jueves, 20 de noviembre de 2008

Morir en alas del amor


Su sencilla ropa de algodón muestra lamparones de sangre por aquí y allá. En su rostro sobresalen los profundos ojos oscuros y el trazo de una triste sonrisa. Manish parece mayor, quién sabe será por la muerte, pienso; sus ojos se apartan poco del corrillo que a unos 10 metros rodea una sección de la vía férrea; su madre llora a un lado, dos mujeres la tratan de consolar inútilmente. Manish la mira con pena pero sin dejar la suave sonrisa que da luz a su golpeado rostro. “Un día ella comprenderá y tendrá consuelo” suspira.

La chica de la carta de amor, a quien él le escribiera condenándose a muerte sin saber, tiene 13 años y es bella y tranquila como una tarde de sol, me cuenta; y que a pesar de todas las cosas que el dolor y el horror le han hecho decir desde esta mañana, cuando lo atraparon mientras iba a la escuela, no se arrepiente de haberla amado ni de palabra alguna de aquella carta fatal. Las familias de ambos pertenecen a la tercera casta, la de los vaishias los artesanos y comerciantes que brotaron de las caderas del dios Brahma. En ese caso, le interrumpo, no había problema en que se relacionaran, en que se amaran. Manish suspira y posa sus inmensos ojos negros en los míos que lo miran con curiosidad. Me explica más o menos que la historia de 3,000 años del sistema de discriminación racial que la religión hindú impuso bárbaramente bajo la invención de que los más blancos provienen de la boca del dios Brahma, y que los demás se originaron -más prietos mientras más abajo estaba su procedencia- de los hombros, las caderas y los pies de la divinidad, ha hecho con el tiempo ligeras distinciones; el sistema ya no consiente sólo las 4 castas originales sino muchas más, de corriente agrupadas por un determinado oficio. Y eso mató a Manish Kumar a los 15 años cuando los familiares y amigos de su amada, ofendidos porque él era de una casta ligeramente superior, la de los lecheros, lo arrojaron al paso del tren que atraviesa Bihar, pueblo del distrito de Kaimur. Quién sabe por qué, las castas de un mismo nivel son usualmente rivales; la chica que Manish amaba pertenece a la casta de los lavanderos.

Bihar es una aldea pequeña donde casi todos se conocen. Manish y la linda chica que recibió su carta de amor, vivían relativamente cerca.

Esta tarde, luego de que el torturado cuerpo de Manish fuera recogido por su madre y otros familiares, el tren ha vuelto a pasar aunque sin hacer sonar su silbato. En el sitio, unas mujeres se han quedado hablando. Como suele pasar, aún confundido entre la muerte y el horror, Manish sigue el paso incansable y plañidero de su madre aunque ella ya no lo ve y sigue llorando la desgracia de haberlo visto morir bajo el tren. Cae la tarde, en las calles de Bihar sopla la brisa sin menguar los 32 grados que ahogan la región; los mechones que quedaron luego de que Manish fuera malamente rapado para su mayor vergüenza, se juntan bajo una ventana.


viernes, 7 de noviembre de 2008

Zapatos viejos

La recuerdo con afecto, especialmente porque me hizo saber de sus dudas, sus conflictos, sus temores. Y la recuerdo especialmente en aquella hora gloriosa en la que la casualidad me dio la oportunidad feliz de transmitirle una buena noticia:
- ¿Yo? ¡Imposible! –dijo cuando le informé que como colofón de un dilatado proceso de selección, ella era la ganadora de una beca integral para seguir un curso de postgrado de un año en Japón.

Y recuerdo que se resistió tenazmente a la realidad, especialmente a aceptar -gritando a los cuatro vientos el pobre concepto que tenía de sí- que había sido capaz de derrotar a otros profesionales en la carrera a la ansiada capacitación en el país del Sol Naciente. Sin embargo, sabiendo que se trataba de una oportunidad única, terminó a trompicones los trámites correspondientes, y viajó a Japón.

Sus primeras cartas eran patéticas. En todas lamentaba la decisión de haber viajado tan lejos y no poder regresar de inmediato. Claro, aquellas lacrimosas comunicaciones respondían a la amistad que nosotros manteníamos desde mis épocas de universitario, y seguramente a la esperanza de recibir de mí alguna línea de comprensión y consuelo o, quien sabe un correctivo.

Cuando me contó que había traducido mi última carta al japonés, y que esa versión se exhibía, ejerciendo un curioso magnetismo sobre los estudiantes nipones, en el informativo mural de su facultad, me sentí especialmente orgulloso. Habían pasado entonces cuatro largos meses y ella ya se había adaptado plenamente a la vida en Japón y, es más: ya veía la conveniencia de solicitar una ampliación de su estadía.

En las primeras líneas, mi carta hacía gala de paciencia con ella; le extendía una cuota de comprensión. Luego, pasaba a recomendarle, una vez más, que asumiera las ventajas que ahora gozaba, además de tratar inútilmente de convencerla de su alta valía académica, a la que obviamente le debía haber derrotado limpiamente a otros docentes en el proceso de selección. Finalmente, como metáfora de los cambios que a veces tenemos que incorporar en la vida, cambios que suelen ser tan necesarios como dolorosos, ponía de ejemplo a los zapatos viejos.

Y me refería a los zapatos viejos porque a muchos nos ha pasado, y pasa que tenemos un par que a pesar de su estado, de corriente calamitoso, no podemos dejar de usar, zapatos que la fuerza del uso ha forjado no sólo a nuestra exacta medida sino a las exclusivas dimensiones, a la precisa geografía de nuestros pies. Ese par de zapatos suele regalarnos tanto la frescura que requerimos tras una ardua caminata sobre el incandescente pavimento que se enciende cada verano, como el tierno abrigo que nuestros pies reclaman cuando, luego de descorrer la gélida lluvia, ganamos el refugio del hogar. Amamos aquellos zapatos, los buscamos y, mientras departimos sobre el lustre de alguna recepción, la nostalgia por ellos se impone aun sobre el odio que nos genera el lustroso par italiano que corresponde con soberbia a nuestra más elegante tenida.

Pero llega el día que tenemos que dejar aquellos insuperables zapatos, aquellos compañeros. Porque aunque no hay comodidad como la que fielmente nos suelen regalar los zapatos viejos, llega el cruel momento de aceptar que no podemos seguir usándolos, que hemos de deshacernos de ellos sin remedio. Y que tendremos que enfundar forzadamente nuestros sufridos pies en otro par, cuya forma se resistirá a acogernos con el afecto de aquellos estragados y fieles estuches de cuero que alguna vez fueron nuevos. Así es la vida; dejar lo que por viejo se nos hace muelle y acogedor suele ser muy duro, y más duro en la medida que tenemos que reemplazarlo por nuevas, desconocidas circunstancias.