¿Escapará mi flor? Imposible, se dijo sonriendo. ¿Podrá alguien rescatarla? ¿Oír acaso su angustiada voz pidiendo libertad, voceando su inocencia? Imposible, las plantas no emiten sonido alguno, pensó complacida, racional. ¿No merece acaso mi jardín conservar la flor más bella? Por supuesto, dijo en voz alta, haciendo voltear a una pareja que cruzaba el frente, y que la pensó loca. Cuando la lluvia empezó, ella creyó que la rosa lloraba. Aun así, no se inmutó: tomo los barrotes mojados y probó una vez más su fortaleza.
jueves, 26 de junio de 2008
jueves, 19 de junio de 2008
"Corazón" y "cálculo"
Afrontamos los retos, las consuetudinarias responsabilidades, las tareas, desde uno de dos recursos a los que llamo “corazón” y “cálculo”. Dos fuerzas que, en tanto antagónicas, de naturaleza opuesta, le dan estilos distintos a nuestra forma de salir al frente de los desafíos que la vida suele ponernos. Estas fuerzas opuestas son además, paradójicamente, complementarias; indispensables ambas, juntas.
Tenemos “corazón” cuando enfrentamos las tareas con entusiasmo, con ímpetu, apasionadamente, cuando nos atrevemos. El “corazón” está referido a los impulsos, a la adrenalina, a la acción que requerimos para asumir una tarea planeada, un trabajo, con ganas; un reto con el impulso que nos asegura el éxito. En él nace la impulsividad, el primer golpe que inicia una pelea, la arrebatada desidia que termina en un embarazo no deseado, el portazo que inaugura una independencia, el discurso incendiario que encumbra a un líder, la ofensa que no se quiso decir, y buena parte de los suicidios. El “corazón” (también suelo llamarle “las tripas”) tiene que ver con lo inmediato, lo visceral, lo físico, con la energía, y con lo subjetivo; con los buenos presentimientos, con la esperanza, con “perder la cabeza”, con el movimiento, con el optimismo, con el “sí se puede”, con la espontaneidad, la creatividad, con la actitud mental positiva y terca que todos requerimos para enfrentar cualquier tarea como un desafío a nuestra capacidad, y para triunfar. El “corazón” nos manda a la batalla armados con el indispensable coraje, con entusiasmo (que, no en vano la lista de sinónimos de Word equipara con “locura”). Sin corazón no hay éxito. No lo olvide el generoso lector.
En el otro extremo está el “cálculo”, es decir el pensamiento, la reflexión, la medición, indispensable también para estimar la forma de llevar adelante un determinado trabajo. El “cálculo”, en lugar del calor del elástico músculo se asienta sobre la frialdad del inerte cerebro, y nos permite sopesar nuestras capacidades y posibilidades. El cálculo es objetivo, no sueña, no improvisa, sólo tiene en cuenta las evidencias, lo tangible, lo real. Por el “cálculo” planeamos, nos organizamos, numeramos los pasos, definimos las etapas, nombramos comisiones, prevemos, preparamos. Pero en el “cálculo” también se quedan los planes que nunca se realizan, las confesiones, declaraciones, que no se llegan a escuchar; los sueños que no se concretan, el reto que no se asume, el miedo para dar el gran salto, las palabras que podrían cambiar una vida y no llegan a hacerlo. Por el “cálculo” nos asomamos a nuestra real dimensión, calculamos la medida de nuestras potencias, podemos vislumbrar cómo nos irá frente a una responsabilidad, al asumir una determinada tarea, tiene que ver más con ser metódico, dedicado. El “cálculo” nos manda a la batalla con un plan. No es posible el éxito sin cálculo, Tampoco olvide esto el amable lector.
Mientras el “corazón” nos hace creer que somos capaces de triunfar prácticamente en todo, el “cálculo” es el aguafiestas que nos mantiene en la tierra, y nos obliga a diseñar una estrategia tomando tanto en cuenta nuestras destrezas como nuestras carencias. Cuando el “cálculo”, con sus mediciones y planes, nos asegura el triunfo, puede el “corazón” ponernos en el alma algo, una sensación aérea, fantasmal, un barrunte que nos sopla al oído, la duda, el miedo, y obrar el mismo efecto.
