viernes, 21 de mayo de 2010

Dos Historias Urbanas

Desde el último asiento de la combi
- ¡Venga, siéntese, joven!
- Gracias… -desde el fondo de la combi, una mujer muy gorda, embutida en un vestido de terciopelo azul marino, hace tintinear las muchas pulseras de su muñeca mientras señala el asiento libre a su lado. Luego de pagar el pasaje al cobrador, el convocado pasajero cubre los tres pasos que lo separan del sitio junto a la gorda y toma asiento.
- ¡Ya no va a crecer, para qué se va a quedar parado! Ja ja ja… -la mujer ríe cubriéndose la boca aunque sin poder evitar que su aliento de alcohol se extienda en el fondo de la estrecha camioneta; su recargado maquillaje pide a gritos un retoque. Cuando, solidariamente, su casual compañero de viaje voltea a sonreírle, se da con una mujer de sólo unos treinta años cuya obesidad, y quién sabe, el estado de su piel, el recargado y marchito maquillaje, los enormes aretes, le agregan a la primera impresión que da una década más. Rápidamente se excusa por el comentario: -Así se dice, ¿no?: “ya no vas a crecer” ¿no, joven?
- Sí, claro, “ya no vas a crecer” decimos cuando uno puede sentarse y se queda parado, claro… -el pasajero, profesor de inglés en tres planteles, padre de dos niñas, deja de sonreír, acomoda un cartapacio sobre sus piernas, y se dispone a esperar que el vehículo lo lleve hasta el siguiente empleo del día. La mujer insiste:
- Disculpe no más, que me vengo de un matrimonio civil aquí no más, en la municipalidad de Magdalena. Todavía hay gente que se casa, qué le parece… ja ja… -su risa invade el pobre galón de oxígeno enrarecido que llena el fondo de la combi, y confirma que además de los tragos, la gorda ha dado cuenta de algunos bocaditos con cebolla; seguramente empanaditas rellenas de las que ahora con mayor frecuencia se suele repartir en eventos sociales. El joven profesor jura no volver más la cara hacia ella; “aunque la escuche entonar el aria de la valkiria cachuda de las Páginas Amarillas” http://www.youtube.com/watch?v=uRBajHGvvjk&feature=related se dice mientras sonriendo planea fingirse dormido y evitar así el vaho cantinero con el que, inmune a la indiferencia, su compañera de viaje insiste en exagerar su pobre vida social.
Katia
-Cómo llegué acá… Mmm… es una buena pregunta -Katia tiene el pelo castaño, muy fino y escaso, algo opaco. Se mira las comidas uñas, murmura y se acomoda en el mullido sillón de la sala de espera, levanta la vista y no sonríe; alguna vez escribiré sobre las salas de espera de los consultorios pienso mientras recorro los cuadros que adornan las paredes, óleos de estilo abstracto, y admiro el ambiente de mesura y orden que el espacio en el que se han instalado sobrios muebles de color crema, y la suave iluminación trasmiten. Katia sigue: -Todo, todo tiene que ver con mi madre -luego de un silencio, en el que parece encontrar una escondida respuesta, sigue: -Creo que estoy repitiendo lo que todos vienen a decir por acá ¿verdad?: “porque mi madre esto”, “porque mi mami aquello”, “que mi mamá me jodió la vida”, “que mi vieja era así o asá” -mientras reflexiona en voz alta, usando el tono grotesco y chillón de un niño que se queja, no deja de examinarse las manos. “Es inteligente” pienso mientras sonrío y le doy la razón a su observación sobre lo que todos venimos a decir al consultorio del psicoanalista: la madre, siempre la madre, la madre que somete, que reprime, la madre que seduce, la que ignora y abandona, la que persigue, la que sufre por nosotros, la víctima, la victimaria... Hasta un humilde aprendiz de terapeuta al que la ética recuesta en el diván, cae en la fosa de aquella triste verdad, concluyo.

