- Mira… ¿no has pensado en cambiar de carrera? –las palabras del profesor nos dejaron helados. María Isabel se apoyó lentamente en el respaldar de la carpeta; hasta entonces había escuchado los comentarios de los demás muy inclinada hacia adelante, en una pose que aparentaba gran interés. El profesor siguió mirándola sin recoger la leve sonrisa de compasión que le había ofrecido desde que ella empezara el resumen de la sesión de apertura con su primer paciente. La tarde parecía haberse detenido en la línea de ventanas que miraba hacia los descuidados jardines del pabellón infantil. Cuando el silencio ya me parecía insoportable, el profesor volvió a hablar:
- Los pacientes no tienen por qué “caer bien” a nadie; están enfermos… –Volvió a callarse como para dar tiempo a que todos comprendiéramos bien lo que acababa de decir, suspiró y siguió sin dejar la sonrisa: -¿Cuál es el diagnóstico de tu paciente?
- Alcoholismo –María Isabel miraba ahora desafiante al profesor, se había tomado las manos y empezaba a estirar y torcer la boca nerviosamente. De pronto, su voz, muy alta contra el tono suave, mesurado que había usado el profesor, pareció reventar palabras en el aire: –¡Y creo que tengo derecho a expresar mis sentimientos! ¿no? ¡Si no me cae bien alguien pues lo digo! ¿no? –buscando solidaridad, paseó la mirada por el círculo de carpetas, esperando quizá que uno de nosotros asintiera con la cabeza y le diera la razón. Confieso que en aquel momento María Isabel me dio pena, sus frases de niña engreída, su permanente desconexión de los estudios, en la universidad o el hospital; sus comentarios sobre sus muchos viajes o sobre la ropa de moda, sus gestos infantiles, me llegaron a parecer sólo anécdotas que todos debíamos perdonar. Recuerdo que entonces quise pararme y abrazarla.
- Nadie te niega ese derecho –dijo lentamente el profesor volviendo a posar su mirada en el rostro de María Isabel que rápidamente se había decolorado; -por el contrario, celebro que seas tan directa, y por eso he querido ser directo contigo. Si tu paciente no te cae bien, no vamos a cambiarte de paciente… Es más: como te digo, creo que estás equivocada en cuanto a la misión que los especialistas en salud mental tenemos hacia los pacientes. Nadie cuestiona tus derechos, pero tu paciente tiene también derecho a ser tratado con respeto.
- ¡Pero yo no le he faltado el respeto! –casi chilló ella.
- Los pacientes no están aquí para ser juzgados; cualquier cosa que tú hagas que no corresponda con el diagnóstico o el tratamiento de su mal, es una falta de respeto. Si tú te distraes calificando su forma de hablarte o de hacerte conocer sus problemas, no estás haciendo un trabajo científico; sólo pierdes el tiempo. Y eso es una falta de respeto.
- No me parece –dijo ella levantando mucho la barbilla y mirando fijamente al profesor. Los demás ya habíamos empezado a intercambiar miradas y gestos de ansiedad y asombro. El profesor, estimulado por la nueva munición que sin saber María Isabel le proporcionaba, sonrió y volvió a disparar:
- Ese es el problema precisamente –carraspeó y acomodó los papeles que tenía sobre la estrecha mesa de la carpeta. –Ese es el problema pues no se trata de lo que a ti te parece. No puedes venir a resumir tu primera sesión diciendo tranquilamente que el paciente “no te cae” –puso las comillas rascando el aire con los dedos índice y medio de cada mano, -y que quieres saber si puedo cambiártelo por otro –en ese momento pensé que el profesor podría haber exagerado el tono para ridiculizar a María Isabel, y no lo había hecho; en verdad quería ayudarla. -Quisiera tomar esto como consecuencia de tu inexperiencia, pero veo que no es así. Aquí, todos han tratado de ser muy responsables con los pacientes que se les ha asignado hoy; salvo tú, todos han tratado de desarrollar esta primera sesión comprometidamente, tratando de lograr empatía, y de recabar la información que necesitan del paciente. Y creo que no entiendes la misión que tenemos acá, la mística de seguir una profesión humanista… -Tres toques en la puerta del salón nos sacaron de pronto del aire electrizado que llenaba la habitación. Las ventanas enmarcaban fotografías de la tarde en las que los jardines del pabellón infantil ya no podían secarse más. Una enfermera abrió la puerta, asomó la cabeza y pidió disculpas al profesor:
- Perdón, doctor, ¿podría venir un momentito? –el profesor, siempre sonriendo, se levantó y salió. El ruido de la puerta al cerrarse accionó un extraño mecanismo que a todos nos puso a conversar. Sobre nuestras voces, pude escuchar a María Isabel: “¡Qué se ha creído este cojudo! ¿Que me voy a cambiar de carrera porque él lo dice? ¡A mí no me cae pues el paciente!”. Sus amigas más cercanas empezaron a mostrarle tímidamente cierta solidaridad. De repente, el profesor abrió la puerta e ingresó, tras de él arrastraba los pies calzados con chinelas un hombre pequeño que, bajo la bata entreabierta llevaba un pijama a rayas. La enfermera venía detrás de los dos. El trío quedó de pie fuera del círculo de carpetas; con una seña, el profesor indicó al hombre en pijama que podía hablar:
- Muy buenas tardes, tengan a todos ustedes doctores. Agradezco al doctorcito que me ha dejado venir a hablar con la doctora María Isabel. Doctora… –hizo entonces una graciosa inclinación con la cabeza. Todos miramos a María Isabel, ella ladeó la cabeza sin comprender cabalmente lo que estaba pasando ni por qué los ojos se le llenaban rápidamente de lágrimas. El paciente se tomó las manos nerviosamente y siguió: -Yo sólo quería venir un ratito a agradecerle a la doctorcita su paciencia que ha tenido para escucharme. Yo he descubierto en estos meses que llevo internado, lejos de mis hijos y mi mujer, que hablando se solucionan muchos problemas, porque siempre puedes encontrar a alguien que te escuche y te quiera ayudar… Gracias, doctorcita. Eso es todo –el profesor, moviendo sólo la cabeza, le indicó que ya podía retirarse; seguido de la enfermera, el paciente, un hombre moreno que parecía tener unos 50 años, se retiró con el mismo paso arrastrado. María Isabel sonreía nerviosamente mientras las lágrimas caían imparablemente de sus ojos. Al volver el profesor, e instalarse en su carpeta, ella se puso de pie, un pañuelo de papel le había ayudado a recuperar en algo la compostura. Cuando todos esperábamos escucharla desafiar al profesor, envalentonada por la evidencia de haber hecho un buen trabajo con el paciente, de haber logrado la vital empatía, sólo le escuchamos suspirar a media voz:
- Aquel señor sólo quería alguien que le escuchara, creo que es la primera necesidad de todos aquí; él no se fijó en mí ni en que yo me sentía aburrida escuchándole. Él sólo valora que estuve escuchándolo hablar de su familia y sus borracheras por una hora. Él se equivoca, no tendría nada que agradecerme. Y yo también estaba equivocada. No podría seguir con esto.
María Isabel estudió educación inicial. Hace poco celebró el aniversario 20 de su Nido, una institución que ha sido reconocida muchas veces por su altísima calidad educativa. Buen final.
- Los pacientes no tienen por qué “caer bien” a nadie; están enfermos… –Volvió a callarse como para dar tiempo a que todos comprendiéramos bien lo que acababa de decir, suspiró y siguió sin dejar la sonrisa: -¿Cuál es el diagnóstico de tu paciente?
- Alcoholismo –María Isabel miraba ahora desafiante al profesor, se había tomado las manos y empezaba a estirar y torcer la boca nerviosamente. De pronto, su voz, muy alta contra el tono suave, mesurado que había usado el profesor, pareció reventar palabras en el aire: –¡Y creo que tengo derecho a expresar mis sentimientos! ¿no? ¡Si no me cae bien alguien pues lo digo! ¿no? –buscando solidaridad, paseó la mirada por el círculo de carpetas, esperando quizá que uno de nosotros asintiera con la cabeza y le diera la razón. Confieso que en aquel momento María Isabel me dio pena, sus frases de niña engreída, su permanente desconexión de los estudios, en la universidad o el hospital; sus comentarios sobre sus muchos viajes o sobre la ropa de moda, sus gestos infantiles, me llegaron a parecer sólo anécdotas que todos debíamos perdonar. Recuerdo que entonces quise pararme y abrazarla.
- Nadie te niega ese derecho –dijo lentamente el profesor volviendo a posar su mirada en el rostro de María Isabel que rápidamente se había decolorado; -por el contrario, celebro que seas tan directa, y por eso he querido ser directo contigo. Si tu paciente no te cae bien, no vamos a cambiarte de paciente… Es más: como te digo, creo que estás equivocada en cuanto a la misión que los especialistas en salud mental tenemos hacia los pacientes. Nadie cuestiona tus derechos, pero tu paciente tiene también derecho a ser tratado con respeto.
- ¡Pero yo no le he faltado el respeto! –casi chilló ella.