Un equipo de fútbol (para estar a tono con el momento) que sale a la cancha sólo con “corazón”, seguramente será arrollado por no poder conservar la cabeza fría, por no poder plantear el partido, por carecer de estrategia. Y aquel que juegue sin atrevimiento, sin entusiasmo, sólo calculando movimientos en la cancha, tratando de conservar un determinado esquema, está condenado a perder si le falta el impulso, las ganas.
Algunos nos definimos mejor desde el “corazón”, somos más entusiastas que calculadores, y otros podemos ser de hecho más lógicos que entusiastas. Si embargo, para todos, el éxito sólo es posible si usamos combinadamente estas dos poderosas fuerzas: el “corazón” (me gusta más “tripas” pero no suena tan bien) y el “cálculo”.
Tenemos “corazón” cuando enfrentamos las tareas con entusiasmo, con ímpetu, apasionadamente, cuando nos atrevemos. El “corazón” está referido a los impulsos, a la adrenalina, a la acción que requerimos para asumir una tarea planeada, un trabajo, con ganas; un reto con el impulso que nos asegura el éxito. En él nace la impulsividad, el primer golpe que inicia una pelea, la arrebatada desidia que termina en un embarazo no deseado, el portazo que inaugura una independencia, el discurso incendiario que encumbra a un líder, la ofensa que no se quiso decir, y buena parte de los suicidios. El “corazón” (también suelo llamarle “las tripas”) tiene que ver con lo inmediato, lo visceral, lo físico, con la energía, y con lo subjetivo; con los buenos presentimientos, con la esperanza, con “perder la cabeza”, con el movimiento, con el optimismo, con el “sí se puede”, con la espontaneidad, la creatividad, con la actitud mental positiva y terca que todos requerimos para enfrentar cualquier tarea como un desafío a nuestra capacidad, y para triunfar. El “corazón” nos manda a la batalla armados con el indispensable coraje, con entusiasmo (que, no en vano la lista de sinónimos de Word equipara con “locura”). Sin corazón no hay éxito. No lo olvide el generoso lector.
En el otro extremo está el “cálculo”, es decir el pensamiento, la reflexión, la medición, indispensable también para estimar la forma de llevar adelante un determinado trabajo. El “cálculo”, en lugar del calor del elástico músculo se asienta sobre la frialdad del inerte cerebro, y nos permite sopesar nuestras capacidades y posibilidades. El cálculo es objetivo, no sueña, no improvisa, sólo tiene en cuenta las evidencias, lo tangible, lo real. Por el “cálculo” planeamos, nos organizamos, numeramos los pasos, definimos las etapas, nombramos comisiones, prevemos, preparamos. Pero en el “cálculo” también se quedan los planes que nunca se realizan, las confesiones, declaraciones, que no se llegan a escuchar; los sueños que no se concretan, el reto que no se asume, el miedo para dar el gran salto, las palabras que podrían cambiar una vida y no llegan a hacerlo. Por el “cálculo” nos asomamos a nuestra real dimensión, calculamos la medida de nuestras potencias, podemos vislumbrar cómo nos irá frente a una responsabilidad, al asumir una determinada tarea, tiene que ver más con ser metódico, dedicado. El “cálculo” nos manda a la batalla con un plan. No es posible el éxito sin cálculo, Tampoco olvide esto el amable lector.
Mientras el “corazón” nos hace creer que somos capaces de triunfar prácticamente en todo, el “cálculo” es el aguafiestas que nos mantiene en la tierra, y nos obliga a diseñar una estrategia tomando tanto en cuenta nuestras destrezas como nuestras carencias. Cuando el “cálculo”, con sus mediciones y planes, nos asegura el triunfo, puede el “corazón” ponernos en el alma algo, una sensación aérea, fantasmal, un barrunte que nos sopla al oído, la duda, el miedo, y obrar el mismo efecto.