-Si le echo la culpa de algo a mi madre es, en primer lugar, por no haber tenido más hijos; como hija única, en verdad pasé alguna soledad, especialmente cuando mi padre se marchó. Él era un buen compañero, especialmente cuando, adolescente al fin, traté de hacerme un lugar en el mundo y opté por la rebeldía, la oposición a todo, usted sabe -Katia habla con bastante propiedad, con orden, y eso dice bien de la organización de su pensamiento. -Y si no la pasé tan sola fue porque siempre tenía a mis primas, que eran más o menos de mi edad y más locas que yo. Con ellas aprendí de lo bueno y de lo demás…
-¿A qué te refieres? -pregunto francamente intrigado por saber qué será “lo demás” que Katia aprendió de sus primas. Estoy seguro que Katia será motivo de análisis en mi sesión de hoy, y que sus observaciones, agudas y sencillas, serán útiles para tratar las expectativas de los pacientes, tema que hace varias sesiones discuto, y lo que pueden esperar: curación o sólo alivio.
-Como me enseñaron a defenderme, porque en el colegio no faltaban las abusivas, con ellas también aprendí a fumar, a tomar a escondidas en las fiestas familiares, a escaparme de la casa y regresar de madrugada. Especialmente les agradezco haberme enseñado a defenderme, a pelear por mi vida.
-¿Por tu vida?, creo que exageras…
- Ah… Usted cree que exagero porque no sabe el resto de la historia. Voy a ser rápida porque mi sesión empieza a las cuatro y ya son las tres y cincuenta: cuando mi padre se fue, mi madre se entregó a trabajar como loca; ella era, perdón: es funcionaria del ministerio de Trabajo, ¿sabe? Ella, que volvió a fumar entonces, deprimida como quedó, se pasaba los fines de semana metida en su cama. Pasé a ser entonces la madre de mi madre; a veces es así ¿no? Como ya tenía unos trece o catorce años, a ella no le preocupaba que me quedara sola ni cómo me hacía yo cargo de la casa; sabía que lo haría bien. Yo sabía cocinar, mi padre me había enseñado porque mi madre no sabía más que lo elemental, y me hice cargo de aquella nueva realidad, de ser “hija única de madre viuda” aunque mi padre estuviera vivo. Pero, casi al año de la separación, mi madre (la soledad suele ser mala consejera, siempre lo he dicho) se involucró con un compañero de trabajo, bueno, un “compañero de trabajo” digo pero en realidad no era más que un conserje que a la semana de instalarse en nuestra casa, salió del ministerio por haberse estado robando material de oficina: un imbécil completo. Pronto pasé a ser la cocinera de ese gandul que no hacía más que “buscar trabajo” y no encontrarlo. Mi madre estaba como confundida, creo que comprendía su error pero no sabía cómo corregirlo. El caso es que una tarde en que yo había regresado del basket, al vago aquel no se le ocurrió mejor idea que meterse en mi cuarto vestido sólo con una toalla; usted ya debe imaginarse sus intenciones. Creo que el tonto calculó mal. Primero, el tiempo: creyó que me encontraría recién bañada, quién sabe, en bata, pero yo me había distraído con un programa en la TV y seguía en buzo y zapatillas, bien sentada en el viejo sillón de mi cuarto. Luego calculó que tan flaca como era entonces, nada podría hacer contra él. -Katia hace una pausa, vuelve a mirarse las uñas, estira las gruesas manos, murmura: -Estoy dejando de comerme las uñas pero las desgraciadas no quieren empezar a crecer todavía. Bueno, el tema es que ya sin poder corregir su maquiavélico plan, se mandó a besarme, el cojudo, ¡y a manosearme! Cuando mi madre volvió, él lloriqueaba en la cocina; cómo había logrado ponerse la ropa con un brazo roto, y una oreja en colgajo es todavía un misterio para mí. Lo que sé es que cuando me acusó de haberme vuelto loca porque, según él, traté de meterlo en mi cama y él me rechazó, mi madre, la recuerdo mirándome, gritándome “perdóname, hijita” con el silencio lloroso de su mirada, no le creyó y lo sacó pitando de la casa. Bacán ¿no?; linda mi mami. Lástima que la historia no quedó ahí; bueno, por eso vengo a la consulta, a ver si resuelvo lo que me quedó de aquel asunto. A los cuatro días, mi madre regresó de la oficina bien tarde. Con sólo verla entrar, supe lo que le había pasado, venía con la ropa en jirones, la cara hinchada, sangrante, la cabeza rota, los brazos y las piernas llenas de raspones, moretones. Prometí buscar al infeliz y darle su merecido. Y lo encontré. Como era menor, y lo había denunciado antes por haber intentado violarme, una buena idea de mi madre, me mandaron a una correccional, ahí, gracias a la razón de mi encierro, no tuve problemas con nadie, fui respetada. Y, afortunadamente, porque mi pobre madre, destrozada por verme en cana por su culpa, me necesitaba muchísimo, y por mi buena conducta, no pasé más que ocho meses ahí; la jueza comprendió que yo era una adolescente, que mi madre era una persona vulnerable, que éramos dos mujeres solas, en fin, que yo más tenía de inocente que de culpable. Pero me pasé mis buenos ocho meses ahí. Aunque comprendo que matar a otro debe tener algún castigo, vengo para prever que en la próxima vez que alguien quiera pasarse de vivo conmigo o con mi mamá, el cuento no termine con policías, la cárcel y tener que venir a la consulta con un loquero tres veces por semana para hablar ¿de qué?, de mi madre, claro -Katia se levanta lentamente del sillón y, sonriendo me extiende la mano derecha y me lapida: -Ha sido un gusto, señor. Imagino que usted también viene a culpar a su mamá de algo ¿no?