viernes, 25 de septiembre de 2009

Armamentismo

Tomando como pretexto el humor, quiero expresar mi radical oposición al armamentismo, y al armamentismo en cualquier parte del mundo aunque en nuestra región se luzca más patético en tanto la lucha contra la pobreza y la inequidad desafían en diversas medidas a todos los países sin excepción, incluso en los tres más “ricos” en compra de armamento, es decir Chile, Venezuela y Brasil.

Claro, yo no soy mandatario o ex mandatario de país alguno como son Oscar Arias, Alan García o Álvaro Uribe ni pretendo que mi modesta voz avale las que recientemente han levantado ellos en contra del armamentismo en la región -es más: me opongo a los tres en algún aspecto-, pero igual quiero decirlo: escupimos a la cara de los pobres si los gastos militares son mayores que la inversión en desarrollo, saneamiento, educación, o salud; o contra lo que el futuro ya empezó a cobrarnos en calentamiento global. Es todo.

viernes, 18 de septiembre de 2009

El Niño Soñado

-Sueño que me encuentro en un parque, un parque lindo, bien cuidado, con grandes espacios muy verdes, muchas flores, puedo ver pajaritos que vuelan entre los árboles, mariposas; es una escena llena de lindos colores, doctor. En ese paraíso, de pronto escucho a mi espalda la voz de un niñito que me llama: “¡Abuelita!, ¡abuelita!”. Cuando volteo, me sorprende un niño muy pequeño, que parece tener sólo dos años o menos, y que viene corriendo hacia mí; yo sé que ese niño es mi nieto, y me alegro de verlo venir a mí con los bracitos abiertos y una gran sonrisa. Es un momento feliz, ¡siento que quiero tanto a ese pequeño…! ¡Pero de pronto sucede algo increíble, algo espantoso, doctor!...-, la mujer, sin dejar de mirar al doctor Jiménez rompe a llorar presa de un repentino dolor, visiblemente conmocionada se toma las manos con angustia y sigue: -¡Es terrible lo que pasa entonces, doctor! De pronto, la tierra se abre entre el niño y yo, una enorme grieta se abre como una gran boca, ¡y mi nieto se cae en ella! Yo, desesperada grito, quiero lanzarme tras de él, me aloco…-, el llanto irrumpe, la señora llena el cuenco de sus manos con su cara y llora sentidamente por un rato, el doctor Jiménez la mira detenidamente; el silencio del consultorio sólo es mellado por el rítmico golpeteo de una persiana que la brisa mece contra el marco de las ventanas. Cuando la mujer descubre su rostro, y se dispone a rebuscar en su bolso, el médico la espera extendiéndole un oportuno pañuelo de papel y una suave, casi imperceptible sonrisa de comprensión. El doctor Jiménez, psiquiatra enriquecido por el estudio del psicoanálisis y las teorías freudianas sobre el inconsciente, solía entrenar mi formación en psicología clínica con la invalorable oportunidad de compartir como “convidado de piedra” las consultas que concedía llenando las tardes de un descuidado hospital del estado. En los larguísimos minutos que se tomó la paciente para alcanzar la tranquilidad que el recuerdo de aquella pesadilla le había arranchado malamente, el doctor Jiménez no pronunció palabra alguna. Luego de un par de suspiros, y de usar algunos pañuelos más, la mujer volvió a hablar:
- Es terrible, doctor. Cuando me pongo a pensar que se trata sólo de un sueño, me parece ridículo sentirme tan afectada, y siempre terminar llorando de esta manera. Es que… ver a ese niñito caer de pronto en aquel abismo oscuro es desesperante, es terrible…
- ¿Usted tiene una hija?- el doctor Jiménez me sorprende; de corriente ofrecemos al paciente la oportunidad de dar luces para interpretar su propio sueño tratando de establecer alguna conexión de este con un aspecto de la realidad, y no preguntamos por miembro alguno de su familia si el paciente no lo menciona. La mujer, sin embargo, no parece sorprendida; responde con tranquilidad:
- Sí, doctor.
- ¿Y es vuestra relación buena, muy cercana?
