jueves, 30 de abril de 2009

Saña, Año del Señor de 1652

De nombre: Francisca Ciudad -negra de rama cafringa, nacida en Cometeros, quince años contados a la fecha, de talla regular y huesos largos, algo delgada aunque de carnes recias y bien formadas. No lleva marcas ni tatuajes de anteriores faenas, no ha sido engrilletada o azotada por peleona, ratera, borracha, quitadora de maridos o motinera. Figura en los libros como “Ayuda de Cocina” desde hace ocho años, no sabe leer ni escribir, gusta del canto aunque no se le ha visto compartir el jolgorio y la bullanga tan corrientes entre el personal de campo, más bien exhibe a veces aires como de ausente o tarada. No se le ve en Misa a menudo pero se acredita su colaboración anual corriente en la Novena, Vigilia y Procesión del Santo Patrón. No se le conoce amancebamiento con varón ni mañosería con hembra alguna como ella, niño o animal; de padre fallecido, su madre Bartola Ciudad trabaja en “El Tumbo”, distrito de Arenerrío-.

Que no fuera mayor que él o pareciera. Que no calzara ni midiera en altura y ancho de espaldas más que él, y que el pelo no le poblara el cuerpo más que en la cabeza y el pubis aunque sin excesos de pelambrera cerrada que a la vista luce hedienta y arañosa cual nido de tórtolas. Más larga que ancha, no por ello debía ser huesuda sino más bien carnosa y de buen reparto. Como botella de vino de uvas finas, debía mostrar los hombros redondos y breves, el cuello alargado y la cabeza pequeña. En la jeta debían destacar los ojos grandes y los labios gruesos aunque no tan prominentes sino más bien concisos y suculentos como frutos de pérsico. Debía lucir además la dentadura completa y sin rastro de color alguno que se suele ver como secuela de olvidar la limpieza dedicada de la trompa. Los brazos mejor delgados y rematados por manos fuertes, con dedos estirados, completos y de uñas grandes. El torso angosto, de sólo el palmo necesario para asentar un buen par de pechos de bulto como naranjas de jugo, firmes, sin mayor caída, y de pezones grandes y areolas de buen radio como el de monedas de cuarto o galletas de sal. La cintura debía llevarla estrecha, de manera que al estrangularla, a sus manos no les faltara más de un par de pulgaradas para juntarse; la breve antesala de unas buenas caderas, amplias y fuertes, cómodas para contener el escape feliz de sus ganas, y brindarle estremecimientos y ritmos de galope sin poner en ello mucho aliento. El ombligo, dado que para nadie es posible aún su dispensa, debía lucirlo discreto, huellita de guijarro recién levantado en la arena, y no profundo y oscuro cual pedrada de Goliat, ni de esos intrigantes y sombríos que bien son buenos para juntar mugre y pelusillas. Bien podía exhibir una pequeña barriga que en ciertas mujeres habla de alguna infantil desatención de sí y viene bien; una de esas barriguitas mínimas que nacen un poco por encima del ombligo y caen hasta el pubis sin hacer mucho bulto. Además era conveniente que luciera generosa de nalgas, aunque tampoco mucho pues probado era que el tiempo castiga la exuberancia con ruina; era mejor si en esta región la calidad se imponía a la cantidad, es decir la firmeza y el molde ajustado de la curva, al bulto y la plasta. Debía ostentar además, y en esto era impensable una concesión, buenas piernas, largas y de muslos fuertes y pantorrillas ahusadas como nabos, angostadas y con cierta gracia al llegar al tobillo aunque no por ello frágiles en ese punto sino más bien firmes, no importa si por bendición de la herencia o como logro de andar caminos con pendiente o largos y de cascajo fino. Además, dado que para ello tampoco existe aún dispensa, que sus pies no exhalaran nada más que el aliento que llega de la tibia entraña de un pan recién horneado; y que los sobacos, de falsa calvicie, emitieran algo sólo como un indicio del aroma tenaz que queda en los arbustos bajos cuando la brama de las tarucas. Y que un razonable aseo de todo el pellejo, especialmente en las junturas, pliegues y demás resquicios -aunque sin borrarle la sazón de sus propios humores-, le fuera frecuente. Y, claro, que la huella de su aliento no delatara el hábito infame de ingerir platos alistados con bulbos que crecen bajo tierra y que tanto son probadamente buenos para el tratamiento de los males del pecho como para apestar las palabras; ni revelara angina, asentamientos de estómago, o muelas en las que se pudren, escondidos y hediondos, traidores banquetes del pasado. Y que por lo demás fuera gentil, no hablara si él no la citaba, y supiese guardar bien en secreto la intimidad cedida por esta inquietud que tanto sueño le robaba. Además, esperaba de ella un mínimo de modales: que no eructase y en general evitase la emanación pestífera, sea silente, apagada o sonora y graciosa, de efluvio cualquiera de cuerpo adentro. Y, claro, que no practicase la rutina de hurgar con los dedos en la nariz o los oídos, ni en el interior de cualquier otra oquedad de su geografía inferior como acostumbran algunas obreras por vicio nacido de la soledad y el mal ejemplo o para entretenerse hasta los chillidos y estremecerse en las noches, tumbadas bajo los olivos que llenan de sombras el claro que linda con el río. Y, por supuesto, que no adoleciera de infecciones crónicas, llagas pendientes o parásitos interiores de los que llaman a rascazones impertinentes, o de los que pululan y se multiplican en la piel o en el pelamen de las verijas. Y que no tuviera tos ni mal de estornudo nervioso, moquillo tenaz, o propensión a la tembladera, los vahídos o los ataques de angustia con gritos, agitación o aflojamiento de válvulas con fuga, fuera ésta meadera o, en el peor de los casos, churreta súbita e incontenible. Ni que le adornasen el hocico morimicos involuntarios de esos que parecen chifladura, manía o Mal de San Emiliano. Y, creyente o no, esperaba que no le fueran propios los fanatismos ni las tendencias supersticiosas, sino que más bien fuera ajena a las devociones, los altares domésticos o las repisitas con velas e imágenes de yeso coloreado, y a los cuadritos de estampas llorosas y sufrientes, y, contra la tendencia de todas las demás obreras, a creer cerradamente en el mal de ojo, el niño lobo, la llorona del camino, el cura sin cabeza, el chupasangre de la media luna o la culebra que engaña a los niños pequeños con la punta de su cola mientras se llena la panza de leche ajena. Nada más.

