viernes, 23 de abril de 2010

Dolor de Cabeza

-Llévatelo no más, mamita. Hazme caso... ¿Cuánto tiempo andas tú yendo y viniendo? ¿Una semana? ¿Diez días?... Ya ni me acuerdo, mamita... –inmune al tono compasivo del encargado, con la misma expresión de hastío y sueño, avejentada por el dolor, la mujer parece haber estado sentada en la misma banca por años. Sobre sus faldas duerme, desmadejada, una niña de cinco o seis años, la pequeña cabeza de trenzas caída de lado, una marioneta abandonada; la luz de la mañana convierte en plata un hilillo de saliva que se estira desde sus labios. En un chorro de luz, el día irrumpe oblicuo por el espacio que ha abierto el gran portón; el sol resplandece en el lustroso piso de cemento. Luego de otra larga noche bajo el abrazo helado de los malos sueños y el repentino volar de algún disparo en la distancia, el pueblo ha empezado a soltar sus primeros ruidos. A lo lejos, un par de gallos ensaya un contrapunto de reclamos. La mujer ha dormido, como desde hace nueve noches, sentada sobre la misma banca de madera, abrazada a su hija como una niña que abraza a una muñeca buscando consuelo a la oscuridad y el miedo. A poco, llega su hijo con el hielo, por un segundo, ella cree haber vivido ya este momento. El muchacho la mira sin sonreír; mientras pasa delante de ella y sigue hasta el patio del local, le habla con impaciencia:
- ¿Nada, mamay? Ya pues... -sin dejar de hablar, desaparece apurando el desliz de un enorme bloque de hielo que un par de amigos le ha ayudado a traer desde el nevado, la reluciente losa sisea en el piso. Desde afuera, alguien grita su nombre en una rápida despedida; con un desacompasado tictac, los cascos de un burro golpean el empedrado de la calle. Él vuelve pronto y suelta al aire áspero de la mañana la frescura, la inquietud de sus quince años:
- ¡Este no va más, madre! -la mujer lo mira sin inmutarse. Lo ve alejarse nuevamente hacia adentro, cruzar el patio; piensa que el muchacho ya es otro, que no es el mismo que seis meses atrás marchara a la ciudad. Ahora habla diferente, piensa diferente. Los meses que ha pasado con su padrino Aurelio y sus primos le han enseñado otro idioma, dice “no va más”, a veces la llama “madre” y no “mamá”, y usa otras palabras nuevas para ella. Murmurando, ha entrado en una de las puertas abiertas en el patio. De pronto vuelve, la mujer lo escucha vocear excitado:
- ¡Madre! Me acordé, le juro... ¡Tiene la marca que se hizo en el tobillo! ¡Me acuerdo! Si se la hizo en mi delante la vez aquella del huayco, ¿se acuerda? ¡Aquella vez que tanto tuvimos que hacer para que el agua no llegara! ¿Recuerda, mamay? ¡Ahí está! ¡Yo la acabo de encontrar! ¡Hay que llevarlo, mamay! -El encargado, que hasta entonces ha permanecido mirando la estragada figura de la mujer y tratando de imaginarla más joven, espera que ella decida de una vez y sacudirse, luego de diez días, por fin, de tan extraño asunto. Se anima a hablarle otra vez:
- ¿Ya ves mamita? Tu hijo lo reconoció ya... Llévalo no más, ¡ya cuánto hielo le has puesto! Estás gastando, mamita, ¿no? -la mujer observa alternadamente a los muchachos, impávida, suspira. La niña se ha despertado y mira a su hermano con extrañeza mientras trata de cazar un moco hurgándose toscamente la nariz con el índice. La mujer la acomoda suavemente sobre la banca, el reflejo del sol resalta la prematura red de arrugas que el tiempo y el dolor han tejido en su rostro. Por fin, con esfuerzo, se pone de pie, vuelve a suspirar y en silencio empieza a caminar lentamente hacia el depósito. Los dos muchachos la siguen.

