viernes, 26 de junio de 2009

Una paciente en minifalda

La paciente se sentó, trató vanamente de estirar su ajustada falda y acomodarse en la estrecha silla del consultorio. Luego de un rato de removerse en el asiento, quedó por fin muy quieta, con las manos sobre los muslos, y mirando cándidamente al doctor Jiménez. Este le sonrió, y no perdió la ocasión de hacerle notar el tiempo que se había pasado para quedar por fin instalada en el asiento:
-¿Ya?, ¿terminó usted? -la mujer lucía muy joven, no aparentaba siquiera los 25 años que tenía. Sin embargo, el excesivo maquillaje la hacía parecer no sólo mayor sino algo extraña. Sonrió y pareció abochornada, me miró fugazmente. Carraspeó y dejó escapar un suspiro, al final del cual habló:
-Lo siento, doctorcito -en sus incisivos relucía, en minúsculas pinceladas el exceso de lápiz labial, en sus ojos, encerrados en marcos de calibre mayor, chispeaba la ansiedad. -Esta falda -volvió a jalonearse la pequeña prenda y a los intentos por encajar en la silla… -Esta falda ahora me queda chica, ja ja ja… -su risa sonó excesiva, quizá porque al doctor Jiménez no le impresionaba que ella tratara de dirigir la atención hacia su cuerpo, especialmente hacia el amplio caderamen que ajustaba en aquella minifalda. Con la mayor naturalidad, el psiquiatra se reclinó en su sillón y preguntó:
-¿Qué la trae por aquí, señora Torres? ¿Cuál es el problema?
-¡Se acuerda de mi nombre, qué lindo!; eso es lo que llamo un-buen-ges-to. Qué amable. Cuando me lo recomendaron, tenían razón… -muy afectada, la señora Torres casi cantaba al hablar.
-Cuál es el problema, señora. Estamos aquí para saber cuál es su problema ¿verdad? -el doctor Jiménez hablaba sonriendo, con el acento paterno que le daba la mezcla de paciencia y firmeza que tan buen efecto tenía en los pacientes.
-¡Oh si! Claro… -se llevó entonces las dos manos a la boca, pude ver que en cada dedo, de sus uñas sólo quedaba un minúsculo rectángulo, minuciosamente esmaltado de rojo por cierto. -No lo tome a mal, doctorcito, pero ¡se me hace taaan difícil hablar de esto…! -tuve entonces una clara visión del problema que acusaba a la paciente, y que tal vez era el motivo de su consulta; la frase “¡se me hace taaan difícil hablar de esto…!, había sido dicha sin la menor emoción, sin color alguno, como si le hubieran ordenado leerla.
-Bueno, si no puede hablar, no podremos ayudarla, señora -la paciente perdió súbitamente la sonrisa, volvió a carraspear y, con actuada incomodidad empezó:
-Mi esposo me golpea, doctor. Además me ha violado varias veces, ¿sabe usted que un esposo puede violar a una esposa, no? Bueno, soy una mujer maltratada -con una mano se cubrió la mitad de la cara e inclinó la cabeza en un gesto dramático, presa aparente de un profundo dolor. El doctor Jiménez abrió la carpeta que contenía las pruebas psicológicas que un interno le había tomado a la paciente durante la semana anterior, escogió unas hojas con dibujos, examinó rápidamente el esmerado trabajo que sobre una figura humana ella había hecho, y asintió con la cabeza a la vez que preguntaba:
-¿Usted ha denunciado esas violaciones?
-¿Está loco? ¿No sabe que mi esposo es policía? ¡Qué podría yo sacar de una denuncia! Seguramente más maltratos... Esta es la primera vez que le cuento a alguien sobre este calvario, doctorcito -volvió a la pose trágica que había estrenado con una mano cubriéndole el rostro. De pronto, como activada por un rayo, levantó la cabeza y se inclinó mucho hacia delante, de su generoso escote la escindida blancura de un prominente par de senos parecía a punto de aterrizar ¡plaf! sobre el escritorio: -¿Quiere que le enseñe lo que él me ha hecho?, ¿quiere?
-Honestamente no, señora –respondió tranquilamente el doctor Jiménez ganándole a la tentación de admirar la contenida tetamenta que la joven casi soltaba sobre sus papeles, sin dejar de mirarla a los ojos. -Creo que tenemos temas más importantes que tratar ahora, como por qué usted no hace nada contra el abuso de su esposo, o para qué ha venido usted a esta consulta, qué espera que hagamos nosotros por usted… -la mujer pareció confundida, volvió a sentarse, esta vez sin distraerse en jalonearse la falda. El médico siguió: -Si quiere realmente ayuda, usted debe ayudarnos primero…
No era una joven muy bella, pero obviamente sabía llamar la atención; vestía siempre con ajustadas minifaldas que le permitían exhibir unas bien formadas piernas, y solía ajustarse el pecho para destacar el volumen de sus senos. Cuidaba diligentemente de su aspecto personal. Este estilo de tratar de encajar en el mundo, despertaba la desconfianza de su esposo, y lo confundía. En esas circunstancias era difícil mantener la armonía en la relación matrimonial. Luego de otros intentos por “seducir” al doctor Jiménez, luego de una de las sesiones, al salir me pidió que la llamara por teléfono; “a ver si salimos por ahí” susurró con una sonrisa y tomando con dos manos la mía. Ella estaba aún incapacitada para saber que esa invitación no era sino la expresión de un síntoma. Recuerdo que dos meses después de iniciar el proceso terapéutico con entusiasmo, una tarde no fue más.