“Cállate y escucha: nada de frasecitas, que la negra sabe lo que quieres; ahórrate las mentiras y anda al grano. Lo que esperan las negritas como ella son abrazos fuertes, de hombre. Y besos, no besitos: besos, besos suaves pero llenos de lengua, de deseo, saliva y ganas. Ganas que, por si acaso, no es arrebato para volarle los dientes o herirle la bemba; como si los dos fueran a morirse en el próximo minuto pero sabiendo que esos besos no son lo último que van a darse sino sólo el principio de algo que requiere calma, que, ojo, no es cosa que se oponga a la calentura. Mas no pretendas bajar tus besos hasta territorios por debajo del ombligo, que en la primera, tal vez sólo le metas miedo de que le vas a comer algo de lo que sólo tiene uno, y no como las orejas o los dedos que no importa que por ahí la vida te arranche alguno porque te queda otro. Lleva todo con manos suaves, tibias y secas; no vayas a pasarle un par manos frías por el pellejo porque todo podría apagarse ahí mismo. Y no olvides que a la hora de sentir, toda la piel del cuerpo es una sola y que no hay terreno vedado. Desnúdala pronto y con cariño pero sin que se te caigan las babas aunque sea la hembra más rica que jamás has visto pues siempre, no lo dudes, hay otra mejor. Y acaríciala, toma su cara como un padre lo haría con una hija pequeña, háblale bajito, cántale, acúnala; recuerda que hace poco era una niña y, aunque grande, en el cuerpo aún lo es, y en el alma también como todas las mujeres. Y mírala, eso la puede calentar pues ella no ha sentido antes el calofrío que lija el pellejo la primera vez que a uno lo miran en cueros después que aparecen los primeros pelos abajo. Anda lento, pídele que te regale la visión de todo lo que bajo la ropa escondía, pero a ti no se te ocurra exhibirte ni hacer alarde de pedazo alguno de tu humanidad: verte tan blanco le puede provocar nervios, jaqueca o ataque de risa, y todo eso espanta la calentura como clarín entre palomas. Lleva todo muy suavemente, que la rudeza no da patente de macho a nadie; recuerda que no vas a montar sobre una yegua: te vas a posar en una flor. Ten en cuenta que la cafringa no sabe ni ha sabido antes de hombre, pero no esperes prueba alguna de ello porque de raza le viene no llevar a la entrada lo que a las blancas, según ellas, las alinea con la madre de Cristo y demuestra si en el cuerpo han guardado antes trebejo de esos que al punto les zumba en la oreja una jura de casorio, bien aceptan. Y no olvides hablarle usando palabras tal vez no tan bonitas, pero a las que vas a mejorar afilándoles bien la punta: “negrita”, “boquita”, “cosita”, “piernitas”, “tetitas”, “mamita”, “culito”, pues esto les servirá a los dos para actuar una intimidad que no han inventado pero que es indispensable para calentar el aire, y poner el nervio a punto, que lo mismo puede represar la noche si anda muy suelto o si se pone muy templado. Pero, vamos, tampoco vayas a hablar tanto, que mientras todo avanza, la arrechura levanta las bardas, se pierden entonces la miel y el fósforo, y quién sabe qué cojudeces se te pueden escapar volando locas en la voz”.