Una gran sombra, hija del frío y la noche, domina el patio aplastando contra una esquina de luz un retazo desflecado de sol. La mujer se detiene un instante, mira aquel ángulo y piensa en la oscuridad y la luz, en la sombra, tan negra, apocando al sol, arrinconándolo, ganándole. ¿Cómo puede ser eso? se pregunta. Será tal vez como el miedo -se responde- que anda aplastándolo todo por aquí. Será pues como el lloro que los despierta de pronto en la noche y se chanta en sus pechos cuando los tiros o un bombazo rajan la oscuridad con más miedo. Y seguro será como la tranquilidad y la alegría que tanta falta les hacen a todos y que, quién sabe, tal vez no vuelvan a tener más. Y será también como el dolor que cada día le roba las fuerzas, la abate, la arrincona y la deja sin nada más que dudas y angustia. Suspira deseando terminar con todo para marcharse, pensando en lo poco que tendrá que llevarse en el largo camino hasta la ciudad. Por fin, una vez más cruza lentamente el umbral de la misma puerta en el patio.

Un suave reflejo del día invade la habitación, llena la penumbra espesa con una vaga luz que parece teñir todo de gris. Un terrible hedor empuja con fuerza hacia afuera, las altas ventanas, ahumadas por el polvo de años, están cerradas. Ella se acerca a la mesa metálica sin apretarse las narices, inmune. Como todos los días, mira en silencio el cuerpo desnudo de su marido que bajo piedras de hielo se pudre oscuro, enjuto, disminuido. Voltea y mira a los ojos a su hijo, en sus labios tiembla el llanto aguantado:
- ¿Y su cabeza? ¿Así acaso voy a enterrar?, ¿ah? -la voz se le quiebra, rompe a llorar por enésima vez desde la mañana aquella en que los soldados le trajeron al marido sobre una frazada ensangrentada y lo dejaron a la entrada de su choza. Recuerda al sargento, su voz cansada:
- Los terrucos[*] mataron tu esposo, mamita. Qué pena pues. Entiérralo no más...
- ¿Y su cabeza? -pronunció ella por primera vez, sin imaginar que en adelante repetiría esa pregunta, para sí y para otros, cientos de veces. Sin salir del marasmo que le había impuesto la sorpresiva visión de aquel cuerpo sin cabeza puesto de repente a sus pies bajo el vuelo de algunas moscas, se esforzó en imaginar que se trataba de su esposo.
- Su cabeza no hay, mamita. Le cortaron, dicen porque tu esposo bien empalado[†] era, bien bravo -ella recordó entonces al cholo borracho y pegalón[‡] que cualquier mañana, fragante de fermentos la tumbaba para alzarle las polleras y montarla levantando una nube de polvo en medio de la choza, ignorando sus manazos y golpes con el cucharón de madera y el rumor de los niños que salían corriendo entre risas y una brisa de ladridos-. He puesto a dos secciones a buscarla, mamita. Si la encuentran, tú se la pones en el cajón pues... -el sargento seguía tratando de terminar la conversación; sólo quería largarse al cuartel, bañarse y echarse a dormir para olvidar por un rato que la muerte rondaba por ese lugar.
De pronto, la mujer quiebra los sollozos con un grito destemplado que estremece el aire:
-¡Donaciano!, caraju... ¿Por qué pues, caraju, Donaciano?... ¿Por qué? Tu cabeza, Donaciano... Tu cabeza ¿dónde pues, caraju? -da un golpe de puño sobre el torso desnudo del cadáver; los muchachos se miran, los rostros apretados, las manos en las narices. -¿Tú empalau, Donaciano? ¡Cómo va a ser pues! ¿Tú empalau? ¿Cuándo pues tú, Donaciano?... ¡Cuándo!... Tú siempre sonso, Donaciano, ¡perdiendo las cosas...! ¡Y ahora sin tu cabeza, caraju! ¿Dónde tu cabeza, Donaciano? ¿Tú bravo?, ¡tú sonso, Donaciano! ¿Por qué no cortaron huevos no más o lengua como hijo de la Gumercinda allarriba Marcacocha? ¿Tú empalau, Donaciano? ¡No!: ¡tú baboso...! ¡Borracho baboso, Donaciano! ¿Dónde tu cabeza? ¡¿Dónde pues, caraju, has dejau?!!! -el llanto atraganta a la mujer, un acceso de tos la encorva y estremece. El encargado también tose, codea al hijo de la mujer, este no lo mira, se acerca lentamente a su madre, la toma de los hombros, le susurra:
-Vamos a llevarlo ya, mamita... Hay que acabar con todo esto, usté ya está cansada... Vamos -la mujer levanta lentamente las palmas, hace un cuenco con ellas y lo llena de su rostro, siente en los pómulos la dureza de sus callos, rompe nuevamente a llorar con amargura. El encargado surge de pronto de la luz con un vaso de agua en la mano, se lo ofrece, ella prueba un sorbo mientras escucha, sin apartar la vista del cuerpo, cómo él ganguea, la nariz apretada, el mismo tono compasivo:
- Llévalo ya mamita. ¿Ya ves?, ¡tu hijo lo ha reconocido! ¡El sargento todos los días viene! ¡Sí!, él mismo viene a preguntar, mamita... Dice que su mujer sueña feo todas las noches. Que tiene miedo dice, que hay que enterrar pues a tu marido, mamita. Llévalo ya, ¿si? -la mujer se enjuga el rostro, sorbe ruidosamente los mocos, pregunta a media voz, enronquecida, aguantando un puchero:
- ¿Y su cabeza? ¿O sin cabeza voy enterrar? ¿Ah?
- ¡Seguro ahorita la encuentran, mamita!, el sargento está buscándola... Yo le dije que si quería que lo entierren, que le encuentren pronto la tutuma[§], mamita, que tú no lo ibas a llevar así al Donaciano sin su maceta. Y que su mujer seguro iba seguir soñando feo, con muerto pues. Él me dijo que ahorita ya la iban a encontrar... Llévalo no más mamay... Los soldados de seguro se la ponen después en su cajón... Llévalo pues...

