viernes, 4 de septiembre de 2009

Oficio de Mentir

Aunque parezca vanidad, a pedido de algunos fieles lectores, y ante la información de hace unas semanas sobre mi participación en un concurso de cuento, procedo a publicar el texto premiado: "Oficio de Mentir".


“Esta es una historia interesante”, la voz del profesor resuena entre las paredes del aula mientras los gratos sonidos que llegan de afuera, de los jardines soleados y llenos de las estudiantes de Educación con los rostros bronceados y las piernas desnudas por la moda de los pantalones cortos, se apagan hasta desaparecer. “Transcurre en dos pueblos de la selva amazónica: Canelado y Alambique. En cada uno de los cuales vive un par de gemelos, ¿verdad?”, insiste. Algunos asentimos con la cabeza de arriba a abajo y tratando de modelar un gesto grave, como si nuestro conocimiento de la historia fuera profundo. Yo, por supuesto, miento; no tengo idea de lo que trata “Doble o Nada” ni quién es Mariano Mariasi, su autor. Y miento porque creo que es un buen ejercicio narrativo, tal vez el mejor; si no pudiese inventar algo, por más sencillo que fuera, creíble, cierto en apariencia, no pensaría en dedicarme a escritor ni estaría estudiando para ello. Mientras el profesor gira lentamente, añadiendo con una mano en la barbilla un gesto teatral al paseo que da entre las carpetas, yo vuelvo a las chicas de afuera, tan lindas, tan gráciles con las hermosas piernas al sol y risas como cascabeles pequeñitos. Entonces, los gemelos Junio y Julio Cortez, los que se parecían entre sí no más que aquellos parientes olvidados y distantes que se encuentran siempre en los velorios y nunca en una ocasión feliz, aparecen frente a mí con sus rostros de lejana coincidencia, su increíble poder de comunicación telepática, y el deseo cegador de poseer a la misma mujer. Y se matan pronto: “Como todos sabemos, ambos mueren en los primeros capítulos, ¿verdad, Dimas?”. “Sí, señor, a machetazos” respondo de pura intuición, y agrego con divertida seguridad –como quien lanza un par de dados y pide un siete-: “En el segundo capítulo”. “Exactamente”. Sonrío por la burla y el acierto casual de la muerte de aquel par de muchachos que el autor pone tan pronto fuera de la historia. ¿Será todo tan fácil y previsible?, me pregunto. “Entonces la historia traslada su centro de tensión a las figuras misteriosas del otro par de gemelos, ¿los recuerdan?”. Yo sólo recuerdo el cabello liviano y rojo de Antonieta que ha de estar flotando infiel en la brisa de esta mañana mientras no puedo mirarlo y odio a “Doble o Nada” y a sus dos pares de gemelos de los que sólo queda uno: “Cuarto Creciente y Cuarto Menguante De Souza” responde una idiota de gafas que antes ha ganado un concurso de cuentos y nunca tendrá las piernas de Antonieta; y sigue, muy sabihonda ella: “Cuya madre adoptiva es Abnegada, tía de aquella misma mujer que provocó la lucha entre Junio y Julio Cortez”. “Claro” acoto yo con cinismo y conteniendo una sonrisa pues una sonrisa podría ser lo que aquella estudiosa espera esgrimiendo su buena memoria y un generoso escote. Y el profesor: “¿No es este un modelo de cómo la trama avanza hacia la crisis?”. Vuelven a mí, como para que no las olvide, las chicas de Educación charlando entre risas a la sombra de los grandes eucaliptos que rodean la cafetería, tan lindas y tan lejos de Alambique y la historia que el tal Mariasi intentó mezclando pares y enfrentando a un par de hermanos por una muchacha de la selva, callada y hermosa, de largo cabello oscuro y ojos estirados y enormes, que a veces, como casi todos en la selva, podía ver el futuro en sueños. “¿Cómo definirían ustedes la relación que vincula a los protagonistas en esta parte de la obra?”, nuevamente aquella inocua voz me regresa al salón donde ya han tomado asiento los gemelos muertos, la tía Abnegada, el otro par de gemelos de nombres lunáticos que aún andan vivos, y ella, la india hermosa y letal con las piernas de Antonieta cruzadas y sin un nombre, ardid del autor que reparte impunemente motes insólitos a los demás personajes. Los gemelos de las fases lunares parecen confundidos y, por lo que escucho, así se pasan toda la novela, como si por la increíble semejanza física que guardaban, ellos mismos no pudieran estar seguros de cuál era cuál, y su vida transcurriera en el limbo de no tener una forma propia sino algo siempre dividido entre dos. Son apuestos los muchachos: de cuerpos como forjados en la fragua del sol abrasador de la selva y templados por el golpe helado y repentino de las lluvias mientras se cuela el río por una nada de oro; y rostros cetrinos, tallados por los dolores hondos y tercos que da enamorarse siempre de la mujer equivocada. Son líneas regulares que se enredan un poco, yo cambiaría una coma por punto. Me olvido de Antonieta y le sonrío suavemente a la aprovechada del escote que parece conocer la obra mejor que todos; vuelvo a mentir, esta vez sin palabras, con un gesto lanzo mi mensaje, un mensaje tan claro como creíble. “¿Alguien puede hablar del personaje de la tía Abnegada?” sigue preguntando inútilmente el profesor. No vuelven ya las risas de afuera ni la avidez de gozar la soleada libertad de haber terminado las clases como Antonieta y sus compañeras. La tetona de los lentes lee, interrumpiéndose para mirarme con cierta ansia: La lluvia empieza a caer sobre la selva de Alambique, y la tía Abnegada, cuyo terco estreñimiento de diez días provoca como siempre que leviten los muebles de su choza, se queja lastimeramente en el rústico lecho donde anida su esmirriado cuerpo, deforme hoy por el balón de la barriga. Por debajo de las sábanas que levanta la redonda tirantez del vientre inflamado, sus dos piernas, como frágiles juncos se asoman tristes y desnudas. En la habitación, iluminada a ramalazos por la luz fugaz y rotunda de los relámpagos, no hay en qué sentarse: el único sillón de esterilla casi llega al techo y se eleva más con cada quejido de la anciana. Sentada en el suelo, está ella, la sobrina infeliz y querida, tomando entre sus manos la mano huesuda y recia de su tía. De pronto, la puerta de la habitación se abre y Antonieta interrumpe el diluvio selvático asomando su perfecta cabeza de muñeca, cabello rojo y ojos azules, para decirme “ya me voy”. Al cerrarse la puerta, la penumbra vuelve a caer en la lluviosa Amazonía de cosas inexplicables, muertes por amor, y la historia de dos pueblos, dos pares de gemelos, y un par de mujeres, una vieja y estreñida, la otra, hermosa y maldita.

La lluvia arrecia, como la tibia ducha, empapa su ropa y desnuda sus formas y demás encantos; es linda sin anteojos pienso, y de entre sus pechos, liberados ya de la trampa del escote, nace un tierno aroma como el del talco para bebés. “¡Teníamos que estudiar una novela completa, Antonieta! ¡Sí, toda la noche! Una novela sobre la que van a tomarnos el examen final…”, volveré a mentir.