Un equipo de fútbol (para estar a tono con el momento) que sale a la cancha sólo con “corazón”, seguramente será arrollado por no poder conservar la cabeza fría, por no poder plantear el partido, por carecer de estrategia. Y aquel que juegue sin atrevimiento, sin entusiasmo, sólo calculando movimientos en la cancha, tratando de conservar un determinado esquema, está condenado a perder si le falta el impulso, las ganas.
Algunos nos definimos mejor desde el “corazón”, somos más entusiastas que calculadores, y otros podemos ser de hecho más lógicos que entusiastas. Si embargo, para todos, el éxito sólo es posible si usamos combinadamente estas dos poderosas fuerzas: el “corazón” (me gusta más “tripas” pero no suena tan bien) y el “cálculo”.
jueves, 12 de junio de 2008
El Ombligo Asesino
Hay eventos que de tan crueles, dan risa. Viene a mí la recordada escena de “La Lista de Schindler” en la que un comandante nazi, buscando al culpable de robarse un pollo, mata, frente a la formación de prisioneros, a uno de estos. Cuando, dispuesto a seguir su pesquisa matando, vuelve amenazadoramente a gritar ¡¿quién fue?!!!, un niño levanta la mano y entre lágrimas (o risa, la confusión es genial) señala al muerto. Este no es más que un testimonio que corrobora que hay eventos que de tan crueles, dan risa. El lugar de los hechos está en la foto; sírvase el lector imaginar la escena con sol.
Yo venía detrás del abuelo, él llevaba de la mano a su pequeña nieta una niña de más o menos 5 años, graciosamente vestida con un pantalón a cuadros y un polo de color rosa encendido. A la distancia, vi aparecer aquel ombligo; juro que entonces me pareció de lo más inocente. No sabía que precisamente en su apariencia ingenua radicaba su arma más poderosa. El ombligo fue avanzando sin perder de… vista, digamos, a su víctima. El abuelo, por cuestiones propias del deterioro que de corriente trae el imparable avance del tiempo, no se percató de la inminencia del ataque hasta que fue demasiado tarde.
Era aquel infame ombligo huésped de un vientre bastante descubierto que dejaba entrever no sólo el saludable tono que da la exposición sostenida al sol, sino la seductora firmeza que sólo puede ser fruto de una respetable rutina de esfuerzos físicos. Y era aquel vientre plano y bronceado, de una chica muy joven que, despreocupadamente caminaba dentro de un polo sin mangas y un blue jean muy corto de arriba. Ella remataba la ligereza de su presencia haciendo aletear un par de sandalias, tan sencillas como invisibles, y ondeando en el aire soleado de aquella tarde su fino cabello castaño.
Mientras admiraba el rodete de plata que el viejo lucía alrededor de la cabeza, adiviné su amplia sonrisa; la que sería, con seguridad su última sonrisa del día. Pude ver que la chica no escatimó soltura para corresponder aquel gesto de atracción que el inocente abuelo estiraba feliz para ella. Por fin, en un largo instante, se cruzaron. El añoso tronco de un olivo muerto que encogía la vereda, los obligó a acercarse. Fue entonces que el ombligo atacó: quizá sólo le bastó un guiño para transportar a su víctima a quién sabe qué espacios, que tiempos, en fin, para extraerlo malamente del mundo, de aquella desportillada acera de cemento agrietado, de la tarde de sol, del equilibrio, y hacer que perdiendo el paso, como la gacela que el guepardo desequilibra a la carrera sobre la sabana, cayera de bruces.
Recuerdo que sangraba levemente de un pómulo raspado. Y que lo ayudé a ponerse de pie, a encontrar sus anteojos, y a pedirle con fingido enojo a la nietita que pare de reír. Y que reprimí la carcajada cuando, ya alejado, lo vi regresar cojeando y agacharse a levantar, soplar, sacudir, sacarle quién sabe, ramitas, arenilla, con los dedos, y guardar en el bolsillo de la camisa, aquella gloriosa sonrisa que, impávida, estúpida, seguía feliz en su lustrosa dentadura.
