- ¿La violaste? –Peter ha amanecido esposado a la única cama del ambulatorio del pueblo, le duelen la cabeza y el pecho, no puede abrir el ojo izquierdo, y no siente los labios; la voz del policía, que le llega lejana, como salida de un receptor de radio, insiste mientras le quita las esposas: -Ahora los padres dicen que no la violaste, que no violaste a la niña; dime tú: ¿la violaste?
-Nunca he tocado a esa niña ni a otra, sólo la saludé –responde Peter con dificultad, los muchos dolores que en cada movimiento se encienden en su cuerpo y unas profundas ganas de dormir, le quitan la voluntad de defenderse. Sin embargo, luego de ver pasar a la única enfermera, y mentirle que ya se siente mejor, sigue: -La madre es una salvaje que a gritos y golpes ha convencido a la niña para que me acuse. El padre parece haber comprendido y sólo busca ahora que yo no los denuncie por la golpiza que me han dado…
-Eso es lo que a mí me parece; ahora el comisario ha optado por escuchar el testimonio de la niña a solas, bueno, en la presencia de la asistenta social de la mina, una profesora del colegio, y una mujer policía que casualmente está por acá visitando a su marido y que algo parece saber de estos casos; el comisario quiere ahorrarle a los padres el viaje a la ciudad y a la niña la revisión del médico legista. Yo he visto el acta: la niña dice que ella no te conoce, que sólo te ve al volver del colegio, y que la saludas, y ella te responde… Y que tiene miedo de lo que su madre le haga si no dice que usted la ha violado…
Peter recuerda a la niña, su sonrisa de aquella tarde; en el contraste que el sol rotundo de la sierra impone en el paisaje, ella deja de pronto la tinta de unas sombras para resplandecer ante él con su sencilla pobreza y sus once años que parecen sólo ocho, la madre la sigue a pocos pasos, en cada mano lleva una hija más, un par de gemelas de unos cuatro años. Frente a la puerta de Peter, la niña se frena y ladea la cabeza con gracia, el viento eleva de repente una de sus trenzas, entonces canjean sonrisas y un saludo: “¡Hola!”. Peter vuelve a escuchar a la madre, su tono áspero, descontrolado: “¡¿Por qué saludas mi hija ah?!!!, ¿qué te pasa, ah?, ¿por qué miras, ah?”. Y recuerda que entonces, tras modelar su profunda extrañeza con gestos, y su rechazo con una fría mirada a los ojos de aquella iracunda mujer, sólo decidió regresar a su cuarto y cerrar la puerta, y que detrás de ella, en la soleada calle, los gritos siguieron por un rato; luego llegó el silencio. Aunque aquel era el silencio que antecede a las tormentas, para Peter sólo fue la paz farsante que la ausencia de ruido suele transmitir. Al salir, lo esperaban. La madre sacudía a la niña gritando: “¡¿Te ha violau?! ¡Habla!!!, ¿Cuándo, dónde?” desesperada, destempladamente. Peter yacía en el suelo, sangrando: sorpresivamente, el padre de la niña lo había golpeado en la cabeza con un garrote. Pronto, los demás comuneros que acompañaban a la pareja, unos ocho o diez, empezaron a patearlo y darle de palos mientras él, ovillado en el suelo no llegaba a levantarse. Luego de un rato, se hizo el silencio, la mujer zamarreó a la niña delante de Peter, y volvió a gritarle mientras le lanzaba manazos a la cara, a la cabeza: “¡¿Te ha violau, ah?!!!”. La niña, la dulce cara empapada, enrojecida por las cachetadas, toda lágrimas, cabellos, mocos, sin mirar a Peter movió fatalmente la pequeña cabeza de arriba a abajo; él no podía creerlo. A poco, fue el padre de la niña el que yacía en el suelo junto con un par de comuneros que se tomaban con ambas manos las entrepiernas y gemían quedamente en una nube de polvo; Peter, sacudiéndose la sorpresa, los pillaba ahora con rápidos quites y certeros golpes que revelaban su conocimiento de alguna técnica de defensa personal. “¡Ella tiene miedo que la golpees, salvaje!!! ¡Yo jamás la he tocado!” gritó antes de empezar a aguantar nuevamente el linchamiento; otros comuneros se habían unido al cargamontón cuyo lema era “¡La ha violau!”; Peter no pudo contra todos.
