viernes, 27 de marzo de 2009

El Dr. Jiménez


Aquella tarde el Doctor Jiménez atendía a los angustiados padres de una niña de 9 años que los atormentaba con sus manipulaciones, caprichos, y reacciones alteradas. Los padres eran personas jóvenes y saludables; la historia familiar no mostraba antecedente alguno de enfermedad mental, y, según los informes, la niña había tenido un desarrollo psicomotor normal.

El Doctor Jiménez nos regalaba la inusual oportunidad de asistir a algunas de las consultas que como terapeuta infantil atendía en el viejo hospital. Seguramente por haber seguido estudios de psicología, a despecho de su formación como psiquiatra él solía buscar un tratamiento conductual antes que farmacológico para sus casos. Admitía, sin embargo que para algunos niños el control sólo era posible por medios químicos.

-Tengo que explicarles que, según las pruebas que se le han aplicado a su hijita, ella no sufre enfermedad mental alguna. Esta es una buena noticia para ustedes pues su tratamiento será ahora mucho más barato aunque les demandará una participación más directa y comprometida. Esta tarde, además vamos a ver qué pasa con ella, para que ustedes puedan ayudarle y ayudarse -en este punto de la consulta, el Doctor Jiménez ya había logrado la mayor atención de la pareja; una muda ansiedad los mantenía en el filo de sus sillas. Habiendo extendido ya la atmósfera de expectativa que requería, el médico cerró la carpeta que tenía sobre el escritorio, y prosiguió, posando alternadamente la mirada en los padres:

- Los padres solemos darle poder a nuestros hijos como expresión de nuestra voluntad de que con el tiempo y el buen ejercicio de ese poder, logren ser personas responsables y seguras. Por la experiencia que tengo en el tratamiento de niños y adolescentes, y por mi propia experiencia personal, estoy convencido de que en la mayoría de los casos, darles ese poder equivale a poner en sus manos un palo con el que tal vez al principio el niño no sepa qué hacer, pero que pronto aprenderá a usar para romperles la cabeza o reventarles alguna otra parte de vuestra anatomía cada vez que pueda –obviamente, frases como esas despertaban extrañeza y risas nerviosas en la audiencia. –Y la forma más común de darle poder a nuestros hijos –prosiguió claramente el Doctor -es haciéndonos dependientes de alguna decisión suya.

Quiero, con estas líneas, reconocer la influencia que el doctor Jiménez tuvo en mi formación, y la solidaridad que demostró al aconsejarme alguna vez que sobre cualquier técnica, el afecto y el sentido común marcan la trascendencia que pueda tener la crianza en nuestros hijos.

- Hace unos años, recuerdo, el mayor de mis hijos –el Doctor Jiménez solía poner como ejemplo a su propia familia-, que entonces tenía 10 u 11 años, optó por sabotear el desayuno para, de esa manera probar la medida de su fuerza sobre la familia, y seguramente afirmar su personalidad resolviendo de paso las pequeñas frustraciones que fuera de casa, es decir en el colegio o en el club deportivo, podía tener. Caía entonces en lo que parecía un estado de meditación profunda en el cual se preguntaba seguramente cuál había sido el misterioso proceso por el cual la papaya o las naranjas se habían hecho jugo, o cómo Mozart había sido tan genial para componer a los 7 años la música que de corriente decoraba nuestras mañanas –una mesurada risa corroboraba el estado de confianza en el que los antes atribulados padres iban cediendo. -Entonces, el angelito nos inflamaba las glándulas probando sólo pizcas de jugo, pan, café con leche, avena, o lo que tuviera al frente, sin animarse a realmente empezar con el primer alimento del día. Claro, mi esposa y yo caíamos en su juego y empezábamos una impaciente letanía de ruegos para apurarlo y poder salir a tiempo hacia el colegio junto con su hermano menor: ¡Empieza!, ¡Apúrate!, ¡Que ya es la hora!, ¡Toma!, ¡Come!, ¡Vamos! Como es comprensible, al final nos enojábamos todos, nos gritábamos y, lo peor, salíamos a la carrera y resentidos hacia el colegio. Hasta que un día, anteponiendo la racionalidad al reflejo natural del enojo, el reproche, o la llamada de atención, establecí un acuerdo con mi esposa y, con esa carta en la manga, lancé mi ofensiva: “Tómate el tiempo que quieras para tomar desayuno; si tu hermano y yo terminamos, nos vamos. Tu mamá te llevará más tarde, cuando tenga tiempo de hacerlo” le dije a mi primogénito. Punto. Claro, esa clase de propuesta, luego de haber sido tan exitoso jodiendo –llegado cierto punto de la consulta, el Doctor Jiménez empezaba a soltar alguna lisura-, no era creíble, especialmente cuando venía de su padre, habitualmente, como científico de la salud mental, un esforzado partidario de la paciencia, que rechazaba siempre la idea de recurrir al castigo como recurso. Durante todo el desayuno, en el que por supuesto implementó las mismas maniobras dilatorias que de corriente disparaban nuestra rogatina, me mordí la lengua y no le dije nada. Por fin, terminé, y con su hermano al borde del llanto, solidario él, me disparé a la calle, rumbo al colegio –una pausa preparó el desenlace de esta parte de la historia. Muy serio el Doctor Jiménez, siguió:

- A tres cuadras, nos dio alcance al borde de la nausea, media chompa al cuello, el cabello empapado y, por supuesto, presa de un enojo de marca mayor. Ensayó entonces una fórmula de chantaje argumentando entre jadeos que se sentía mal, que seguro iba a vomitar, que le dolía la cabeza, y otras quejas sin eco. Yo sabía que no moriría –con un suspiro, los padres sonrieron, pensando seguramente en las muchas veces que creyeron que su hija podía morir de berrinche. -Pero la solución no llegó tan fácilmente (con chicos de esa edad nada llega fácil, ténganlo por seguro); luego de un par de días de paz, mi pequeño sicario de la paciencia, olvidó el golpe y volvió a las andadas procediendo a ejercer el místico culto a los alimentos que lo transportaba a las profundidades del ancestral conocimiento de los cuáqueros que habían puesto una taza con avena caliente ante sus ojos. Sin miramientos ni frase alguna, volví a dejarlo en la mesa. Se repitió la escena, pero esta vez nos dio alcance a sólo una cuadra (obviamente ya sabía de lo que yo era capaz).

-¿Si me daba pena verlo así yendo contra sus naturales tendencias narcisistas y tragándose sus pendencias? ¡Por supuesto! ¡Pero no se merecía ser el pequeño monstruo que estábamos dejando crecer!, aquel que, sin corrección, se la pasaba de lo lindo apaleándonos con su arte para joder. Lo mejor fue corregirlo, quitarle el palo con el que nos reventaba la vida, quitarle el poder; demostrarle sin excesos que podemos manejar la situación poniendo un poco de racionalidad y quitándole tripas al evento, y que, vamos, no era una tragedia pero ¡vaya que nos amargaba las mañanas! –Entonces el Doctor Jiménez, recuerdo, volvió a abrir la carpeta de la paciente para corroborar su edad; la pareja de padres aprovechó para sonreírse y comunicarse sin palabras la satisfacción de sentirse en buenas manos. Jiménez prosiguió:

-Cuando una decisión de un hijo mayor de 7 años –que es cuando ya tienen bien clarito lo que está bien y lo que está mal-, nos pone en ascuas, nos perturba, hay que disponer todo de manera que esa decisión, de corriente contraria a nuestros intereses: no comer, no hacer la tarea, no levantarse, no hacer su cama, no ordenar su cuarto, perder el tiempo; pierda peso, poder –en este punto de la conversación, el médico hizo gala de sus dotes histriónicas trasladando a los padres a las situaciones que ellos tan bien conocían: ¿Que no comes? ¡No comas! ¿No ordenas tus cosas? ¡Déjalo todo así si quieres! ¿No te levantas? ¡Duerme pues! Pero, ojo, hijito, si necesitas que estemos detrás de ti como si tuvieras 5 años, y te estemos ordenando siempre cosas, y te ayudemos a levantarte y vestirte, y te esperemos que comas, u ordenes tus cosas, pues no mereces más de lo que un niño de 5 años puede tener, y así será. Y así debe ser, porque si titubeamos, volveremos a ser víctimas. Verán que el tiempo, si son firmes, hará su parte y les devolverá la armonía y le permitirá caminar a su hija hacia la madurez -Por primera vez, el Doctor Jiménez, sonreía abiertamente; una tranquila confianza parecía haberse instalado en la joven pareja. Luego de una pausa en la que intercambiamos algunas ideas sobre el caso, siguió:

- Recuerden siempre que la mayor parte de las veces, los chicos no se hacen de sus propias responsabilidades porque no los de-ja-mos; no creemos o no queremos su independencia, le tememos, tememos que se equivoquen y les duela. ¡Pero no hay otra forma de hacerlos libres!; la primera liberación que deben tener nuestros hijos es la de nosotros mismos aunque a veces, naturalmente, ellos y/o nosotros nos resistamos. Asumir responsabilidades depende de los chicos, pero sólo es posible cuando se las damos, ¡cuando les ofrecemos esas responsabilidades! Si asumimos aunque sea una parte de lo que ellos tienen que hacer, el compromiso de hacer algo por sí mismos no se concreta -culminó.

Aprendí mucho en aquellas tardes de consulta ambulatoria con el Doctor Jiménez en el viejo hospital.

jueves, 19 de marzo de 2009

Gitana

Primero fue el hongo de los cables; aunque era divertido quedarnos de pronto en la total oscuridad, ver el esfuerzo de papá para localizar en qué parte de la casa estaba la falla, y tratar de repararla a la luz de las velas que mamá sostenía entre maldiciones, nos daba pena. Luego descubrimos que la polilla del cemento llevaba surcando el interior de nuestras paredes por mucho tiempo. Cuando su tesonera y hambrienta labor conectó el cuarto de máquinas con nuestro dormitorio, nos regaló la fantasía de contar con pasajes secretos que se abrían bajo una cama y nos aparecían de pronto entre las piernas de los obreros. ¡Vaya que aquellos días eran divertidos! Mis hermanos y yo la pasábamos jugando e invitando amigos al fascinante laberinto que de a pocos se iba abriendo paso a través de nuestras paredes. Y recuerdo haber ganado varios campeonatos de “chimple y cuarta” con las perfectas canicas que aquellos enormes insectos soltaban alegremente luego de digerir nuestros muros.

Mamá sostenía que éramos víctimas de una maldición, que no había cómo pararla, que estábamos destinados a la desgracia, y que de hecho algo tan malo sólo podía ser culpa de papá. Cuando nos llegó la “canjeadera”, la situación se hizo insostenible; recuerdo a mamá mientras preguntaba a voz en cuello por las calles del vecindario quién tenía nuestros pantalones y de quién eran los calzones o camisas que ella sacudía en el aire. La “canjeadera” hubiera sido realmente divertida sino fuera porque de la noche a la mañana nos dejaba sin nuestra ropa y nos hacía terminar en el colegio vestidos como la trouppe de payasos del circo “Ropavieja”. En aquellos días, recuerdo, yo aprendí las ventajas de ignorar la opinión de los demás, y mis hermanos a pelear a cabezazos.

Por fin, cuando en lugar de agua, los caños soltaron té jazmín, mamá decidió poner a papá contra la pared; aunque para bañarse era bueno el té -nos relajaba antes de dormir-, a ella le irritaba muchísimo no poder hacer sopa o café. Recuerdo su fantasmagórica figura; detrás de la luz de una vela, entre los cañoneados muros de la casa y vestida con un enorme pijama cuyo dueño seguramente deambulaba las calles ondeando el suyo, era un espectro que si lo mirabas bien, podía matarte de risa. Y recuerdo sus ademanes de desafío mientras conminaba a papá a dejar la casa y librarnos así de tanta desgracia. Papá sabía que no podía enfrentarse a ella, especialmente cuando le hablaba arrastrando las palabras y movía nerviosamente el cuchillo con el que solía picar las papas, y que entonces parecía servirle para ensartar palabras en el aire. Aquella noche papá se fue con la gitana.

