubrí que no era tan linda como me había parecido desde nuestros fugaces cruces del mediodía: tenía los dientes separados, granitos en las mejillas, y las cejas muy pobladas. La cercanía me permitió comprobar, sin embargo –y como compensación, pensé cínicamente entonces- que bajo la blusa, una camiseta pretendía camuflar el inquietante volumen de sus bien desarrollados pechos. Conversamos como buenos amigos mientras ella se dirigía a tomar la combi que la llevaría a La Victoria, y yo hacía un rodeo para acompañarla antes de volver a mi casa. Supe entonces que se llamaba Mercedes y le decían “Mechita”, que tenía 14 años, estaba en tercero de media, y no sabía todavía qué carrera iba a seguir cuando terminase el colegio. Me preguntó si yo tenía hijas, le respondí que no, que sólo tenía dos hijos. Hablamos de sus estudios, de mi trabajo, y nos despedimos, curiosamente, canjeando besos en la mejilla. Noté entonces que al reír, mientras se cubría la boca y ladeaba la cabeza, soltaba al aire la gracia de una pequeña pandereta nerviosa y feliz. Recuerdo que entonces llenaba el espacio con el suave aroma de la misma colonia infantil con nombre de muñeca que una sobrina mía solía ponerse sin mesura. En la semana siguiente volvimos a cruzarnos y a conversar un par de veces más. Así, creo que todo fue decantando, tal y como las sencillas amistades que suelen provenir de la sola evidencia de mutuas simpatías. Confieso que en algún momento pensé en ella como en la hija que hubiera querido tener y nunca tuve, y que planeé la forma de ofrecerle alguna ayuda académica para mejorar en sus estudios: información, útiles, libros o lo que le fuera más conveniente. Sin embargo, ella no tardaría mucho en espantar mis ingenuas fantasías paternales.

Fue la tarde en que me preguntó si podía recogerla de la casa de una amiga pues luego de quedarse a estudiar para un examen, temía caminar sola y de noche hasta el paradero. Yo, por supuesto, accedí pensando que sus temores eran comprensibles. Al llegar a la dirección indicada, una antigua quinta en una arbolada y estrecha calle cercana al centro de Jesús María, me di con que ella se encontraba sola en la casa; según me explicó, su amiga había salido por unos minutos y no tardaría en volver. Desde la entrada me di cuenta de que algo extraño pasaba: ella estaba maquillada, quizá en exceso, y emanaba ya no la sencilla esencia cítrica de la rubia muñequita de vinil, sino el rastro de un finísimo profumo di donna. La pequeña sala en la que me esperaba estaba muy mal iluminada por una lámpara de pie tan vieja como débil. Entre aquellas sombras, ella cogió mi brazo y me dirigió hacia adentro de la casa, comentando que podíamos esperar a su amiga en su habitación mientras veíamos la TV. Avanzamos muy juntos a través de una pesada penumbra hasta la pequeña habitación en la que se apretaban una cama de plaza y media, un comodín con espejo, un mueble de repisas lleno de libros y muñecos de peluche, y un televisor en el que los personajes de una telenovela dialogaban. Sin otra alternativa, nos sentamos en el borde de la cama. Luego de mencionar temas baladíes como aquello sobre lo que ella y su amiga habían tenido que estudiar toda esa tarde, la curiosa decoración de la habitación -reímos de buena gana cuando comenté cómo del marco de un cuadro de la Virgen brotaba la foto de un joven cantante de baladas-, y el tema del drama que tercamente intentaba ganar nuestra atención desde el recuadro neurótico del televisor, nos quedamos mirando en silencio. Entonces me sentí en la obligación de alabar su maquillaje y le dije, peinando suavemente un ligero mechón de su frente, y sin mentir, que estaba linda. Ella sonrió mostrando todos sus dientes y los espacios que impunemente se abrían entre ellos, y empezó a acercar su rostro al mío a la vez que cerraba los ojos. Muy suavemente juntamos nuestras bocas y nos besamos. Ella se interrumpió de pronto para confesarme, aparentemente avergonzada, que si no sabía bien cómo besar, era porque nunca lo había hecho antes. Yo, sabia, comprensivamente, le comenté que sólo besando se aprendía a besar. Cuando, en el ejercicio de tan sesuda conclusión, nuestras bocas se encontraron realmente, y coincidieron con las ansias que ambos teníamos, los besos se hicieron rápidamente más apasionados y profundos. Luego de un buen rato, ella volvió a interrumpirse abrazándome con fuerza y murmurando “No puedo creerlo”. Yo, suponiendo con vergüenza, y cierto alivio, que tomar conciencia de lo incorrecto la hacía arrepentirse, correspondí al abrazo acariciando su cabeza con pena y dispuesto a ponerme de pie y pedirle que nos fuéramos de una vez. Entonces susurré en su oído un comprensivo “no te preocupes” y tomé su cara entre mis manos para sellar con el último beso la despedida. Antes de permitirme seguir con mi bien planeada operación de escape, ella, sin dejar de mirarme, bajó los tirantes de su uniforme, se recostó en la cama y se abrió la blusa; no llevaba sostén.

Nos fuimos sin que su amiga llegara, abrazados. Luego, con risueña desvergüenza me explicaría que había planeado nuestro encuentro con la complicidad de aquella, que no pensaba llegar tan lejos, y que nunca se había sentido más feliz; la recuerdo radiante. Alargando el camino con pausas de besos, abrazos y caricias en cualquier penumbra, llegamos al paradero y tomamos un taxi. En la esquina de su casa, y obligados por la hora, nos despedimos felices. Recuerdo haberle dicho entonces que yo también la amaba.

Han pasado dos años desde aquella noche. Hoy supe que hace tres meses se casó, que las obligaciones de su esposo la han llevado hasta Arequipa, y que con ella se ha llevado a nuestra hijita. También he sabido que mañana, que hay visita de varones, vendrá su padre a romper el contrato que tiene con el Rata. En la noche, éste me rematará al mejor postor: dejaré de ser su mujer.