-Ingeniero, tengo la impresión de que aquí hay algo más –el comisario sonríe tratando de consolar a Peter; a través de la gran ventana que divide en recuadros la vista del patio de la comisaría, el sol entra a raudales, en la pequeña oficina sólo hay un escritorio y un par de sillas; el escudo nacional, escoltado por repisas con trofeos, decora una pared.
- ¿Algo más?, ¿y a mí eso me importa? –Peter luce los ojos morados, una enorme sutura en la sien izquierda, y lleva un brazo en cabestrillo, además, bajo la camisa una ajustada venda rodea su tórax tratando de recuperar la forma de las estrujadas costillas. -¡Y ahora el marido de aquella mujer quiere hablarme, pedirme disculpas! No entiendo nada… Igual, voy a denunciarlos, comisario.
- Está en todo su derecho, ingeniero, pero, como le digo, me parece que en el fondo de este asunto, esta familia tiene algo raro; aquí son muy celosos con los que vienen de afuera, con sus hijas pequeñas, pero es raro que se retracten, ¿no cree? Igual, podrían haberlo matado y no lo hicieron…
Pronto, el marido, de nombre Estiven, da la razón al comisario; mientras desde el borde de una mesa en la única cantina del pueblo, ofrece a Peter una botella de cerveza, y termina de adularlo por sus dotes para la pelea, confiesa:
- A mi mujer su papá la violó, ¿entiendes, inginiero? Ella tenía nueve años, y su mamá nada quiso decir. Su hermano le contó a una profesora y ella le mandó policías al viejo; cuando salió de la comisería, porque negó todo y lo enredó acusando a su mujer, se mandó mudar, y nadie supo más de él. Pero el daño a la niña ya estaba hecho… Y fíjate que nosotros sólo hemos tenido tres niñas, qué mala suerte, ¿no? –luego de un silencio que permite escuchar el rumor del viento que levanta nubes de polvo en el medio de la calle principal del pueblo, Estiven, bajando un poco la voz, sigue: -Si supieras, inginiero, que yo no duermo en mi casa; ¡sólo a comer voy!, ¡sí!, ¿no me lo crees?, ¡con mi viejo vivo!!!- Estiven no sonríe, mira fijamente a Peter, levanta el vaso de cerveza y apura su contenido de un sorbo. –Mi mujer no me deja quedar a dormir, ¿no ves que sólo dos camas tenemos, inginiero?
- Pues en una pueden dormir tú y tu mujer, y en la otra las tres niñas, que bien pequeñas son ¿no?
- Así le violó su papá a mi mujer… Cuando su mamá dormía, se metió en la cama de ella -en el silencio que vuelve, usando sólo el brazo sano Peter se sirve otro vaso de cerveza; teme que Estiven entre en detalles, y se prepara para pedirle que se calle. Pero el comunero tiene otros intereses; en tono de súplica, sorprende a Peter: -¡No denuncies pues, inginiero…! ¿No comprendes? Mi mujer media loca es, tocada está con eso de la violación…
- Sí tú sabías todo ello, y que tu mujer estaba equivocada, ¡¿por qué carajo me atacaste, idiota?!
- Sí, pues… -Estiven ríe sin atreverse a reclamar el insulto de Peter. -¡Pero qué bien que mechas, inginiero! ¡Mi compadre recién ha vuelto de la posta! ¡Las bolas como zapallos le has dejado! Ja ja ja…
La noche los alcanzó en las mismas sillas. Tras una caja de cerveza y un par de botellas de cañazo, Estiven dejó a Peter en su cuarto y enrumbó a la casa de su padre. Antes pasó por su propia casa, aquella en la que no puede dormir, y le anunció a su mujer que Peter no los denunciaría.