A la hora señalada, Francisca Ciudad dio un paso fuera de la noche para aparecer en el marco de su puerta como un hermoso ángel negro; abultando la tenue cascada de la túnica que en nada menguaba la belleza incandescente de su cuerpo, descalza, no pronunció más que todo lo que gritaron su suave sonrisa y un perfume tranquilo y materno de mermelada de claveles.

Dos horas después, ella, un plumazo en la claridad silente de la pampa, regresó a su cuadra arrastrando sobre el rocío la suave túnica de algodón y el lejano aliento de sus perfumes. Adormilada y sin más prenda que su inocencia, cruzó el sereno mientras, en la gran cama él maldecía que aquel “Cuídate hijito de que te agarre una negra...” que su madre le regalara al salir, le hubiera puesto la sangre boba, dejándole en lugar de la firmeza que requería, sólo una inútil y aguada vergüenza.

viernes, 24 de abril de 2009

Samos


Hablando en un tono muy bajo, pausado, el hombre se inclinaba mucho sobre el escritorio del Dr. Jiménez. Por momentos éste repetía sus frases para que yo, compartiendo el consultorio por su gracia, pudiera conocer exactamente los detalles de la consulta. Me llamó la atención especialmente que el hombre, de unos 50 ó 55 años, muy alto y de contextura gruesa –un ropero, realmente-, repitiera “Yo no quiero matarlo…”.

Luego de unos 20 minutos, en los que el paciente extendió su monótono estilo tratando de hacer comprensible la angustia que le aquejaba, el Dr. Jiménez, sonriendo levemente, le mostró la palma de su mano izquierda y detuvo la atropellada corriente de su relato. Luego de un silencio más o menos largo, miró su bloc de notas, en las que no había escrito nada y puso “Samos” en letra corrida. Miró entonces al ropero a los ojos y exclamó: “¡Samos!”.

