- ¡Qué tal , señor! ¿Cómo le va?, ¿todo bien? -la nutricionista hace las preguntas con tono entusiasta, sin sacrificar la amplia sonrisa ni tomar en cuenta que aquel gesto feliz remarca sus precoces "patas de gallo" -¿Cómo está? ¿Qué tal su comida? -su voz es una pequeña campana que vuela.
- Bueno, la verdad, yo quisiera -Cirilo lleva dos meses domando un amasijo de vasos sanguíneos que ha tenido la maña de instalarse entre las circunvoluciones de su cerebro, y que lo trajo convulsionando-... Quisiera... este...
- Diiga, ¡diga qué desea que le demos, señor! A ver, ¿qué le gustaría? -la campanita, como un confundido insecto, rebota en las paredes del espacio que, dividido por una cortina, delimita nuestras habitaciones. Cirilo casi sonríe:
- Bueno, si me sirvieran ensalada de vez en cuando... -a Cirilo lo trajeron de Huanta; extraña a su familia, su pequeña casa, las mañanas luminosas y frías sobre las que salía a comprar el pan. Sin perder una sola de las arrugas que la sonrisa hace chillar, la nutricionista empieza una líneas dignas de la nueva biblioteca kafkiana:
- Nooo, noo, no, ¡ensalada no podemos darle! Pero ¿alguna otra cosita? -la buena voluntad, la vocación de servicio, el solidario afán de dar la sensación de seguridad y comodidad a los pacientes maltratados por los síntomas, los tratamientos, la incertidumbre, el miedo, siguen estirando su increíble y blanca sonrisa -¿Qué le apetece?, diiga, diga -insiste, sacudiendo el aire con un tono atiplado, alegre, ladeando la cabeza como se hace al hablar con niños-...
- Fruta, fruta, doctora. Alguna frutita aunque sea sólo en el almuerzo... Fruta, sí, eso, fruta, manzana -Cirilo parece estar saboreando ya una fresca manzana, quién sabe, viéndola colorida y tentadora ante sus ojos, sintiendo casi su fragancia, su dulzura. La nutricionista feliz remata el absurdo:
- ¿Fruta? Nooo, no, no. No, fruta no tenemos...