Esta tarde que apuro un segundo café y el sol se va poniendo sobre el horizonte, recuerdo la voz de mi madre que a la mañana siguiente, mientras lavaba los platos con agua pura, cantaba.

viernes, 13 de marzo de 2009

La Postura del Guerrero

Cuando la vida nos golpea y cae sobre nosotros con malas sorpresas que nos desconciertan y duelen, levantarnos exige que adoptemos la Postura del Guerrero, es decir la actitud de fría calma, cálculo, y dureza que enciende las potencias necesarias para dar la batalla y vencer. A pesar de su denominación, no se trata de una actitud que implique violencia alguna sino, por el contrario un uso racionalizado de la energía, de manera que sirva eficazmente al Guerrero para dar la lucha y resurgir.

El Guerrero duerme poco y, al levantarse cada mañana implementa un sencillo método de fortalecimiento mental: ora con humildad, agradece la llegada de un nuevo día, la cuota de salud que le permite dirigirse a la batalla, y el bienestar de los suyos. Ofrece su esfuerzo del día, el buen resultado que puedan tener sus incursiones y la enseñanza que le podrían dejar un mal resultado. Sólo pide buen pulso y claridad de pensamiento para cuando sea necesario. El Guerrero mantiene este ritual y lo hace hábito porque en él radica en buena parte su desempeño en la batalla.

El Guerrero tiene un plan para cada día. Sabe que un plan ayuda a concentrar la energía y a ordenar las ideas, sabe que sin un plan, hasta lavarse los dientes puede resultar una empresa absolutamente ineficiente, inútil. Cuenta además con medidas alternas por si su plan no puede llevarse a cabo según lo previsto. El Guerrero está conciente de que los imprevistos son posibles, y que para ello debe estar preparado.

El Guerrero toma buenos alimentos y agua, no come en exceso ni bebe alcohol. Sabiendo que la batalla puede reducir su claridad, toma decisiones con cautela y, como lo hace con el tiempo y la energía, distribuye con orden y mesura sus pocas o muchas monedas.

El Guerrero sabe que dentro de él habita una fuerza mayor a la que los demás -e incluso él mismo-, pueden percibir cada día, por ello acepta que no merece compasión alguna, y menos aun aquella que él mismo pudiera inspirarse; evita los sentimientos de autocompasión. Desprecia la imagen del mártir; sabe que las actitudes luctuosas y tristes no tienen destino pues están ancladas en el pasado, y que los mártires son tales no tanto por su sacrificio sino porque están muertos. Asimismo, El Guerrero emula a los héroes pues sabe que estos se deben al valor que enciende sus corazones y mueve sus pensamientos, y al amor que tienen a su propia vida, pues sin esta, nada podrán hacer por la vida de los que son más débiles que él.

El Guerrero comprende que su temor y desazón no son más que el sufrimiento de otros muchos que además no cuentan con la fortaleza y el aplomo que a él le permiten seguir avanzando en el campo de batalla y enfrentándose sin tregua.

El Guerrero se convence cada día que no es sólo su valor y sus fortalezas las que le darán la victoria final sino sobre todo la insistencia que ponga en seguir luchando a pesar de las caídas que en el campo de batalla pudiera tener. El Guerrero sabe que siempre puede dar más, desprecia los pensamientos de hastío, desidia y desaliento, y acepta la alegría que otros pueden ofrecerle en el camino.

