viernes, 19 de febrero de 2010

Mujer policía

Trujillo, mediodía cualquiera de la semana pasada. La mujer policía pitó señalando la vereda, obligando al taxista a estacionarse. Yo pregunté en voz alta, con fastidio: “¿Y ahora qué querrá ésta?”. Ella abrió la puerta del copiloto y se instaló a la vez que decía, señalando hacia adelante: “En el semáforo la detengo, amiguito… hazme el favor ¿si?”. El taxista volvió a la pista estirando el cuello, tratando de ver por encima de los demás autos, de localizar la presa; para asegurarse, preguntó:
- El carro blanco ¿no?
- Sí, el blanquito…- la policía, una chica de unos veinticinco años, de estatura baja, fornida, de pronto voltea y se dirige a mí con voz tranquila: -Disculpe, señor, sólo será un ratito, disculpe…- Me parece gracioso que en tan breve tiempo haya usado tantos diminutivos: “amiguito”, “blanquito”, “ratito”. La fugaz exposición de su rostro me permite notar que le adorna un bonito par de ojos, grandes y algo dormilones, que casi no está maquillada, y que ligeras marcas de un brote irresuelto de acné salpican sus mejillas.
- No se preocupe –le respondo solidariamente para arrepentirme al punto: la velocidad que empieza a imprimir el chofer, exagerada en la onda que dibuja para esquivar a otro coche, me enfrenta de repente a la inminencia del peligro y suelta la válvula de mi adrenalina. Rápidamente hemos cruzado el semáforo en el que se suponía que la persecución acabaría; el coche fugitivo zigzaguea con audacia en la avenida, ocupando alternadamente dos de los tres carriles, sorteando otros autos y exponiéndose a provocar un grave accidente; desde las veredas, la gente ve pasar con asombro la sorpresiva carrera. Al cruzar otra avenida, el auto blanco, un moderno modelo de ostentosa marca alemana, aminora brevemente la velocidad y queda al lado de nuestro taxi, la joven policía aprovecha para gritar a la conductora, una chica muy joven, mientras la señala con el dedo: “¡Estacione el auto! ¡Deténgase!”. La fugitiva, con el rostro tinto en furia y abriendo mucho la boca, le responde a gritos: “¡Loca! ¡Estás loca!” y acelera peligrosamente arrancando un largo chillido a la pista mientras deja la gran avenida en una cerrada curva. El taxista, algo retrasado tras una advertencia mía luego de que por poco rozáramos otro coche –en verdad un apagado grito de pánico-, ingresa en la transversal y acelera haciendo chirriar las llantas dramáticamente; es una calle tranquila y arbolada desde cuyas veredas un par de transeúntes mira con extrañeza la apurada entrada de los autos. Sólo un par de cuadras adelante, en las que hemos vuelto a acelerar, vemos que el coche fugitivo entra en el estacionamiento de un moderno edificio que ha abierto y cerrado su puerta levadiza sólo el instante necesario para el apurado ingreso. Nos estacionamos mientras la joven guardia de tránsito marca números en su teléfono celular y empieza a bajar del taxi. Al punto, la conductora fugitiva descorre una gran ventana del segundo piso y grita: “¡Tomba de mierda!, ¡qué te has creído! ¿Tú sabes quién es mi padre, ah?”. La joven policía, sin siquiera mirarla, habla por el teléfono móvil, hace coordinaciones, sin dejar de hablar, alza una mano y empieza a caminar hacia la esquina; en la bocacalle ha aparecido un patrullero. La joven mujer de la ventana, a quien secunda una señora mayor que podría ser su madre, sigue escandalizando con frases como: “¡Vas a ver, carajo, cómo te vas a pasar la vida barriendo la comisería! ¡No sabes con quién te has metido! ¡Mi padre es del partido y a mí no me vas a joder!”. Por momentos, la que parece su madre, complementa los improperios: “¡Chola ignorante! ¡Qué te has creído! ¡Ustedes deberían saber quiénes somos y no meterse en problemas!”. Convocado por la gritería, un grupo de vecinos empieza a juntarse en la vereda del frente. La agente, siempre sin levantar la vista hacia la ventana desde donde no paran de insultarla, conversa seriamente con un oficial que ha bajado del patrullero. Ruidosamente, raspando el aire con una sinfonía de fierros y cadenazos, ingresa en la calle una vieja grúa que lleva en las puertas el escudo de la policía. En la ventana se hace un breve silencio, las mujeres se miran y murmuran, al cabo la más joven vuelve a los gritos: “¡Ni pienses que vas a llevarte mi carro, chola de mierda! ¡Ya te cagaste, carajo!”.

- ¿De quién será hija esta lindura?- le pregunto al taxista. Sin apartar la vista de la escena, me responde:
- Creo que la flaca es la hija de un regidor... Pero creo que va a patinar, yo conozco a la tombita, estudia Derecho en la universidad, y aquí es una de las más destacadas de la fuerza; no creo que pierda tan fácilmente-. Atendiendo a uno de los espejos retrovisores, de pronto exclama: -¡Uy, carajo!, creo que se jodio la flaca…
- ¿Qué pasa?
- ¿No ve? ¡La televisión, las cámaras!- en efecto, de un taxi se apea, micrófono en mano, un joven reportero de impecable terno marrón y corbata de diagonales, le sigue un tipo muy alto que rápidamente carga una cámara sobre su hombro y apunta a la ventana en la que todavía, aunque callada sigue la muchacha. En la entrada del edificio, el portero, un hombre de unos sesenta años, habla con maneras suaves y gesto contrito con el oficial de policía. A paso lento, la mujer policía se acerca a nosotros; me apresuro a bajar del coche como un gesto de deferencia, para que no tenga que hablarme desde la ventanilla del taxi, ella sonríe suavemente:
- Disculpen por todo, gracias- inclinándose para hablar a través de la ventanilla, se dirige al taxista que no se ha movido de su asiento: -Gracias, amiguito, ya no tienen que quedarse…-. Como tratando de justificarse, vuelve a dirigirse a mí: -Gracias, señor, por su tiempo. No es porque yo sea mujer pero déjeme decirle que es bien raro que una mujer reaccione así, que arme una persecución y todo este alboroto. Ahora con el nuevo código de tránsito, se le han juntado varios problemas- agrega mientras me extiende seriamente la mano derecha.
- En ese caso, ¿va a pedir un examen toxicológico? –pregunto de acuerdo con su resumido manifiesto feminista y sospechando que “la flaca”, como le llama el taxista, podría haber actuado así gracias a la influencia de alguna sustancia.
- Mmm… No es mala idea, gracias, señor.
- No se preocupe, no ha sido nada, señorita- correspondiendo a sus formales maneras, me despido dándole nuevamente la mano, y vuelvo a instalarme en el carro. Mientras nos alejamos de la escena, avanzando lentamente entre la maleza de curiosos que ya va desbordando las veredas, vuelvo la vista hacia la ventana del segundo piso desde la que hace pocos minutos unas mujeres ventilaban su más auténtica miseria moral, y sonrío viendo que ahora la ciega una pesada cortina. Desde la esquina, el espejo retrovisor me regala la visión de la puerta levadiza del estacionamiento abierta, dando paso a la ruidosa grúa.