viernes, 19 de septiembre de 2008

Desde mi Celda

Hoy la he vuelto a ver, está linda. Pero no me entusiasmo mucho, hace muchas primaveras que la veo crecer, y luego secarse bajo el sol del verano. Sé que me dará la alegría de unas cuantas hojas, y que al insistir con la vida, estirando sus pelillos entre las grietas que la piedra generosa le permite, casi me regalará la esperanza coloreada de una flor. Y sé también que volveré a maldecir la luz implacable del astro rey cuando, metálica, infame, ahogue su delicada silueta hasta hacerla desaparecer.
Pero gracias. Vamos, que no hay mucho que pensar para dar con mis pocas alegrías. Una: la efímera plántula de cada fin del invierno. Otra: pasar y repasar con el mango de mi cuchara las marcas de cada dia en la pared oeste. Una más: la comida de los jueves; Dios sabe que le espero, que puedo contar las proteínas, cada grano de arroz, el agua que parece tan limpia y contra la que no tengo nada. También me hace feliz el recuerdo. Y las frases que a veces canjeo con el de la puerta; me hace feliz cuando le digo que no llore, que hay otros más infelices. Y ponerme de ejemplo.


También me hace feliz el silencio que a veces llena las tardes, y que suele romper la cháchara de los tordos; y pensar en las mujeres, mirar el jirón de estrellas que se estira tan arriba, y cuando el perro blanco pasa por la ventana, bueno, "ventana" es una generosidad, y me lame las manos con su purísimo afecto.


Odio los años que me he pasado aquí, y los que me quedan. Y cómo me va pudriendo la maldita inocencia.

jueves, 11 de septiembre de 2008

La Doña de los Perros

Desde lejos, puedo escuchar a aquella mujer vociferando en la calle, hablándole a los perros con los que se suele acompañar. ¡Alto!, que este inicio no haga suponer al lector que la señora es una loca maltrajeada y sucia que deambula rodeada de canes, hablando para sí y para ellos, forcejeando en la trampa de la locura; un personaje de cuento. No, la doña es, por el contrario, una mujer menuda y enérgica que viste limpia y sencillamente, usa anteojos de marco dorado, el cabello teñido de castaño claro, y parece llevar bien sus sesenta y tantos años. Suele pasear sus días llenando las calles de mi barrio con sus perros y la repetición de frases como: “¡Qué piensas, Cuqui! ¿Acaso vas a orinar ahí?” o “¡Pelusa! ¡Te he dicho que vengas! ¿Que no me escuchas, desobediente?”, atrapada obviamente en la órbita de algo que en algún punto toca el delirio y puede confundirse con él, pero no lo es.

Alguna vez nos hemos cruzado y saludado con amabilidad, casi siempre cuando vamos o venimos de la panadería o la bodega. En esas ocasiones, la delgada mujer sonríe brevemente con cierta timidez para, acto seguido, garabatear el aire con alguna de sus curiosas directivas, llamando siempre al orden a uno de sus engreídos. Los perros, tres o cuatro, de corriente husmean impávidos la hierba de los jardines, buscando los mil rastros que sus congéneres suelen dejar, los mil mensajes que su agudo olfato descifra a cada paso. En aquellas ocasiones, he caído en la tentación de inventar una historia en la que la impaciente dama de los perros encaja.

Entonces, la imagino viviendo sola, algo francamente obvio si considero que en los últimos 4 años, no he tenido la suerte de verla en otra compañía que no fuera la de sus canes, quiero decir sin compañía humana alguna -lo que de alguna manera le asegura la desventaja de no tener contacto cotidiano con otra mentalidad, con otro parecer, con la posibilidad de la controversia, del contraste de pensamientos, y, claro, la ventaja de… bueno, de lo mismo-. Entonces la señora me sirve para ensayar reflexiones sobre la soledad, sobre sus ventajas e inconvenientes, sobre sus efectos, sobre las personalidades que no se pueden desenvolver normalmente compartiendo con otros, en el seno de una familia, un grupo social, etc. Y me animo a especular que la soledad que ella llena con la compañía de sus perros, a los cuales habla no sólo como si le entendieran sino como si pudieran responderle, ha de ser un espacio interesante. Imagino además que ella vive gracias a una renta decorosa que le permite la comodidad de mantener un departamento y los servicios esenciales: limpieza, cocina, lavandería, etc. Estoy casi seguro que si estuvo casada, fue por muy poco. Además especulo que no pudo tener hijos, o que quizá tuvo uno que vive en el extranjero y cumple con ella manteniendo una fluida comunicación electrónica, los previsibles saludos de cumpleaños y por Navidad, y el envío de una propina de vez en cuando.