Años después, nos encontramos en un centro de exámenes médicos. Luego de reconocerme y recordarme quién era -soy de corriente una persona de ingrata memoria-, me contó que trabajaba ahí desde hacía seis años y que estaba divorciada, que no tenía hijos, que quien era su esposo se había vuelto a casar, y que ahora ella vivía con su madre en un pequeño departamento. El sobrio uniforme de la empresa, había lanzado al olvido las breves prendas que solía usar, y en su mirada, coloreada de un imperceptible pastel, se reflejaba más que la chispa de la seducción algún cansancio. Luego de charlar un rato, en un repentino lance de confianza, me preguntó “¿De veras creíste entonces que mi esposo me pegaba y violaba? Ja ja ja… Eso nunca ocurrió. Yo sólo quería al doctorcito ese…”. Nos despedimos sin intercambiar teléfonos.

viernes, 19 de junio de 2009

Noche de San isidro

Anatolio se llama, y vive de un buen hato de vacas en un alejado pueblo de la sierra sur del Perú. Tiene dos mujeres que no pueden verse, que se odian. Y no es casual que las tenga. Anatolio no soportaba que su mujer, la primera, con la que se casó 10 años atrás, y que le ha dado siete hijos, se pasara con el período más de cuatro días; tuvo que buscar otra mujer. Porque Anatolio no se puede pasar mucho rato sin mujer, y mucho rato para él eran los 4 días que su mujer le pedía perdón y se arrinconaba esperando que la naturaleza terminara de desperdiciar hematíes obligándola a usar paños y demasiada ropa interior. La otra mujer es muy joven y, claro, no es inmune a la fertilidad, y tiene también períodos, e hijos. Le ha dado ya cuatro al buen Anatolio. Pero, en lo que él considera una gracia de Dios, no coincide con su mujer, es decir con la primera, en las fechas de veda.
Anatolio no lleva una vida ejemplar; no sólo tiene dos mujeres –las que no se pueden ver-: ha buscado siempre a otras por ahí. De esas otras tiene tres hijos más, uno en una comadre cuyo marido cree ser el padre, otro en la maestra de sus hijos mayores, que cada vez que puede repite mintiendo que es lo único que atinó a dejarle un novio que se fue a Lima, y una mujercita con la madre soltera de un amiguito de su hijo menor.
Anatolio brinda conmigo por San Isidro Labrador. Hemos tomado desde las seis de la tarde, son las 11 de la noche y la procesión está por entrar el templo; la temperatura en la calle debe frisar los cero grados. De rato en rato, atraviesan fugazmente la ventana los relámpagos de las bombardas. Decidimos irnos. Anatolio me pide permiso y, como quien va al baño, se da tiempo para arrinconar en la trastienda a la buena Justina, hija del dueño de la bodega que nos ha cobijado del hielo y proveído amablemente el cañazo que hace rato surca feliz nuestro torrente sanguíneo. Luego de un rato, en el que aprovecho para jugar atizando el fogón y devorar unas lonjas de jamón, él regresa muy tranquilo. Detrás, enrojecida y sudorosa, Justina le sigue acomodándose el cabello y sin alzar la mirada. Salimos.