“¿Zambos?” preguntó el desesperado hombre, ladeando la cabeza para hacer más evidente su extrañeza, “¿zambos?” repitió. Luego de reír brevemente, el Dr. Jiménez empezó a aclarar lo que había querido decir:
-No, nada de zambos acá, ja ja ja… Me refiero a Samos, una isla griega. En aquella isla, antiguamente los griegos confinaban a los leprosos. Como seguramente usted sabe, en aquella época la lepra era una enfermedad no sólo incurable sino que simbolizaba una suerte de maldición sobre aquellos que la padecían. Pero en aquella isla, Samos, no sólo vivían los leprosos sino también aquellos que elegían seguirlos en su desgracia, pues a pesar de todo lo que la lepra significaba entonces para los griegos, no faltaban las personas que visitándolos o quedándose a vivir con ellos, optaban por cuidarlos, alimentarlos, curar sus heridas... ¿Qué tendría que ver Samos con lo que usted viene a consultarme? –un nuevo silencio, empujó al hombre a ensayar una respuesta:
-Entiendo, entiendo –empezó a hablar, curiosamente con un tono más bien claro, totalmente distinto al murmullo que había devanado desde que el Dr. Jiménez empezó la sesión preguntándole “¿En qué puedo ayudarlo?”, -no crea que no entiendo de metáforas, doctor…
-No dudo que usted ya ha conectado mi ejemplo con el caso que lo angustia tanto, señor -haciendo la pausa de rigor, el psiquiatra sonrió abiertamente y adoptó una pose de confidencialidad inclinándose hacia el paciente y bajando un poco la voz: -Vamos al grano: según me dice usted, su hija, de sólo 26 años, economista de profesión, que desde antes de terminar sus estudios en los primeros lugares, ya trabajada en el banco del cual desde hace poco es una promisoria funcionaria, mantiene desde hace un par de años una relación con un tipo que no sólo no trabaja sino que vive usándola para mantener su adicción a las drogas y vivir lo mejor que pueda sin hacer el menor esfuerzo. Vamos desechando las ideas de asesinato, por favor, señor ¿si? Hoy vamos a tener que encontrar una solución, no tanto para separar a ese tipo de su hija sino para conocer qué es lo que pasa, y entonces buscar alguna salida. Le voy adelantando que el pronóstico del caso es “reservado” –en la nueva pausa pude observar bien al tipo: si bien estaba algo abandonado físicamente, se notaba que había practicado algún deporte con dedicación, era atlético; en sus ojos, pequeños y de cierta mansedumbre, se revelaban recientes episodios de llanto o insomnio; las comisuras de sus labios se estiraban hacia abajo en una dura mueca de hastío. -Lo que yo llamo el “Síndrome de Samos” es decir el caso de la dama que sostiene una relación disfuncional con un hombre, normalmente un adicto, que abusa desmedidamente de su confianza y buena voluntad, es bastante más común de lo que creemos, ¡y prácticamente en todas las sociedades del mundo! Y normalmente no puede resolverse como los padres, que son las reales víctimas de todo el drama que la relación deriva, quisieran -en este punto el padre se atrevió a interrumpir:
-Conozco a unos padres que han tenido que mandar a su hija a vivir a Europa…
- Y si usted pudiera, mandaría a la suya lejos.
-No. Ya le dije que si pudiera, mataría al ocioso ese…
-Y yo le he pedido que no consideremos al asesinato como una opción, ¿si? -El hombre se quedó mirando sus enormes manos sin soltar respuesta alguna. Jiménez insistió: -¿Verdad?...
-Está bien, doctor. Pero le pido que me dé alguna salida hoy, doctor, por favor. ¡Por favor!!! –de pronto llenó sus rudas manos con su rostro y rompió a llorar. El Dr. Jiménez, acostumbrado a los quiebres emocionales en la primera sesión, concedió el tiempo que aquel desesperado padre requería para desahogarse, y luego de unos minutos, continuó con su explicación:
-Son casos difíciles estos, señor. Pero, ojo, no le estoy diciendo que su hija esté condenada a seguir al lado de ese muchacho que tanto dolor les genera. Lo que debemos cambiar radicalmente es el punto de vista que tenemos hasta hoy. En primer lugar hay que considerar que su hija no es una niña que no sepa lo que está pasando en su vida; ella sufre aun sabiendo que está en sus manos cambiar las condiciones que le generan ese sufrimiento. Sin embargo, hay que pensar que por alguna razón que desconocemos, ella decide permanentemente continuar esa relación de humillación y abuso. De alguna manera, el abusivo -vamos a llamarlo así- se las arregla para conseguir siempre que, a pesar de las crisis y peleas -que hablan de la salud mental que dentro de su hija se rebela- ella permanezca a su lado. Estos cuadros se dan especialmente como complemento de un caso de adicción. De corriente, los adictos desarrollan personalidades manipuladoras y psicopáticas que sólo consideran sus necesidades y desprecian el dolor o la angustia de los demás. Sin embargo, nos equivocamos si pretendemos responsabilizarlos de todo el problema.
-¿Va a decirme que mi hija tiene la culpa de todo? -interrumpió el padre, irguiéndose en el asiento -¿Va a decirme que el hijo de puta ese es una víctima, pobrecito, porque es adicto a las drogas?
-De ninguna manera, señor -al Dr. Jiménez no le intimidaban las lisuras ni los estallidos de ira que alguna vez los pacientes soltaban en la consulta. -Aunque estoy de acuerdo en que su hija es víctima de una relación patológica que se basa en su explotación, no puedo negar que es responsable de esta situación en alguna medida. A eso me refería cuando le dije que tenemos que cambiar el punto de vista que hasta hoy teníamos. Por ello, le sugiero que invite a su hija a venir y seguir conmigo un tratamiento que le permita reconocer qué es lo que ocurre consigo, y por qué se encuentra enfrascada en esto que tanto dolor les genera a todos en su familia. No vamos a seguir pensando que es él el que debe ser tratado pues “está enfermo” o “es loco”. Sin una intervención especializada para ella, aquí o en cualquier otro centro, la siguiente alternativa será tratar de alejarla definitivamente de su pareja.
-O…
-O nada más pues, como ya le dije, matar al tipo sólo sumará problemas y no será solución para nadie –la naturalidad con la que el médico hablaba sobre no matar al tipo me asombraba. -Sigamos: de corriente, las mujeres que, digamos, caen en estos tratos son personas de buen nivel intelectual, profesionales, nobles y preocupadas por el bienestar ajeno; su hija sale un poco de la regla porque es economista, pues mayormente son enfermeras, trabajadoras sociales, psicólogas, médicas, profesoras, farmacéuticas, las que más acusan el Síndrome de Samos, es decir que eligen seguir al que la sociedad rechaza, al paria, porque al parecer les seduce la posibilidad de influir positivamente en su vida, cuidarlo y eventualmente recuperarlo para una vida productiva pues han sido convencidas de que se trata de personas buenas e incomprendidas que seguramente han sufrido mucho en su infancia. Claro que desgraciadamente esas son fantasías que se diluyen ante el servilismo y la humillación a los que son sometidas sin límite, y en los cuales desgraciadamente suele haber violencia física -en este punto de la conversación, el atribulado padre volvió a bajar la mirada y suspiró profundamente; las lágrimas rodaban por su cara. -Sin embargo, le recomiendo que no busque enfrentarse con ellos. Con toda la confianza que aún pueda despertar en su hija, tranquilamente, invítenla a venir y pídale que no se lo comente al abusador; si lo hace, seguramente él saboteará la posibilidad de que ella reciba un tratamiento, y seguiremos en las mismas condiciones. No quisiera parecer soberbio, pero si ella llega aquí, podemos tener alguna esperanza. Tenga en cuenta que estos tipos tratan de aislar a sus víctimas de cualquier otra posibilidad de influencia, pues temen perderlas en tanto son su medio de subsistencia.