Yo venía detrás del abuelo, él llevaba de la mano a su pequeña nieta una niña de más o menos 5 años, graciosamente vestida con un pantalón a cuadros y un polo de color rosa encendido. A la distancia, vi aparecer aquel ombligo; juro que entonces me pareció de lo más inocente. No sabía que precisamente en su apariencia ingenua radicaba su arma más poderosa. El ombligo fue avanzando sin perder de… vista, digamos, a su víctima. El abuelo, por cuestiones propias del deterioro que de corriente trae el imparable avance del tiempo, no se percató de la inminencia del ataque hasta que fue demasiado tarde.
Era aquel infame ombligo huésped de un vientre bastante descubierto que dejaba entrever no sólo el saludable tono que da la exposición sostenida al sol, sino la seductora firmeza que sólo puede ser fruto de una respetable rutina de esfuerzos físicos. Y era aquel vientre plano y bronceado, de una chica muy joven que, despreocupadamente caminaba dentro de un polo sin mangas y un blue jean muy corto de arriba. Ella remataba la ligereza de su presencia haciendo aletear un par de sandalias, tan sencillas como invisibles, y ondeando en el aire soleado de aquella tarde su fino cabello castaño.
Mientras admiraba el rodete de plata que el viejo lucía alrededor de la cabeza, adiviné su amplia sonrisa; la que sería, con seguridad su última sonrisa del día. Pude ver que la chica no escatimó soltura para corresponder aquel gesto de atracción que el inocente abuelo estiraba feliz para ella. Por fin, en un largo instante, se cruzaron. El añoso tronco de un olivo muerto que encogía la vereda, los obligó a acercarse. Fue entonces que el ombligo atacó: quizá sólo le bastó un guiño para transportar a su víctima a quién sabe qué espacios, que tiempos, en fin, para extraerlo malamente del mundo, de aquella desportillada acera de cemento agrietado, de la tarde de sol, del equilibrio, y hacer que perdiendo el paso, como la gacela que el guepardo desequilibra a la carrera sobre la sabana, cayera de bruces.
Recuerdo que sangraba levemente de un pómulo raspado. Y que lo ayudé a ponerse de pie, a encontrar sus anteojos, y a pedirle con fingido enojo a la nietita que pare de reír. Y que reprimí la carcajada cuando, ya alejado, lo vi regresar cojeando y agacharse a levantar, soplar, sacudir, sacarle quién sabe, ramitas, arenilla, con los dedos, y guardar en el bolsillo de la camisa, aquella gloriosa sonrisa que, impávida, estúpida, seguía feliz en su lustrosa dentadura.
miércoles, 4 de junio de 2008
WESTERGAARD
Este no es un sitio que pretenda dedicarse sólo a comentar noticias y, en el caso de que fuera meritorio, criticarlas. Pero esta noticia me toca, y honestamente, me arrebata. Ocurrió esta semana en Islamabad (Pakistán), y resultó una tragedia de diez muertos y treinta heridos. La razón: una caricatura publicada en 2005. Está visto que, como críticas, los dibujos humorísticos pueden desatar tanto la más fresca y sonora carcajada como la más fatal de las furias. Lástima que, contra la locura, al humor le cobren a veces, como ésta, en vidas inocentes.
Kurt Westergaard es danés, y en setiembre de 2005 publicó, junto con otros 11 dibujantes, sendas caricaturas en el diario Jyllands Posten de Copenhague. El tema de los trabajos era el mundo musulmán. En mi modesto criterio, gráficamente la caricatura de Westergaard no era tan buena. Supuestamente representaba al profeta Mahoma, y lo hacía ornándolo con un turbante-bomba del cual salía una mecha encendida. Sin embargo, creo que resumía muy bien la idiosincrasia que los seguidores de Mahoma han hecho conocer, y hasta temer, en el mundo occidental; el mensaje sí me pareció excelente. Y, lamentablemente no tardaron algunos musulmanes en darle la razón; atentados de protesta cobraron entonces 50 muertos en diversas representaciones danesas en el mundo.