Veo bien a Anatolio. Es casi un enano; anda a grandes trancos y elevando las recortadas piernas mientras saluda a todos los que con nosotros llenan la embarrada rúa del pueblo. Bajo el sombrero de fieltro lleva una enorme cabeza de forma cúbica, de la que salen poco las orejas. Tiene amplias las espaldas, cortos los brazos y las manos arreciadas en la medida exacta que manda mantener el ganado en orden. En su cara, abotagada por el alcohol, chispea un par de ojos verdes y, por corta y ancha la nariz se pierde entre las enrojecidas mejillas que levanta al sonreír.
En un momento, mientras el estallido de las bombardas ilumina casi sin respiro el cielo sobre las encharcadas calles, y casi llegamos al templo, escuchando mis pensamientos Anatolio se detiene y me atrae aparte con actitud confidente, como quien busca compartir un secreto.
"Justina quiere un hijo, ya es mayor dice… Pero creo que no puede, que en su chacra la semilla no prende”, hace un silencio, toma aire y suspira ruidosamente. “¿Sabes?, creo que ya no voy a verla" susurra. En su aliento escapan las moléculas de alcohol que su sangre va canjeando por oxígeno en la vibrante penumbra de sus pulmones. Vuelve a quedarse callado, el instantáneo fuego de una flor que se abre en el cielo, me permite ver que tiene los ojos cerrados. "¿Sabes?, nunca te enamores ni pienses mucho en una mujer. Si te hace pensar mucho, renuncia. Nada más. Yo le agradezco a Gumercinda Cajahuamán Páucar -nunca podré olvidar su nombre-, que tanto me hizo sufrir cuando a los diecisiete años me enamoré de ella. Desde que ella me rechazó y se mandó mudar de aquí, nunca más volví a enamorarme. Eso me hizo el que soy, eso me hizo fuerte y acostumbrarme a tomar mujeres casi a diario, quién sabe con rabia... Luego de un año en ese tren, ya no pude ser menos. Tú sabes que por aquí muchas mujeres quieren tener hijos, y poco les importa si luego se quedan solas… ¿Sabes?, si yo no estoy con una mujer, me pongo inquieto, y no puedo trabajar ni mandar ni nada”. Hace un nuevo silencio, me mira y sentencia: “Ya sabes: no te enamores…”. Caminamos abrazados sin esquivar ya los charcos, el barro.
San Isidro nos ha esperado para entrar al templo. Puedo ver que desde las andas nos sonríe.