Durante el entierro la mujer no lloró, sólo miró, sin ver, y con la misma expresión vacía que las malas noches le habían impuesto, el rústico cajón mientras lo acomodaban en un hueco y vaciaban sobre él paladas de tierra y piedras. A mitad de la jornada, como despertando, levantó una mano y dijo, dirigiéndose a los enterradores:
- Ahí no más, ahí no más... Ya van a traer su cabeza, ahí no más... Piedras no más ponga por los perros, compadre... -lanzó entonces un hondo suspiro y, tambaleante, en medio de la manada de sus hijos, emprendió el regreso a su casa tras un par de perros chuscos que jadeaban nubecillas en el aire helado del atardecer.

Poco después, al dejar aquella tierra ensangrentada, canjeando la incertidumbre de cuánto tardaría en llegar la muerte por la incertidumbre de qué les ofrecería la vida en la ciudad, tan lejos de todo lo suyo, cuando ya había dejado de buscarla, la mujer encontró la cabeza de su marido. Esa madrugada, mientras adivinaba entre otros bultos a sus hijos acurrucados sobre la plataforma de un camión, en la breve línea que dejaba una rendija entre dos tablas, creyó reconocerla plantada como si nada sobre un cuerpo más flaco que el de Donaciano. Aquel cuerpo coronado con la perdida cabeza, seguía el éxodo de tantos a la vera del camino. Confiada entonces en que la luz glacial del amanecer suele cambiar las formas y confundirlas, y emperrada en preguntarse una y otra vez sobre el destino de todos tan lejos de su casa, la mujer recordó un instante el entierro de su marido y sonrió pensando que aquello había sido lo mejor que había hecho.
[*] Despect.: Terrorista
[†] Pop.: Rebelde, resistente a la autoridad
[‡] Pop.: Abusivo, violento
[§] Infantil.: Cabeza