- Muy cercana, doctor. Desde que su hermano mayor viajó a estudiar a los Estados Unidos hace cuatro años, somos como hermanas- una breve risa ilumina y distiende su rostro inflamado por el llanto; se trata de una señora joven, que no llega a los cincuenta años y que conserva la ventaja, seguramente heredada, de un rostro de rasgos infantiles, delicados, y cubierto por una piel que el tiempo se ha tomado la licencia de no empezar aún a estrujar. -Mi esposo dice que hasta nos comunicamos sin hablar, que sabemos lo que la otra está pensando…
- ¿Está ella encinta?- el doctor Jiménez vuelve a sorprenderme pero, al parecer el único sorprendido sigo siendo yo; la paciente responde luego de un corto silencio en que el compás de las persianas contra el marco de la ventana ha reaparecido:
- Creo que no, doctor… no sé… Y creo que si así fuera, yo lo sabría.
- ¿Para usted su hija es una chica ejemplar?
- Bueno, doctor. Yo sinceramente quería que me ayude con este asunto de la pesadilla que tanto me angustia, pero veo que usted, con todo respeto, no está tratando el tema. Pero, bueno, por otra parte creo que debe saber lo que está haciendo…-, el doctor Jiménez no se ha inmutado, la sigue mirando con la misma leve sonrisa, esperando su respuesta. -No exagero si le digo que creo que mi hija es la mejor hija que una madre puede tener; a sus veinte años es una de las mejores estudiantes de su clase en la universidad como lo fue durante la época de colegio; nunca nos ha traído problemas, es muy tranquila, inteligente y buena. Es la mejor, mi hijita. ¿Puede decirme qué tiene ella que ver con mi problema?
- Creo que usted lo sabe, señora.
- No, no lo sé, doctor- la mujer parece estar perdiendo rápidamente la paciencia; la insinuación que el doctor Jiménez ha dejado flotando en el aire acerca de un posible embarazo de su hija, a pesar de no sorprenderla, ahora parece haberla ofendido.
- Bueno, claro, creo que no me he sabido expresar; usted, conscientemente no “sabe” realmente lo que ocurre- al decir “sabe”, el médico ha rascado el aire con dos dedos de cada mano, -pero ese conocimiento está dentro de usted. Me explico: a usted le pasa algo que la angustia y que se manifiesta en el terrible sueño que me ha contado y que se repite desde hace unos días; y no sabe, o cree no saber qué es lo que le pasa para tener esas pesadillas tan claras como terribles. Yo creo, modestamente que una parte de usted realmente sabe lo que ocurre, exactamente todo lo que ocurre, y que esa parte le está diciendo en sueños, lo que pasa.
- Pero…- el medico hace una seña con la mano pidiendo que le permita seguir.
- Pero hay otra parte de usted que no puede aceptar la información que le llega; esa parte elabora el sueño, encubre la información y proyecta la pesadilla cada noche; es decir le dice lo que usted no quisiera admitir, pero de manera velada, disfrazada. Disculpe que no sea más explícito pero en la búsqueda de la verdad está buena parte de la resolución de su problema-. Aunque parecía ansiosa por hablar, la mujer no dice nada por un largo rato, se mira las manos, juega con una sortija; la persiana y su vaivén vuelven a romper el silencio en el pequeño consultorio. Luego de una profunda inspiración, ella ajusta la mirada sobre el doctor Jiménez y le pregunta seriamente:
-¿Me está diciendo usted que yo sueño así porque mi hija está encinta y no me lo ha dicho?, ¿que aquel niño es mi nieto?- por el tono que le da a sus preguntas, es claro que no espera una respuesta sino ir aclarando los hallazgos de su propia reflexión, habla como si quisiera exponer sus ideas y someterlas al juicio del médico, -¿y que ese niño, digamos, está en peligro?-. El silencio vuelve a tomar el consultorio; la mujer se remueve en el asiento, preocupada, suspira. Lentamente, se pone de pie, y con un tono muy bajo, casi en un susurro pregunta: -¿Qué me recomienda que haga, doctor?, ¿no me va a recetar algo para dormir bien?
- Creo que en estos minutos de silencio usted ha hecho un gran trabajo interior. Sólo puedo recomendarle que hable con su hija, que rescate el buen nivel de comunicación que tienen y lo use para transmitirle que sobre todas las cosas usted la quiere, y que si alguna vez ella se equivoca, usted seguirá queriéndola igual. Eso le dará algunas respuestas. ¿No le ha contado a ella sobre sus sueños?
- No, no se lo he contado a nadie… Hasta ahora.