- Los pacientes no están aquí para ser juzgados; cualquier cosa que tú hagas que no corresponda con el diagnóstico o el tratamiento de su mal, es una falta de respeto. Si tú te distraes calificando su forma de hablarte o de hacerte conocer sus problemas, no estás haciendo un trabajo científico; sólo pierdes el tiempo. Y eso es una falta de respeto.
- No me parece –dijo ella levantando mucho la barbilla y mirando fijamente al profesor. Los demás ya habíamos empezado a intercambiar miradas y gestos de ansiedad y asombro. El profesor, estimulado por la nueva munición que sin saber María Isabel le proporcionaba, sonrió y volvió a disparar:
- Ese es el problema precisamente –carraspeó y acomodó los papeles que tenía sobre la estrecha mesa de la carpeta. –Ese es el problema pues no se trata de lo que a ti te parece. No puedes venir a resumir tu primera sesión diciendo tranquilamente que el paciente “no te cae” –puso las comillas rascando el aire con los dedos índice y medio de cada mano, -y que quieres saber si puedo cambiártelo por otro –en ese momento pensé que el profesor podría haber exagerado el tono para ridiculizar a María Isabel, y no lo había hecho; en verdad quería ayudarla. -Quisiera tomar esto como consecuencia de tu inexperiencia, pero veo que no es así. Aquí, todos han tratado de ser muy responsables con los pacientes que se les ha asignado hoy; salvo tú, todos han tratado de desarrollar esta primera sesión comprometidamente, tratando de lograr empatía, y de recabar la información que necesitan del paciente. Y creo que no entiendes la misión que tenemos acá, la mística de seguir una profesión humanista… -Tres toques en la puerta del salón nos sacaron de pronto del aire electrizado que llenaba la habitación. Las ventanas enmarcaban fotografías de la tarde en las que los jardines del pabellón infantil ya no podían secarse más. Una enfermera abrió la puerta, asomó la cabeza y pidió disculpas al profesor:
- Perdón, doctor, ¿podría venir un momentito? –el profesor, siempre sonriendo, se levantó y salió. El ruido de la puerta al cerrarse accionó un extraño mecanismo que a todos nos puso a conversar. Sobre nuestras voces, pude escuchar a María Isabel: “¡Qué se ha creído este cojudo! ¿Que me voy a cambiar de carrera porque él lo dice? ¡A mí no me cae pues el paciente!”. Sus amigas más cercanas empezaron a mostrarle tímidamente cierta solidaridad. De repente, el profesor abrió la puerta e ingresó, tras de él arrastraba los pies calzados con chinelas un hombre pequeño que, bajo la bata entreabierta llevaba un pijama a rayas. La enfermera venía detrás de los dos. El trío quedó de pie fuera del círculo de carpetas; con una seña, el profesor indicó al hombre en pijama que podía hablar:
- Muy buenas tardes, tengan a todos ustedes doctores. Agradezco al doctorcito que me ha dejado venir a hablar con la doctora María Isabel. Doctora… –hizo entonces una graciosa inclinación con la cabeza. Todos miramos a María Isabel, ella ladeó la cabeza sin comprender cabalmente lo que estaba pasando ni por qué los ojos se le llenaban rápidamente de lágrimas. El paciente se tomó las manos nerviosamente y siguió: -Yo sólo quería venir un ratito a agradecerle a la doctorcita su paciencia que ha tenido para escucharme. Yo he descubierto en estos meses que llevo internado, lejos de mis hijos y mi mujer, que hablando se solucionan muchos problemas, porque siempre puedes encontrar a alguien que te escuche y te quiera ayudar… Gracias, doctorcita. Eso es todo –el profesor, moviendo sólo la cabeza, le indicó que ya podía retirarse; seguido de la enfermera, el paciente, un hombre moreno que parecía tener unos 50 años, se retiró con el mismo paso arrastrado. María Isabel sonreía nerviosamente mientras las lágrimas caían imparablemente de sus ojos. Al volver el profesor, e instalarse en su carpeta, ella se puso de pie, un pañuelo de papel le había ayudado a recuperar en algo la compostura. Cuando todos esperábamos escucharla desafiar al profesor, envalentonada por la evidencia de haber hecho un buen trabajo con el paciente, de haber logrado la vital empatía, sólo le escuchamos suspirar a media voz:
- Aquel señor sólo quería alguien que le escuchara, creo que es la primera necesidad de todos aquí; él no se fijó en mí ni en que yo me sentía aburrida escuchándole. Él sólo valora que estuve escuchándolo hablar de su familia y sus borracheras por una hora. Él se equivoca, no tendría nada que agradecerme. Y yo también estaba equivocada. No podría seguir con esto.
María Isabel estudió educación inicial. Hace poco celebró el aniversario 20 de su Nido, una institución que ha sido reconocida muchas veces por su altísima calidad educativa. Buen final.