El Dr. Jiménez acompañó al hombre hasta la salida del hospital. A poco, volvió, se sentó en su escritorio y, sonriendo de medio lado sacó del bolsillo del mandil un enorme revólver calibre 38. “Por lo menos hoy no va a matarlo” suspiró. En ese momento me sentí tentado de corregir su confusión, pues Samos es una localidad española conocida desde el siglo XVI por tener un albergue para leprosos manejado por religiosos. Dos días después, la chica llegó a la consulta.

viernes, 17 de abril de 2009

Ataque

Recuerdo que aquella noche me incorporé en mi cama de hospital inspirado por una idea que consideraba genial. A la pálida luz de mi lámpara de cabecera, tomé un cuaderno y empecé a escribir febrilmente sobre mis rodillas tratando de hacer el menor ruido para no importunar al paciente que dormía al otro lado de la cortina blanca que nos separaba. La noche pasaba fría por mi ventana del piso 13 del gran hospital, las luces de la ciudad se extendían como desordenadas constelaciones que se perdían en un invisible horizonte. Me sentía entusiasmado por volver a escribir, las ideas que iban redondeando la modesta historia que entonces desarrollaba, fluían fácilmente, tan rápidas como coloridas. Empecé entonces a vislumbrar un futuro de éxito para tan original relato, imaginé que sería incluso mejor tratarlo como el guión de una película que luego se podría transformar en serie, explotando temas históricos y promocionando el cultivo de valores como la solidaridad y la perseverancia. Era una combinación perfecta, de pronto se llenaban mis expectativas con respecto a lo que podrían alcanzar la historia y los personajes que en aquel sencillo relato se encerraban.

De pronto, tomándome por sorpresa, como seguramente debe doler la violencia de un lanzazo, un agudo dolor estalló en mi pecho dejándome inmóvil y horrorizado. “¡Santo Dios, tengo un infarto!” pensé en medio de la mayor angustia. En un instante, hecho un ovillo sobre la cama, las manos al pecho, el cuaderno por los suelos, quedé empapado en sudor; empecé entonces a tomar aire a grandes bocanadas y a expulsarlo en toses como alguna vez el alma generosa de la Internet me recomendó para salvar la vida de un ataque cardíaco, sin poder evitar la triste idea de que sin haber cumplido aún los cincuenta años, mis posibilidades de morir eran mayores. Tratando de reponerme, estiré los brazos y empecé a buscar desesperadamente el timbre de alarma que en algún lugar entre la cabecera de la cama, la pared y el clásico velador metálico debía colgar; si lograba encontrarlo, estaba seguro que al punto, la experiencia y la premura de un par de enfermeras me libraría de la muerte. La circunstancia me hizo pensar rápidamente en lo poco que valían las ideas, los sueños, la originalidad, el talento, los proyectos, cuando uno se encuentra ad portas de la muerte. Y qué importante es conservar la salud sobre todas las cosas. Entonces, en medio del dolor y la ansiedad, me di tiempo de prometer que si me salvaba, me dedicaría a cuidarme y a producir tesoneramente todo lo que pudiera producir, todos los proyectos pendientes, y que atacaría con furia la realización de mis sueños más locos. Trabajosamente, presa de una incontrolable angustia, seguí buscando desesperadamente el infame botoncito que, indiferente a mis temores se resistía a aparecer de entre la almohada, las sábanas, y las estampitas que cada tarde mi madre, con su fe a prueba de todo, se daba el trabajo de pegar en la cabecera. Sintiendo que el pecho me reventaba, que el músculo cardíaco retumbaba alocado por el pánico y el dolor, maldije, recuerdo, al pequeño chupón que podía, iluminando el tablero de la estación de enfermeras y activando el respectivo resonador que coronaba el marco de la entrada del cuarto, salvarme, y cuya misteriosa ausencia me traía la muerte a cada instante. Al bajar de la cama y tratar de ponerme de pie para salir al corredor en busca de auxilio, sentí que, reptando desde el estómago una apretada burbuja parecía acomodarse y empezar a abrirse paso. A poco, un sonoro eructo vibró en el aire; creí sentir entonces que al otro lado de la cortina, mi compañero se removía en su sueño, sobresaltado por el estruendo. Tan pronto como había llegado, el dolor desapareció. Recordé que la cena había culminado con una tajada de melón y un vaso de leche tibia; rarezas de la dieta de hospital que suelen terminar mal.