Al vernos llegar, las dos mujeres se pusieron de pie sonriendo, en el borde de sus ojos la emoción se embalsaba, reflejaba las luces de la sala de espera. El doctor Jiménez las saludó preguntándoles tranquilamente “¿Cómo les va?” y les señaló la entrada del consultorio, ellas se miraron sin dejar de sonreír, ansiosas, la madre retrocedió para extenderme amablemente la mano mientras su hija ingresaba. En efecto, como el doctor Jiménez había revelado, un niño estaba en camino. Sin embargo, el drama residía en el dolor que sentía la hija por haber defraudado a su madre con este sorpresivo embarazo, y la tentación de abortar que, desde que una amiga se lo recomendara, reptaba en su alma tratando de cuestionar las convicciones que sobre el respeto a la vida sus padres habían sembrado en ella. Aunque escucharon atentamente la explicación que el doctor les diera sobre la lectura que inconcientemente la madre hacía de la angustia mal escondida de su hija, provocada sobre la posibilidad de abortar más que sobre la de estar encinta, y los sueños que esa lectura generaba, no cesaron de repetir su convencimiento de que el niño que latía en el vientre de la hija, al sentirse en peligro de morir, en sueños había pedido auxilio a su abuela. Al despedirse, mientras abrazaban al doctor Jiménez, madre e hija se turnaban para reír y llorar.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Conmoción en el Pasaje Ópera