El Guerrero descansa sin excesos, reposa para volver a la batalla, y procura dormir de corrido. Antes de entregarse al sueño, inventa los buenos momentos del día siguiente, proyecta sus movimientos, prevé las situaciones que podrían sorprenderlo, y se dice que el día que viene será mejor. Sabe bien el Guerrero que los pensamientos son un flujo constante que sólo otros guerreros, entrenados, pueden represar. Por ello, no intenta ahuyentar los pensamientos dolorosos, las preocupaciones: sobre ellos pone ideas mejores, imágenes positivas y buenos recuerdos, evoca el día mejor que le espera, libre de angustias, armonioso, relajado. Y así hasta que el sueño lo tome en sus brazos.

viernes, 6 de marzo de 2009

Ausencia

El hijo de doña Inés empezó a desesperar cuando ella no contestaba las llamadas que él le hacía desde la lejana Caracas. Luego de una semana sin noticias, encargó a un amigo de la infancia que aún vivía en el edificio aledaño, que pasara a buscarla. Es el húmedo y tórrido verano limeño de 2009. Cuando la policía cumplió la orden del fiscal, y abrió la puerta de su casa, doña Inés llevaba muerta sobre su cama la friolera de 18 días. Causas naturales la habían liberado de las muchas incomodidades de este valle de lágrimas. ¿Cómo pudo pasar desapercibida la muerte de doña Inés? Sus malas relaciones con el vecindario, las muchas millas sentimentales con que complementaba la distancia geográfica que la separaba de sus parientes, y el aislamiento emocional que gritaba cerrando todas sus ventanas, se confabularon para darle la plácida muerte que desgraciadamente la cogió en el olvido. La muerte se parece a una larga ausencia.

En 1837, el escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne publicó, en un volumen de cuentos titulado “Twice Told Tales” (“Cuentos Contados Dos Veces”), como relato de ficción la historia real de un tipo al que llama Wakefield que, en la ciudad de Londres, y luego de 10 años de matrimonio, abandonó la casa en la que vivía con su esposa, para mudarse a la cuadra siguiente, y -cuidándose de no ser descubierto por aquélla o algún otro conocido-, no volver hasta 20 años después. Durante ese lapso, Wakefield se dio el tiempo de vigilar su casa y eventualmente las idas y venidas de su desconcertada esposa, la que luego de un tiempo prudencial, y sin poder olvidar que al partir, su cónyuge le había anunciado volver en 4 días, se consideró viuda. Una larga ausencia se parece a la muerte.

Pero la muerte no es una larga ausencia, pues para que algo tenga largura debe poder ser medido, y la muerte, en términos temporales no se puede medir, es inconmensurable. Y una larga ausencia no es necesariamente la muerte, como comprobó tras 20 años, la mujer de Wakefield. Sin embargo, la vuelta de alguien que se daba por muerto gracias a su prolongada ausencia, tiene algo de milagro, del milagro de la resurrección. Por eso los credos religiosos resuelven la inconmensurable ausencia que es la muerte con la promesa de la resurrección, o del reencuentro de los que se han muerto. Algún mecanismo misterioso trabaja en cada ser humano las ausencias prolongadas como si fueran la muerte. Y las vueltas, el reencuentro, como si fueran una resurrección, es decir un milagro. De ahí la alegría sorprendida que nos embarga entonces.

La tecnología de la Internet, con sus buscadores y el sistema de correo electrónico, ha precipitado el reencuentro de millones de personas. Muchos, apartados por el tiempo y la distancia, por el olvido, por la vida, amigos de la más temprana infancia, ex compañeros de colegio, de universidad, del barrio, del pueblo, antiguos amores, familiares perdidos, profesores, los que fueran compañeros de trabajo, han eliminado de pronto la distancia y han sido sujetos del milagro de quebrar la ausencia. Son muchos los resucitados que hoy se abrazan, comparan sus canas en una pantalla de computadora, pueden rememorar los tiempos idos, se burlan de la muerte que una larga ausencia les pareció. Hasta que, quién sabe buceando en su propio Google, ella, la más rotunda e irremediable ausencia, nos contacte. Como a doña Inés.