Sin embargo, no he perdido la enseñanza de aquella curiosa experiencia. Hoy, un par de años después de haber dejado aquella cama de hospital, me encuentro pues atacando la epopeya de llevar adelante mis planes, entre los cuales se encuentra, por supuesto, el desarrollo de este espacio, a través del cual intento, sencillamente, poner un grano de arena en la ardua construcción de la realización personal de los generosos lectores.

martes, 7 de abril de 2009

Pasó

- Déjeme pasar… ¿No son 20 soles lo que cobran acá por noche? Yo no voy a estar ni una noche…
- Sí… Me imagino que no vas a estar más de una hora… Anda no más, chica, piénsalo, busca una amiga y tírate esos 20 soles en pasear con ella, tómate una gaseosa, invítale un sánguche a tu amiga, no sé… Pero no insistas en tomar la habitación, que yo sé para qué la quieres… -lástima que quiera matarse, es bonita, piensa él.
- ¿Usted qué sabe? Yo estoy cansada, quiero dormir -la mirada del encargado es suave, compasiva, -me duele la espalda, ¿qué piensa que voy a hacer? Sólo estoy cansada…
- Sí, sé que estás cansada, se te nota… ¿Acaso no tienes casa para ir a descansar?
- ¡Claro que tengo pero en ella no se puede descansar…! Entre mis sobrinos, los perros… mi mamá, el desgraciado ese de su marido, mañoso imbécil… -su gesto se endurece de pronto, bate las manos en el aire como tratando de encontrar las palabras, y sigue: -y el cuarto, el desorden, la cocina sucia, la puerta rota del baño… ¡Ni siquiera puedo ir al baño tranquila!, ¿sabe?, ¿cómo cree usted que voy a poder descansar tranquila ahí?
- Me imagino que no debe ser fácil, pero prefiero que te vayas… -él piensa en su propia casa, en su vieja, una anciana ya, regando geranios y tarareando huaynos mientras cocina y espera que el viejo regrese del mercado para repetirle los mismos reproches por demorarse conversando con “otros viejos como él”, sin pensar lo mucho que al pobre le cuesta caminar luego del derrame; la rutina de soportarlos cada día de Dios con sus canseras, con sus achaques. -A dos cuadras hay otro hostal, anda. Ahí ya tienen muertos en su libro -de pronto siente haber soltado algo cruel; se arrepiente. Y lo siente más cuando ella repite, mendicante, sin mirarlo:
- Sólo quiero dormir…
- ¿Y qué traes en la mochila?
- Mis cosas, ¿no ve que vengo del taller? He remallado toda la santa noche, sólo quiero dormir, luego me voy a almorzar, me doy una vuelta, y regreso a la chamba… Tal vez vuelva por una siestita y un baño antes de irme y… ¿por qué dudas? -de pronto ha tuteado al tipo; bueno, no parece mala persona, y seguramente sólo tiene dos o tres años más que ella. -Además, voy a pagarte…
- No se trata de que me pagues o no, ahora no hay casi nadie, sólo una pareja en el tercer piso. Podría dejarte descansar gratis un rato; el dueño no viene hoy. Lo que me preocupa es que subas, te mates y yo me meta en problemas. Ya sé cómo es eso, lo he visto en la televisión: hay que esperar al fiscal que siempre, siempre llega tarde y, mientras, hay que aguantarte en la cama con una sábana encima. Es una vaina. Luego el hotel se va a la mierda, ¿no ves que ya nadie quiere venir porque a ti se te ocurrió escoger una de nuestras habitaciones para matarte? No, gracias. Sería un tremendo problema para mí.
- ¡Estás loco!!! Ja, ja, ja… ¿Tú crees que quiero una habitación para matarme? ¿Qué crees que traigo en la mochila, una pistola? ¡Estás loco! ¡No me voy a matar! -él comprende que ella no ha escuchado el estúpido comentario que hizo sobre el otro hostal y sus muertos; aliviado, replica:
- Vamos, nadie entra a un hostal con un cartel anunciando “no me jodan, voy a matarme” ¿no?… Anda, ya te dije: busca una amiga, salgan a conversar… Que no hay pena que no pase ni problema que a la larga no se arregle -de pronto, recuerda a su madre repitiendo aquella sandez y se siente avergonzado.
- ¡Qué amiga ni qué carajo! ¡Sólo quiero dormir, descansar! ¿No entiendes? -la chica le cae bien, tiene cierto encanto, habla como si fuera mayor, y se nota que es fuerte, tiene carácter. -Sólo quiero descansar…
- ¿Y si yo te invito? -la frase los coge por sorpresa.
- ¿Me qué?
- No sé, si te invito -siente que se apresuró y que, sin embargo no puede, no quiere, retractarse... -Mira, dentro de un rato viene mi compañero, y nosotros podemos salir a tomar desayuno; yo conozco un sitio. De ahí, si quieres te presto un cuarto para que duermas un rato -algo le dice que la chica ha sido sincera, que no planeaba matarse, que él se equivocó, -o para que te quedes hasta que tengas que ir a trabajar -no, no sólo le cae bien: le gusta. Le gustan los ojazos que tanto mueve a pesar del cansancio, y que destellan cuando levanta la voz, le gusta el “carajo” que soltó sin inmutarse, y la frescura con la que sigue hablándole:
- ¿Sí? ¿Y después? -hace un silencio para ponerse en guardia, para descorrer un tono de seriedad, -¿no querrás cobrarte el desayuno, el cuarto?, porque yo sé cómo son a veces los hombres… “Que nadie va a saber, amiguita, ya pues…rapidito no más…”, ¿no? -una extraña confianza en él la anima a moldear la advertencia hasta hacerla parecer un chiste, duda en un nuevo silencio y suelta una corta risita de remate; se sonroja avergonzada. Él se apresura a romper el silencio que ha quedado flotando entre los dos, y que le ha servido para admirarla mientras sonreía con las mejillas coloreadas:
- Noo, nada que ver. No lo había pensado, de veras -nadie que pueda sacudir en el aire esa risa de cristales, y hacer brillar una mañana tan fría, puede querer matarse, piensa.
- ¿Y voy a poder descansar, dormir?
- ¡Claro! Aquí es seguro, nadie se va a meter contigo, te prometo. No te preocupes. Te doy una llave que no tiene duplicado, qué te parece.
- Bien, pero prefiero pagarte, toma -pone rápidamente un billete en el mostrador. -Subo, me lavo, dejo mis cosas y salimos. ¡No pensarás que voy a salir con esta cara! Está bien que una ande cansada pero siempre hay que estar presentable. Y creo que es mejor si tomo desayuno antes de dormir un poco.
- ¡Claro! -le extiende la llave del 201, cerca de la escalera para que no camine más que lo necesario -Cómo vas a descansar sin nada en el estómago, más vale que tomes un buen desayuno... Donde te digo, hay pan con chicharrón, tamales, café…
- Bacán. Espérame. Además hay que esperar a tu relevo ¿o no?
- No tarda en llegar, seguro; es puntual el cholo -ella da media vuelta hacia las escaleras, él se atreve:
- ¿Cómo te llamas? -ella vuelve a girar, un mechón de cabello le queda sobre la frente, lo aparta con delicadeza, usando sólo el meñique, sonríe, él se apresura a presentarse: -Yo soy Joel, Joel Muñoz.
- Me llamo Jessica, Jessy me dicen. Pensé que me ibas a pedir el DNI… -nuevas risas confirman que se estrena la complicidad.
- No, nada de DNI. Pero te apuras, ¿ya?… Jessy…
- Voy a dejar todo esto…

“Voy a dejar todo esto” repetiría él después, llorando. Según lo que había previsto, el fiscal llegó tarde, después de las cámaras de TV. Un locutor calcula el plano con la modesta construcción de fondo y la barda de curiosos, y con fingida parsimonia, la voz engolada, se pregunta ante la cámara qué podría haber pasado por la cabeza de alguien tan joven para matarse luego de matar aquella noche a sus ancianos padres.