-La muchacha, es decir la empleada, hacía tiempo que metía a un tipo, señor, un atleta, un chico bien joven, aunque no tanto como ella que tiene 16 ó 17 no más, y lo llevaba hasta su cuarto -bajo un pañuelo de seda roja la vecina lleva una apretada toca de ruleros de plástico; mientras resume su testimonio, me mira alternadamente a través de sus gruesos lentes y por encima de ellos. -Eso era todas las noches, ¿no ve que el chico es bien jovencito?, y todas las noches ella esperaba que Doña Amparito se durmiera, porque la viejita le tenía confianza a la bandida, y, bueno, esperaba que se quedara bien dormida, que no era tan temprano porque le gustaba verse hasta el último noticiero, y le daba pase al chico -las demás vecinas siguen atentamente su relato, un par de ellas cuchichea entre sonrisas mientras seguramente recuerda la estampa gentil y potente del referido atleta. -Para mí que Doña Amparito ya sabía del asunto la noche que se les apareció en el cuarto. La misma chica, que de la selva dicen que era, seguro por lo calentona y fresca -como pajaritos en el bosque, las risas se sueltan en el corrillo que han formado las vecinas alrededor nuestro, -confesó que esa noche ella sintió entrar a la vieja en la habitación, y que aquella se pasó largo rato espectando todo en primera fila -imagino a la anciana, la gran boca sin dientes tan abierta, la hipnosis de sus ojillos tras la pequeñas gafas-; cómo el muchacho hacía su labor y le apagaba la calentura a la selvática esa… -la vecina no disimula el desprecio que ahora le despierta la audaz empleada. Aquella noche fatal, la muchacha, en los resquicios que le dejaban los estremecimientos que tan bien sabía encenderle el atleta, pudo ver a la vieja babeando a su lado, ladeando la blanca cabeza y acomodándose los lentes, incluso asegurando el viejo bastón para agacharse y atisbar en detalle el rítmico funcionamiento de sus lubricados equipos. -Dice la chica que luego de un rato mirando y mirando, Doña Amparito regresó a su cuarto, seguramente pensando en llamarle la atención en la mañana. Entonces, yo creo que quizá tentada por el atleta, y confiada porque ya no tenía nada que ocultarle a la anciana, la chica esperó a que se durmiera y fue a robarle a su cuarto, entonces la anciana la sorprendió y ella la mató -las demás vecinas se estremecen al escuchar la confirmación de lo que para algunas era un rumor: que la anciana está muerta.
-¿Y cómo la mató, señora? -me atrevo a preguntar comprobando que cuando uno anda bien vestido, las personas suelen creerlo digno de confianza. Hace sólo quince minutos di la vuelta a la esquina y me encontré con la cuadra conmocionada, una ambulancia en medio de la calle, algunos policías, y empecé a hacer preguntas por pura curiosidad. El vecindario de la cuadra 27 del pasaje Ópera, se ha volcado a la calle para saber el destino de una de sus vecinas más veneradas y antiguas: doña Amparito, que al parecer anoche sufrió un infarto y hoy, gracias a la presencia del representante del Ministerio Público, no tiene que esperar más y pronto será retirada de su casa en una bolsa de plástico negra. La vecina que tomó la iniciativa de hacerme el recuento de los sucesos acaecidos al parecer durante la madrugada, acusa mayor ansiedad ante mi pregunta, y no espera nada para aclararme:
-Exactamente qué hizo la chica para que doña Amparito resulte muerta, no puedo decirle, señor. Pero para mí está claro que la mató por llevarse su plata… Doña Amparito guardaba toda su plata en su casa, en los cajones de su comodín… -seguramente mi expresión de extrañeza la desanima de seguir afirmando con tanta vehemencia lo que son especulaciones. Cuando estoy a punto de retrucarle, mira hacia la casona de doña Amparito y, como convocada por una misteriosa voz del más allá, empieza a caminar hacia ella; las demás vecinas la siguen.

- Nada que ver… La vieja murió por mañosa, por quién sabe qué cosas que se le ocurrieron. Se lo digo porque el chico es mi sobrino, y yo sé lo bandido que es él -el sargento Julio César Huamán no me mira mientras habla, no aparta la vista de la casa de doña Amparito. -Ese muchacho hace tiempo que está con la chica esa, la de Iquitos, y bueno, ella lo metía en su cama pues... Creo que mi sobrino está, como dicen, bien dotado ja ja ja… -la risa del sargento Huamán es fresca, contagiosa, y le sirve para apartar por un instante la vista de la casa y dirigirme una rápida mirada -¡Seguro como su tío, ja ja ja… -no puedo evitar reír con él.
-Fuera de bromas, ¿no cree usted que la mataron para robarle? -hago la pregunta mientras no he terminado de celebrar su graciosa ocurrencia.
-Nooo, señor… Le cuento: la vieja se metió en el cuarto de la muchacha mientras mi sobrino hacía, bueno, hacía lo suyo ¿no?, su chamba ja ja ja… Y curiosamente no les hizo lío alguno sino que se quedó mirándolos en su baile ¿no? Nada más.
-Y me va a decir que de eso la vieja se murió…
-Nooo, no, señor. Según me ha contado mi sobrino, porque yo mismo lo llevé a la comisaría; “es lo mejor que puedes hacer sino tienes culpa de nada” le dije, bueno, según me ha contado el chico, la vieja, doña Amparito, de qué se habrá acordado, porque ella tenía marido hasta que se le murió, de qué se habrá acordado que se atrevió a pedirle a mi sobrino que la premie, ¡que le haga el favor, señor!!! ¿Se imagina?, ¡una viejita más arrugada que una pasa!, ¡quería su aventón!, ¡que mi sobrino le sacudiera la polilla!!! ¿Se imagina usted?
-¿Y?!! –pregunto queriendo creer la versión del asesinato con robo para evitar la perversa imagen de mi abuelita buscando favores sexuales, pidiendo que un muchacho le “sacuda la polilla”.
-¿Y?, y nada pues que… que bien bandido es mi sobrino, ¿no le dije? Y así la viejita se fue a encontrar con San Pedro feliz, ¡y en cueros!, ¡toda calata!, ¡en pelos! ja ja ja… -la risa del sargento Huamán es terriblemente contagiosa.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Oficio de Mentir