viernes, 12 de junio de 2009

Falopio

-¿Y tu viejo nunca pensó en ponerte otro nombre? -en el ventanal, una apretada multitud se mueve imperceptiblemente hacia la imagen del “Cristo Moreno”. En la barra, el dueño del café contiene a duras penas la ansiedad; sólo las protestas de los veinte comensales que ocupamos sus mesas de mármol gris y alma de fierro forjado, le obligan a mantener el local abierto arriesgándose a que algunos de los miles que en la calle siguen la procesión se desborde contra sus ventanales. Los demás negocios de esa cuadra de la Avenida Manco Cápac están cerrados.
-No, mi viejo me contó que siempre tuvo muy claro el nombre que me pondría -Falopio mira con tristeza su taza de café mientras suspira y vuelve a su dolor.
-Lamento decirte que de lo que me hablas es sólo de una excusa -me atrevo a soltar mi opinión sabiendo que ya queda muy poco que pueda entristecerlo más, -un pretexto. Si ella sintiera realmente el amor que dice sentir por ti, no le importaría que te llamaras como sea. ¿Acaso tú eres ahora diferente porque ella sabe cómo te llamas?, ¿y ayer, que ella creía que sólo eras “Alberto”? -Me callo todavía asombrado del drama de juguete que abruma a mi compañero. Sin levantar la vista de su taza de café, él habla quedamente:
- Mi viejo era ginecólogo, por eso me bautizó “Falopio Alberto”, por las trompas de Falopio, tú sabes, en las que se realiza la fecundación del óvulo, un lugar privilegiado del cuerpo humano según él. Yo, por razones obvias oculté siempre este nombre, y me llamé con mi segundo nombre: Alberto. Ella dice que le avergonzaría, si llegamos a casarnos, que un cura dijera en el templo: “Alberto Falopio, ¿aceptas a María por esposa para amarla en la salud y enfermedad…?” -Falopio levanta la vista, sus ojos se ajustan con rabia: no he podido aguantar la risa, maldición. Atragantado de carcajadas, trato de explicarle que me parece realmente cómico que su novia -por lo menos hasta ayer- le haya detallado aquellos absurdos temores alrededor de su nombre. Le pido disculpas sinceramente, él parece comprender. Luego de un silencio, en el que he tratado con toda el alma de no imaginar a María martillando con su vocecita aniñada los oídos de Falopio con sus estúpidas proyecciones, él sigue: -Ella teme que todos se rían en la iglesia. Y a mí me parece que tiene un poco de razón…
- ¡Qué razón ni un carajo! ¡Mírala, ahí va! -Casi he gritado. En la gran mancha de color morado se destacan fácilmente aquellos que han ido a la procesión vistiendo otros colores, y María, a quien abraza un moreno muy alto, al que ella mira con más deseo que ternura, va de anaranjado. Falopio mira a la pareja hasta que, en el más largo minuto que he vivido, sale del marco de la ventana, entonces me mira, sonríe de medio lado y mece la cabeza en un interminable “si”. De pronto, levanta la mano y señala con dos dedos al tipo de la barra:
- ¡Tráeme un par de cervezas, hermano! ¡Que hoy Falopio celebra! ¡Qué carajo! -exclama riendo.