-Nunca he tocado a esa niña ni a otra, sólo la saludé –responde Peter con dificultad, los muchos dolores que en cada movimiento se encienden en su cuerpo y unas profundas ganas de dormir, le quitan la voluntad de defenderse. Sin embargo, luego de ver pasar a la única enfermera, y mentirle que ya se siente mejor, sigue: -La madre es una salvaje que a gritos y golpes ha convencido a la niña para que me acuse. El padre parece haber comprendido y sólo busca ahora que yo no los denuncie por la golpiza que me han dado…
-Eso es lo que a mí me parece; ahora el comisario ha optado por escuchar el testimonio de la niña a solas, bueno, en la presencia de la asistenta social de la mina, una profesora del colegio, y una mujer policía que casualmente está por acá visitando a su marido y que algo parece saber de estos casos; el comisario quiere ahorrarle a los padres el viaje a la ciudad y a la niña la revisión del médico legista. Yo he visto el acta: la niña dice que ella no te conoce, que sólo te ve al volver del colegio, y que la saludas, y ella te responde… Y que tiene miedo de lo que su madre le haga si no dice que usted la ha violado…
Peter recuerda a la niña, su sonrisa de aquella tarde; en el contraste que el sol rotundo de la sierra impone en el paisaje, ella deja de pronto la tinta de unas sombras para resplandecer ante él con su sencilla pobreza y sus once años que parecen sólo ocho, la madre la sigue a pocos pasos, en cada mano lleva una hija más, un par de gemelas de unos cuatro años. Frente a la puerta de Peter, la niña se frena y ladea la cabeza con gracia, el viento eleva de repente una de sus trenzas, entonces canjean sonrisas y un saludo: “¡Hola!”. Peter vuelve a escuchar a la madre, su tono áspero, descontrolado: “¡¿Por qué saludas mi hija ah?!!!, ¿qué te pasa, ah?, ¿por qué miras, ah?”. Y recuerda que entonces, tras modelar su profunda extrañeza con gestos, y su rechazo con una fría mirada a los ojos de aquella iracunda mujer, sólo decidió regresar a su cuarto y cerrar la puerta, y que detrás de ella, en la soleada calle, los gritos siguieron por un rato; luego llegó el silencio. Aunque aquel era el silencio que antecede a las tormentas, para Peter sólo fue la paz farsante que la ausencia de ruido suele transmitir. Al salir, lo esperaban. La madre sacudía a la niña gritando: “¡¿Te ha violau?! ¡Habla!!!, ¿Cuándo, dónde?” desesperada, destempladamente. Peter yacía en el suelo, sangrando: sorpresivamente, el padre de la niña lo había golpeado en la cabeza con un garrote. Pronto, los demás comuneros que acompañaban a la pareja, unos ocho o diez, empezaron a patearlo y darle de palos mientras él, ovillado en el suelo no llegaba a levantarse. Luego de un rato, se hizo el silencio, la mujer zamarreó a la niña delante de Peter, y volvió a gritarle mientras le lanzaba manazos a la cara, a la cabeza: “¡¿Te ha violau, ah?!!!”. La niña, la dulce cara empapada, enrojecida por las cachetadas, toda lágrimas, cabellos, mocos, sin mirar a Peter movió fatalmente la pequeña cabeza de arriba a abajo; él no podía creerlo. A poco, fue el padre de la niña el que yacía en el suelo junto con un par de comuneros que se tomaban con ambas manos las entrepiernas y gemían quedamente en una nube de polvo; Peter, sacudiéndose la sorpresa, los pillaba ahora con rápidos quites y certeros golpes que revelaban su conocimiento de alguna técnica de defensa personal. “¡Ella tiene miedo que la golpees, salvaje!!! ¡Yo jamás la he tocado!” gritó antes de empezar a aguantar nuevamente el linchamiento; otros comuneros se habían unido al cargamontón cuyo lema era “¡La ha violau!”; Peter no pudo contra todos.