Aunque parezca vanidad, a pedido de algunos fieles lectores, y ante la información de hace unas semanas sobre mi participación en un concurso de cuento, procedo a publicar el texto premiado: "Oficio de Mentir".


“Esta es una historia interesante”, la voz del profesor resuena entre las paredes del aula mientras los gratos sonidos que llegan de afuera, de los jardines soleados y llenos de las estudiantes de Educación con los rostros bronceados y las piernas desnudas por la moda de los pantalones cortos, se apagan hasta desaparecer. “Transcurre en dos pueblos de la selva amazónica: Canelado y Alambique. En cada uno de los cuales vive un par de gemelos, ¿verdad?”, insiste. Algunos asentimos con la cabeza de arriba a abajo y tratando de modelar un gesto grave, como si nuestro conocimiento de la historia fuera profundo. Yo, por supuesto, miento; no tengo idea de lo que trata “Doble o Nada” ni quién es Mariano Mariasi, su autor. Y miento porque creo que es un buen ejercicio narrativo, tal vez el mejor; si no pudiese inventar algo, por más sencillo que fuera, creíble, cierto en apariencia, no pensaría en dedicarme a escritor ni estaría estudiando para ello. Mientras el profesor gira lentamente, añadiendo con una mano en la barbilla un gesto teatral al paseo que da entre las carpetas, yo vuelvo a las chicas de afuera, tan lindas, tan gráciles con las hermosas piernas al sol y risas como cascabeles pequeñitos. Entonces, los gemelos Junio y Julio Cortez, los que se parecían entre sí no más que aquellos parientes olvidados y distantes que se encuentran siempre en los velorios y nunca en una ocasión feliz, aparecen frente a mí con sus rostros de lejana coincidencia, su increíble poder de comunicación telepática, y el deseo cegador de poseer a la misma mujer. Y se matan pronto: “Como todos sabemos, ambos mueren en los primeros capítulos, ¿verdad, Dimas?”. “Sí, señor, a machetazos” respondo de pura intuición, y agrego con divertida seguridad –como quien lanza un par de dados y pide un siete-: “En el segundo capítulo”. “Exactamente”. Sonrío por la burla y el acierto casual de la muerte de aquel par de muchachos que el autor pone tan pronto fuera de la historia. ¿Será todo tan fácil y previsible?, me pregunto. “Entonces la historia traslada su centro de tensión a las figuras misteriosas del otro par de gemelos, ¿los recuerdan?”. Yo sólo recuerdo el cabello liviano y rojo de Antonieta que ha de estar flotando infiel en la brisa de esta mañana mientras no puedo mirarlo y odio a “Doble o Nada” y a sus dos pares de gemelos de los que sólo queda uno: “Cuarto Creciente y Cuarto Menguante De Souza” responde una idiota de gafas que antes ha ganado un concurso de cuentos y nunca tendrá las piernas de Antonieta; y sigue, muy sabihonda ella: “Cuya madre adoptiva es Abnegada, tía de aquella misma mujer que provocó la lucha entre Junio y Julio Cortez”. “Claro” acoto yo con cinismo y conteniendo una sonrisa pues una sonrisa podría ser lo que aquella estudiosa espera esgrimiendo su buena memoria y un generoso escote. Y el profesor: “¿No es este un modelo de cómo la trama avanza hacia la crisis?”