viernes, 5 de junio de 2009

Libre

La vida en un penal suele ser de lo más aburrida -me dijo sin dejar de observar el paso de los demás internos que iban y venían a la espera de sus visitas. -Yo tuve suerte ¿sabe? Porque una vez una vieja me denunció por violación. Pero no es por “violín” que estoy aquí, ¡sino ya me hubieran pasado por las armas, como se dice! Ja ja ja… -ríe de buen grado tirando muy atrás la cabeza, puedo ver que le quedan pocas muelas, que una pátina blanca tapiza su lengua. -Pero no me detuvieron porque la chica habló con los policías y les dijo llorando que yo no la había tocado sino que su mamá no me quería, y que por eso trataba de perjudicarme -hace un silencio, mira el suelo. -Estoy aquí por, como dicen, “robo agravado”, es decir que yo “cuadraba” borrachos, los bolsiqueaba por Alfonso Ugarte, la Plaza Castilla... Y un día no faltó uno que se envalentonó, claro, se puso macho por el trago, y lo corté. Yo nunca había tajado a nadie, ¿no ve que todos con una buena puteada, y enseñándoles bien la punta en la cara soltaban la poca plata que les quedaba? Pero este sabía algo más; según supe había sido policía. Y me guardaron. De eso hace 7 años -aunque la impavidez de su expresión se mantiene, de pronto su mirada se ha anegado, -7 años que me los he pasado aquí, aburrido, sin tener nada que hacer. Cada dos semanas viene un hermano mío a visitarme; él es el único que siempre ha cumplido con venir. Mi mujer, hasta que se murió, también venía, traía a mis hijas. Hasta que un día me harté y le dije que no, que no siguiera viniendo, que se fuera con otro, que se fuera del país, que se llevara a las niñas que estaban chiquitas y que pronto me olvidarían, que ella también se olvidara de mí… Y ella me hizo caso, ¡rapidito! Ja ja ja… -vuelve a reír tirando la cabeza hacia atrás. -Pero se murió la muy cojuda… la mató un camión. Mis hijas están con mi mamá. Ya están grandes… tienen 9 y 14 -vuelve al silencio, su mirada se dirige a los espirales erizados que coronan los muros del penal. -Alguien le dijo a mi hermano que mi mujer se lanzó al paso del camión, que quiso matarse, que lloraba mucho de tenerme en la canasta, que desde que dejó de venir se abandonó y empezó a disolverse, a deshacerse de a pocos, como si respirar cada día le robara la vida -de repente me mira de frente y alza un poco la voz: -Hay un interno nuevo en el pabellón ¿sabe? Un señor que parece respetable, que cada semana se cambia porque le traen ropa, y le paga a Fruko para que nadie se le acerque. Tiene plata para comprar todo lo que hay que comprar por acá, especialmente protección. Ha comprado un buen sitio; duerme solo. Cada miércoles su visita cumple con pagarle a Fruko. Sólo tiene un mes por acá, vamos a ver cuánto le dura. Lo digo porque antes ya he visto a un magnate así, del que un mal día su familia se cansó y lo abandonó, y los que eran sus matones quisieron cobrarle de todas maneras. El tipo quedo casi muerto. Según dicen, en el hospital su familia comprendió que él ya no podía volver, y pagó lo que no había querido pagar antes, pero para que se fugara. Conozco a un compadre suyo que está también por acá, por eso sé que ahora, cojo y tuerto como quedó, vive en Guayaquil y tiene negocios -la tarde transcurre en paz; contra los que muchos creen afuera, este penal ya no es tanto el pedazo de infierno que se supone, en el que los internos se enfrentan a muerte todo el tiempo, claro, tampoco es un club. -¿Sabe?, aprovechando que usted ha venido quisiera pedirle un favor. Como ya se habrá dado cuenta, estoy francamente aburrido por acá; la verdad, estoy harto. Y ya no aguanto el aburrimiento. Como usted sabe bien, mi causa no tiene buen horizonte: el abogado se ha olvidado de mí, mi familia ya casi no viene, no tengo nada aquí ni afuera, no tengo sentencia ni la tendré quién sabe hasta cuándo… Bueno, el hecho es que no me gusta dramatizar ni las mariconadas, pero le cuento que esta es la última conversación que tendremos -su mirada parece perdida en una distancia que sólo se extiende en la libertad de alma. -Yo no soy de los que hablan por hablar, y tampoco espero que nadie trate de convencerme de lo contrario; soy bien grande para saber lo que hago y por qué lo hago. Sólo quiero que sepa que para mí ha sido un gusto conocerlo, doctor. Usted es la única persona que he visto por aquí tratando de encontrar a quien ayudar; es una buena persona. Yo fui malo, y pagué, pero no voy a seguir pagando. Cuando vuelva a saber de mí, no sienta pena. Gracias.

En efecto, no aguantó más. A los dos días fue noticia: de los cuatro que habían fugado, él era el único al que no habian recapturado.