De corriente, las personas que gustan de tener perro, y que se encariñan con él al punto de educarlo y mantenerlo dentro de su casa, y no aislado en una azotea o en un balcón -motivando que el poco contacto con la gente lo torne desconfiado y agresivo-, y darle los cuidados correspondientes, suelen revelar en la relación que establecen con sus mascotas tanto sus bienes como sus carencias emocionales. Así, se me hace claro que la doña de los perros ha de ser una persona de buenos sentimientos, capaz no sólo de cuidar bien a un ser inferior sino de hacerlo con dedicación y afecto (los perros de la doña lucen saludables, limpios, tranquilos). Pero asimismo se revela que es una persona cuyo exagerado afán de control, sólo comparable con su impaciencia, han de hacerla poco recomendable como compañía, por no decir insufrible para cualquier otro ser humano, es decir alguien con más horizonte que un perro. Y que con seguridad ésa es la razón de la soledad que resuelve rodeándose de perros. ¿Si es una persona feliz? Es probable, pues la felicidad no está reñida con la soledad, como lo demuestran las muchas familias que se debaten permanentemente en el enfrentamiento y la tristeza. ¿Si son felices los perros? Vamos, que es poco lo que los cánidos reclaman para sentirse bien, a saber: comida, agua, abrigo, contacto. Y, según veo, la incansable cantaleta con que la buena señora pretende ejercer algún control sobre ellos, no le resta al bienestar que les provee. No es fácil encontrar un grupo tan feliz como ese.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Escalofrío


Billy olisquea obsesivamente el pasto; centímetro a centímetro examina los muchos rastros que sus congéneres suelen dejar en el parque. Es una tarde gris, ventosa, triste. Camila viene corriendo hacia mí, no veo a su nana. Camila es una niña muy linda, a la que peinan con dos colitas y visten siempre con pantalones a cuadritos de colores muy vivos; debe tener unos 5 años. Billy la reconoce y sigue con su pesquiza olfativa. La niña me hace señas para que me acerque a ella. En cuclillas, la escucho susurrar entre jadeos: "Señor, detrás de ese árbol hay un duende...". Noto que tiene la frente asperjada de transpiración y está muy pálida; con la vista vuelvo a buscar a la nana. Le respondo a Camila con otro susurro: "¿Detrás de cuál arbol, hijita?"

Detrás del añoso, retorcido tronco de olivo que Camila me ha señalado, encuentro a dos niños que tumbados en el pasto, torturan a un gran escarabajo rinoceronte con sendas ramitas; el insecto yace boca arriba pataleando. Intervengo para liberar al coleóptero, recordando mi lejana infancia de sadismo entomológico, mariposas crucificadas con alfileres, escarabajos engrilletados con hilo para ser paseados como juguetes volantes, y mariquitas confundidas en la prisión de un frasco de cristal. Los niños no oponen resistencia y me dejan llevar al bicho hasta un cercano bambú. Mientras me alejo unos pasos, me parece notar que ambos cojean. De pronto, Billy empieza a ladrar con furia hacia algo detrás del viejo olivo. Temiendo que vaya a morder a uno de los niños, corro a ver qué o quién le hace reaccionar con tanto recelo. Camila permanece inmóvil detrás del perro, en sus grandes ojos el miedo destella.

Detrás del reseco arbol, curiosamente no encuentro a nadie. Miro a mi alrededor y pienso que aquellos niños no han podido correr tan rápido. Caigo entonces en la cuenta de que en el parque sólo estamos los tres: Camila, Billy y yo. Le miento la madre a la nana ausente. El viento ha cesado de pronto.

"¡¿Dónde están los niños, Camila?!" pregunto al borde de la carcajada histérica. "Ahí" murmura ella señalando arriba; contra el cielo gris puedo ver a dos enormes escarabajos que zumban su motorizado vuelo y se elevan ya por encima del momificado olivo. Siento que el pelo que aún conservo en la nuca se electriza; con una mezcla de reverencia y miedo dejo al otro bicho en el suelo. De inmediato abre los lustrosos élitros, estira el áspero rumor de su aleteo, y se eleva para seguir a sus congéneres. Las miradas de Camila y Billy me dicen que esperan una explicación.

En un lejano balcón, el viento mece un móvil; su tintineo de cristal me trae de vuelta. Descubro a la nana de Canula que, recostada en una palmera charla con una mujer que retiene por el collar a un pastor alemán. Camila toma mi mano mientras caminamos hacia ella. Es la primera vez escucho aullar a Billy.