. Vuelven a mí, como para que no las olvide, las chicas de Educación charlando entre risas a la sombra de los grandes eucaliptos que rodean la cafetería, tan lindas y tan lejos de Alambique y la historia que el tal Mariasi intentó mezclando pares y enfrentando a un par de hermanos por una muchacha de la selva, callada y hermosa, de largo cabello oscuro y ojos estirados y enormes, que a veces, como casi todos en la selva, podía ver el futuro en sueños. “¿Cómo definirían ustedes la relación que vincula a los protagonistas en esta parte de la obra?”, nuevamente aquella inocua voz me regresa al salón donde ya han tomado asiento los gemelos muertos, la tía Abnegada, el otro par de gemelos de nombres lunáticos que aún andan vivos, y ella, la india hermosa y letal con las piernas de Antonieta cruzadas y sin un nombre, ardid del autor que reparte impunemente motes insólitos a los demás personajes. Los gemelos de las fases lunares parecen confundidos y, por lo que escucho, así se pasan toda la novela, como si por la increíble semejanza física que guardaban, ellos mismos no pudieran estar seguros de cuál era cuál, y su vida transcurriera en el limbo de no tener una forma propia sino algo siempre dividido entre dos. Son apuestos los muchachos: de cuerpos como forjados en la fragua del sol abrasador de la selva y templados por el golpe helado y repentino de las lluvias mientras se cuela el río por una nada de oro; y rostros cetrinos, tallados por los dolores hondos y tercos que da enamorarse siempre de la mujer equivocada. Son líneas regulares que se enredan un poco, yo cambiaría una coma por punto. Me olvido de Antonieta y le sonrío suavemente a la aprovechada del escote que parece conocer la obra mejor que todos; vuelvo a mentir, esta vez sin palabras, con un gesto lanzo mi mensaje, un mensaje tan claro como creíble. “¿Alguien puede hablar del personaje de la tía Abnegada?” sigue preguntando inútilmente el profesor. No vuelven ya las risas de afuera ni la avidez de gozar la soleada libertad de haber terminado las clases como Antonieta y sus compañeras. La tetona de los lentes lee, interrumpiéndose para mirarme con cierta ansia: La lluvia empieza a caer sobre la selva de Alambique, y la tía Abnegada, cuyo terco estreñimiento de diez días provoca como siempre que leviten los muebles de su choza, se queja lastimeramente en el rústico lecho donde anida su esmirriado cuerpo, deforme hoy por el balón de la barriga. Por debajo de las sábanas que levanta la redonda tirantez del vientre inflamado, sus dos piernas, como frágiles juncos se asoman tristes y desnudas. En la habitación, iluminada a ramalazos por la luz fugaz y rotunda de los relámpagos, no hay en qué sentarse: el único sillón de esterilla casi llega al techo y se eleva más con cada quejido de la anciana. Sentada en el suelo, está ella, la sobrina infeliz y querida, tomando entre sus manos la mano huesuda y recia de su tía. De pronto, la puerta de la habitación se abre y Antonieta interrumpe el diluvio selvático asomando su perfecta cabeza de muñeca, cabello rojo y ojos azules, para decirme “ya me voy”. Al cerrarse la puerta, la penumbra vuelve a caer en la lluviosa Amazonía de cosas inexplicables, muertes por amor, y la historia de dos pueblos, dos pares de gemelos, y un par de mujeres, una vieja y estreñida, la otra, hermosa y maldita.

La lluvia arrecia, como la tibia ducha, empapa su ropa y desnuda sus formas y demás encantos; es linda sin anteojos pienso, y de entre sus pechos, liberados ya de la trampa del escote, nace un tierno aroma como el del talco para bebés. “¡Teníamos que estudiar una novela completa, Antonieta! ¡Sí, toda la noche! Una novela sobre la que van a tomarnos el examen final…”, volveré a mentir.