Hay eventos que de tan crueles, dan risa. Viene a mí la recordada escena de “La Lista de Schindler” en la que un comandante nazi, buscando al culpable de robarse un pollo, mata, frente a la formación de prisioneros, a uno de estos. Cuando, dispuesto a seguir su pesquisa matando, vuelve amenazadoramente a gritar ¡¿quién fue?!!!, un niño levanta la mano y entre lágrimas (o risa, la confusión es genial) señala al muerto. Este no es más que un testimonio que corrobora que hay eventos que de tan crueles, dan risa. El lugar de los hechos está en la foto; sírvase el lector imaginar la escena con sol.
Yo venía detrás del abuelo, él llevaba de la mano a su pequeña nieta una niña de más o menos 5 años, graciosamente vestida con un pantalón a cuadros y un polo de color rosa encendido. A la distancia, vi aparecer aquel ombligo; juro que entonces me pareció de lo más inocente. No sabía que precisamente en su apariencia ingenua radicaba su arma más poderosa. El ombligo fue avanzando sin perder de… vista, digamos, a su víctima. El abuelo, por cuestiones propias del deterioro que de corriente trae el imparable avance del tiempo, no se percató de la inminencia del ataque hasta que fue demasiado tarde.
Era aquel infame ombligo huésped de un vientre bastante descubierto que dejaba entrever no sólo el saludable tono que da la exposición sostenida al sol, sino la seductora firmeza que sólo puede ser fruto de una respetable rutina de esfuerzos físicos. Y era aquel vientre plano y bronceado, de una chica muy joven que, despreocupadamente caminaba dentro de un polo sin mangas y un blue jean muy corto de arriba. Ella remataba la ligereza de su presencia haciendo aletear un par de sandalias, tan sencillas como invisibles, y ondeando en el aire soleado de aquella tarde su fino cabello castaño.
Mientras admiraba el rodete de plata que el viejo lucía alrededor de la cabeza, adiviné su amplia sonrisa; la que sería, con seguridad su última sonrisa del día. Pude ver que la chica no escatimó soltura para corresponder aquel gesto de atracción que el inocente abuelo estiraba feliz para ella. Por fin, en un largo instante, se cruzaron. El añoso tronco de un olivo muerto que encogía la vereda, los obligó a acercarse. Fue entonces que el ombligo atacó: quizá sólo le bastó un guiño para transportar a su víctima a quién sabe qué espacios, que tiempos, en fin, para extraerlo malamente del mundo, de aquella desportillada acera de cemento agrietado, de la tarde de sol, del equilibrio, y hacer que perdiendo el paso, como la gacela que el guepardo desequilibra a la carrera sobre la sabana, cayera de bruces.
Recuerdo que sangraba levemente de un pómulo raspado. Y que lo ayudé a ponerse de pie, a encontrar sus anteojos, y a pedirle con fingido enojo a la nietita que pare de reír. Y que reprimí la carcajada cuando, ya alejado, lo vi regresar cojeando y agacharse a levantar, soplar, sacudir, sacarle quién sabe, ramitas, arenilla, con los dedos, y guardar en el bolsillo de la camisa, aquella gloriosa sonrisa que, impávida, estúpida, seguía feliz en su lustrosa dentadura.
Yo venía detrás del abuelo, él llevaba de la mano a su pequeña nieta una niña de más o menos 5 años, graciosamente vestida con un pantalón a cuadros y un polo de color rosa encendido. A la distancia, vi aparecer aquel ombligo; juro que entonces me pareció de lo más inocente. No sabía que precisamente en su apariencia ingenua radicaba su arma más poderosa. El ombligo fue avanzando sin perder de… vista, digamos, a su víctima. El abuelo, por cuestiones propias del deterioro que de corriente trae el imparable avance del tiempo, no se percató de la inminencia del ataque hasta que fue demasiado tarde.
Era aquel infame ombligo huésped de un vientre bastante descubierto que dejaba entrever no sólo el saludable tono que da la exposición sostenida al sol, sino la seductora firmeza que sólo puede ser fruto de una respetable rutina de esfuerzos físicos. Y era aquel vientre plano y bronceado, de una chica muy joven que, despreocupadamente caminaba dentro de un polo sin mangas y un blue jean muy corto de arriba. Ella remataba la ligereza de su presencia haciendo aletear un par de sandalias, tan sencillas como invisibles, y ondeando en el aire soleado de aquella tarde su fino cabello castaño.
Mientras admiraba el rodete de plata que el viejo lucía alrededor de la cabeza, adiviné su amplia sonrisa; la que sería, con seguridad su última sonrisa del día. Pude ver que la chica no escatimó soltura para corresponder aquel gesto de atracción que el inocente abuelo estiraba feliz para ella. Por fin, en un largo instante, se cruzaron. El añoso tronco de un olivo muerto que encogía la vereda, los obligó a acercarse. Fue entonces que el ombligo atacó: quizá sólo le bastó un guiño para transportar a su víctima a quién sabe qué espacios, que tiempos, en fin, para extraerlo malamente del mundo, de aquella desportillada acera de cemento agrietado, de la tarde de sol, del equilibrio, y hacer que perdiendo el paso, como la gacela que el guepardo desequilibra a la carrera sobre la sabana, cayera de bruces.
Recuerdo que sangraba levemente de un pómulo raspado. Y que lo ayudé a ponerse de pie, a encontrar sus anteojos, y a pedirle con fingido enojo a la nietita que pare de reír. Y que reprimí la carcajada cuando, ya alejado, lo vi regresar cojeando y agacharse a levantar, soplar, sacudir, sacarle quién sabe, ramitas, arenilla, con los dedos, y guardar en el bolsillo de la camisa, aquella gloriosa sonrisa que, impávida, estúpida, seguía feliz en su lustrosa dentadura.