-Ingeniero, tengo la impresión de que aquí hay algo más –el comisario sonríe tratando de consolar a Peter; a través de la gran ventana que divide en recuadros la vista del patio de la comisaría, el sol entra a raudales, en la pequeña oficina sólo hay un escritorio y un par de sillas; el escudo nacional, escoltado por repisas con trofeos, decora una pared.
- ¿Algo más?, ¿y a mí eso me importa? –Peter luce los ojos morados, una enorme sutura en la sien izquierda, y lleva un brazo en cabestrillo, además, bajo la camisa una ajustada venda rodea su tórax tratando de recuperar la forma de las estrujadas costillas. -¡Y ahora el marido de aquella mujer quiere hablarme, pedirme disculpas! No entiendo nada… Igual, voy a denunciarlos, comisario.
- Está en todo su derecho, ingeniero, pero, como le digo, me parece que en el fondo de este asunto, esta familia tiene algo raro; aquí son muy celosos con los que vienen de afuera, con sus hijas pequeñas, pero es raro que se retracten, ¿no cree? Igual, podrían haberlo matado y no lo hicieron…
Pronto, el marido, de nombre Estiven, da la razón al comisario; mientras desde el borde de una mesa en la única cantina del pueblo, ofrece a Peter una botella de cerveza, y termina de adularlo por sus dotes para la pelea, confiesa:
- A mi mujer su papá la violó, ¿entiendes, inginiero? Ella tenía nueve años, y su mamá nada quiso decir. Su hermano le contó a una profesora y ella le mandó policías al viejo; cuando salió de la comisería, porque negó todo y lo enredó acusando a su mujer, se mandó mudar, y nadie supo más de él. Pero el daño a la niña ya estaba hecho… Y fíjate que nosotros sólo hemos tenido tres niñas, qué mala suerte, ¿no? –luego de un silencio que permite escuchar el rumor del viento que levanta nubes de polvo en el medio de la calle principal del pueblo, Estiven, bajando un poco la voz, sigue: -Si supieras, inginiero, que yo no duermo en mi casa; ¡sólo a comer voy!, ¡sí!, ¿no me lo crees?, ¡con mi viejo vivo!!!- Estiven no sonríe, mira fijamente a Peter, levanta el vaso de cerveza y apura su contenido de un sorbo. –Mi mujer no me deja quedar a dormir, ¿no ves que sólo dos camas tenemos, inginiero?
- Pues en una pueden dormir tú y tu mujer, y en la otra las tres niñas, que bien pequeñas son ¿no?
- Así le violó su papá a mi mujer… Cuando su mamá dormía, se metió en la cama de ella -en el silencio que vuelve, usando sólo el brazo sano Peter se sirve otro vaso de cerveza; teme que Estiven entre en detalles, y se prepara para pedirle que se calle. Pero el comunero tiene otros intereses; en tono de súplica, sorprende a Peter: -¡No denuncies pues, inginiero…! ¿No comprendes? Mi mujer media loca es, tocada está con eso de la violación…
- Sí tú sabías todo ello, y que tu mujer estaba equivocada, ¡¿por qué carajo me atacaste, idiota?!
- Sí, pues… -Estiven ríe sin atreverse a reclamar el insulto de Peter. -¡Pero qué bien que mechas, inginiero! ¡Mi compadre recién ha vuelto de la posta! ¡Las bolas como zapallos le has dejado! Ja ja ja…
La noche los alcanzó en las mismas sillas. Tras una caja de cerveza y un par de botellas de cañazo, Estiven dejó a Peter en su cuarto y enrumbó a la casa de su padre. Antes pasó por su propia casa, aquella en la que no puede dormir, y le anunció a su mujer que Peter no los denunciaría.