viernes, 3 de abril de 2009

Voluntad

¡Hoy tengo una muy buena noticia!: aquellas personas que sin aspirar a una extraordinaria riqueza han alcanzado la seguridad económica y el bienestar de su familia, no tienen facultades especiales, no son mucho más inteligentes que la mayoría ni provienen de hogares adinerados. Por el contrario, casi todos vivieron hasta la adultez en hogares que luchaban por la vida entre la clase media y la pobreza. La mayor riqueza que tuvieron en sus casas, fue que de alguna manera les enseñaron a hacer las cosas bien, a dirigir y enfocar su voluntad para lograr lo que querían, y a insistir siempre en el convencimiento absoluto de que no hay objetivo que no se pueda alcanzar, y que para lograrlo no hay que ser un genio sino sólo empeñarse en buscar soluciones y no pensar jamás en la rendición.

¿Y eso es todo? Quisiera ser más extenso, poder desgranar este hallazgo en una relación de consejos bien detallados y enumerados, poder poner las cosas más fáciles, ser más didáctico. Pero no puedo. Tal vez me trunca el hecho de que no busco convencer a nadie con simplismos, con frases manoseadas acerca de la fuerza de voluntad, el poder de la atracción, o la conveniencia del amor propio para vencer y no ser vencido. Recuerdo a un joven vendedor que, según él, había encontrado la fórmula para no deprimirse y sentirse siempre motivado a pesar de los golpes que eventualmente la vida le propinaba como a cualquiera. Según decía, en un taller de ventas “puerta a puerta” había aprendido que las dimensiones de la tierra en el cosmos son absolutamente patéticas, que en medio de la vastedad creciente del universo, nuestro planeta es menos, mucho menos que un grano de arena en la yema de uno de nuestros dedos. Si tomamos en cuenta que en esa partícula de materia espacial, hipotéticamente imperceptible al más poderoso microscopio, se encuentra nuestro continente, que ocupa sólo una parte del 30% de tierra que hay en el planeta, y que en ese continente está la porción que llamamos nuestro país, y que en él, como la huella que puede dejar una aguja sobre un papel, se sitúa nuestra ciudad, y que en ella en una dimensión aun menor está nuestra calle, y que en ella, si poder siquiera ser medido en términos del cosmos, estoy yo –decía él-, agobiado por un determinado problema, ¿qué tan importante puede ser??? El mérito de ese razonamiento está en que, por lo menos a él le servía.

Por ello quisiera otras palabras, algo que no parezca lírico, algo más crudo que decir, no sentirme caído en la onda de repetir con otras frases los consejos que todos pueden haber leído en Chopra, Coelho, Dyer y otros tantos.

El convencimiento de que todo se puede alcanzar, de que nada es imposible de hacer si le ponemos empeño y hacemos las preguntas adecuadas, ¡es pues irrebatible!; ¡no lo puedo discutir! Díganme que no es fácil, que demanda paciencia y sobre todo insistencia, tesón, que puede haber fuerzas misteriosas que desde la historia parecen dificultarnos las cosas: de acuerdo. Díganme que cuando las cosas no salen bien, uno de desalienta y deprime, que duele que los planes no se puedan realizar, que falte la plata, que tengamos que postergar hasta lo más elemental, que nos tengamos que comer los sueños, que salir del hoyo cueste… Claro, no puedo maquillar la realidad de la desesperación y las carencias, pero tampoco puedo negar los ejemplos de miles de hombres y mujeres que han salido adelante y han logrado el bienestar que todos queremos lograr, sin poner en ello más que una terca voluntad, y la información adecuada. Cada día puedo leer de hombres y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, que aquí y en otros países se esfuerzan, se sacrifican, duermen poco, trabajan duro, se sobreponen a las caídas, a los desalientos, al orgullo, a lo que los demás pudiera decir, y entonces ¡no crean que salen a buscar el triunfo!, ¡no!; ¡entonces lloran, maldicen! Y luego suspiran y se vuelven a encaminar convencidos de no parar hasta sacudirse de toda la angustia.

Porque el éxito está asegurado a los que se esfuerzan y vuelven a esforzarse, porque si al genio le falta el empeño, la voluntad, no logrará nunca nada aunque sea genio. Y si al empeñoso le falta la información que tiene el genio, seguro podrá conseguirla, y así conseguir todo lo que quiera conseguir. Hay que tener la voluntad, hay que querer con todas las fuerzas e insistir, insistir e insistir. Amén.