En febrero de 2006, la policía danesa descubrió un complot urdido por tres musulmanes para atacar la casa de Westergaard y matarlo. El dibujante y su esposa tuvieron que mudarse, y él dejar su trabajo en el Jyllands Posten. Al día siguiente, todos los diarios daneses publicaron la polémica caricatura como demostración de solidaridad, y desafío a los violentistas. Este pasado lunes, amanecimos con las imágenes del devastado edificio en Islamabad. Era la Embajada de Dinamarca, y un coche bomba había soltado sobre ella el instantáneo, cegador, soplo de la muerte. Saldo: 10 muertos, 30 heridos.
Westergaard vive protegido aunque ha vuelto a su trabajo. Es de imaginarse la paranoia que ha soltado todo esto en su vida. Son muchas las instituciones de defensa de la libertad de expresión y de los derechos humanos que se han solidarizado con él desde los sucesos de 2005, porque toda esa violencia que pretende tomárselas contra él por expresar su punto de vista libremente, hiere directamente a la universal libertad de expresión. Pero no basta: la furia, la intolerancia, el fanatismo siguen, y matan. Y es contra ellos que hay que expresarse; que, más allá de las religiones, la vida ha de ser un objeto de culto, que las creencias y los profetas no pueden ser excusas para la muerte, banderas del miedo, amenazas antes que historia, abuso más que enseñanza. Que hoy los que tienen pretextos para querer matar dibujantes, mañana podrían tenerlos contra los analfabetos o los intelectuales, o los de pelo castaño, o los niños menores de 6, o los miopes, o los que usan botas, o los que se bañan con agua tibia, o los que bailan a solas, o las amas de casa que escriben poemas, o los ancianos viudos, o los paleontólogos, o los que toman el café sin azúcar…
Kurt Westergaard es danés, y en setiembre de 2005 publicó, junto con otros 11 dibujantes, sendas caricaturas en el diario Jyllands Posten de Copenhague. El tema de los trabajos era el mundo musulmán. En mi modesto criterio, gráficamente la caricatura de Westergaard no era tan buena. Supuestamente representaba al profeta Mahoma, y lo hacía ornándolo con un turbante-bomba del cual salía una mecha encendida. Sin embargo, creo que resumía muy bien la idiosincrasia que los seguidores de Mahoma han hecho conocer, y hasta temer, en el mundo occidental; el mensaje sí me pareció excelente. Y, lamentablemente no tardaron algunos musulmanes en darle la razón; atentados de protesta cobraron entonces 50 muertos en diversas representaciones danesas en el mundo.
En febrero de 2006, la policía danesa descubrió un complot urdido por tres musulmanes para atacar la casa de Westergaard y matarlo. El dibujante y su esposa tuvieron que mudarse, y él dejar su trabajo en el Jyllands Posten. Al día siguiente, todos los diarios daneses publicaron la polémica caricatura como demostración de solidaridad, y desafío a los violentistas. Este pasado lunes, amanecimos con las imágenes del devastado edificio en Islamabad. Era la Embajada de Dinamarca, y un coche bomba había soltado sobre ella el instantáneo, cegador, soplo de la muerte. Saldo: 10 muertos, 30 heridos.
Westergaard vive protegido aunque ha vuelto a su trabajo. Es de imaginarse la paranoia que ha soltado todo esto en su vida. Son muchas las instituciones de defensa de la libertad de expresión y de los derechos humanos que se han solidarizado con él desde los sucesos de 2005, porque toda esa violencia que pretende tomárselas contra él por expresar su punto de vista libremente, hiere directamente a la universal libertad de expresión. Pero no basta: la furia, la intolerancia, el fanatismo siguen, y matan. Y es contra ellos que hay que expresarse; que, más allá de las religiones, la vida ha de ser un objeto de culto, que las creencias y los profetas no pueden ser excusas para la muerte, banderas del miedo, amenazas antes que historia, abuso más que enseñanza. Que hoy los que tienen pretextos para querer matar dibujantes, mañana podrían tenerlos contra los analfabetos o los intelectuales, o los de pelo castaño, o los niños menores de 6, o los miopes, o los que usan botas, o los que se bañan con agua tibia, o los que bailan a solas, o las amas de casa que escriben poemas, o los ancianos viudos, o los paleontólogos, o los que toman el café sin azúcar…
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