viernes, 28 de agosto de 2009

Razones para matar

Emulando, sin saber, al genial escritor hispano mexicano Max Aub (París 1903 – México 1972) en su obra Crímenes Ejemplares, Agustín Rosas Caro (Chincha 1937 - Barranca 1979), desde su conveniente oficio de asistente de psiquiatra forense, recopiló durante diez años, los alegatos expresados por decenas de asesinos acusados por diversos crímenes. Aquí, una breve selección de aquellos, y un retrato en crudo de una de las facetas más curiosas y fascinantes de la naturaleza humana, la que muestran los que deciden terminar con la vida de otro:

- La maté porque se fue con otro… y regresó.

- Dígame si no era para desesperar: todos los días comía como un cerdo, ¡no sabía más que comer el desgraciado! ¡Siempre con hambre! Desde la mañana hasta bien entrada la noche, traga y traga, sin descanso, ahí en la cama. ¡Eso hacía el viejo todo el santo día!... Esa mañana le prepare el desayuno con veneno para ratas; se lo tomó sin chistar, todo. Era en verdad insoportable.

- Soñé que mataba a un tipo como él, con una botella; que le daba un botellazo y se moría ahí, en el acto. Esa mañana me lo crucé, ¡y justo en la esquina que me encuentro una botella…!

- Si no lo mataba, iba y mataba a mi padre.

- No sé realmente por qué la mate. No sé si fue porque nunca me hizo caso, porque ni siquiera me miraba… no sé. Mientras apretaba su pescuezo pensaba que tan bonita no era, que de cerca era bien del montón, nada especial.

- El muchacho de mierda lloraba y lloraba, y yo estaba cansado y molesto con mi mujer...

- Soy profesor desde hace diecisiete años, y en todos esos años nunca, nunca me encontré con un chico tan irrespetuoso, tan malcriado. Cuando llamé a su padre, entendí de dónde le venía todo ese atrevimiento, toda esa rebeldía… El padre era un matón, muy grande y vulgar; me tomó de las solapas y me sacudió ahí, delante de los alumnos, gritándome que yo no era nadie para llamar la atención a su hijito, con el que ni siquiera vivía. Fue algo muy vergonzoso, muy triste. No tenía que pensarlo mucho para ir aquella misma tarde hasta su casa y meterle un par de balazos. En la mañana, porque no lo encontraron hasta que yo fui a la policía, volví al colegio y me di el tiempo de explicar a los alumnos que nunca, por nada del mundo deben dejarse humillar por nadie. Y que, digan lo que digan, la revancha alivia… No me arrepiento, creo que el mundo es mejor sin gente como esa…

- No quería matarla, ahora me muero de pena de verla toda chorreadita, desmadejada sobre la cama. ¡Pero qué manera de joder la desgraciada…!

- Yo los vi con mis propios ojos. Aquella mujer había ido una vez a la casa, a ofrecer la revista de su iglesia, recuerdo, haciéndose la cojuda. Era pequeña y sin mucha gracia; no sé qué pudo verle el baboso de mi marido. Bueno, cuando los encontré en la pollería, riendo, felices, pensé en sólo hacerles un escándalo, ya sabe, armar un lío con gritos, de repente tirar un vaso al suelo, que viniera la policía… Pero la sinvergüenza se pudo brava, y me dijo que yo era una vieja, que ella tenía un cuerpazo, y que por eso tenía a mi marido comiendo de su mano; ¡hasta se palmeó las nalgas la muy cojuda! No pensé que un tenedor pudiera entrar tan adentro, le juro.

- Lo maté porque me dieron cincuenta soles para hacerlo.

- Apestaba, el salvaje apestaba. Y se había hecho la costumbre de pegárseme en el ómnibus que cada mañana tengo que tomar hasta el ministerio, cada mañana… Ese día el infeliz me habló; claro, tenía un aliento asqueroso. Estábamos en la misma puerta del bus. Cuando lo empujé, no me imaginé que un carro lo aplastaría ahí mismo, sólo quería botarlo…

- Ahora dicen lo contrario, pero yo sé que por él, por darle mi puesto, me iban a botar.

- ¿Usted nunca ha pensado en matar a alguien para ver qué se siente? Bueno, yo lo pensé mucho, y por fin fui y lo maté. Luego lo dejé ahí, pensando que tardarían en darse cuenta, ¿no ve que por un pobre viejo borracho que vive en la calle comiendo basura, nadie se interesa? Bueno, hasta que lo ven muerto en la calle pues…

- Sus hijos lo odiaban, su mujer lo odiaba, ¡todo el mundo lo odiaba! Bueno, yo no lo odiaba, sólo lo maté.

- Era un tremendo abusivo, y se aprovechaba de la familia de mi novia que en verdad son unos pobres idiotas… Yo estaba asombrado de cómo le dejaban hacer todo lo que hacía para que “la menorcita”, que así llaman a la hermana de mi novia, no se enojara. Una noche de esas, en las que apareció tan bravo, manoteando la puerta, yo me encontraba aún en la casa. Cuando me vio salir, se quedó un poco quieto, quizá escuchaba venir la desgracia. Cumplí con advertirle: le dije que no quería pegarle, que ya sabía de sus pendencias, que me importaba un pedo el parecer de “la menorcita”, y que si no se largaba, iba a saber qué sigue de este mundo. El muy bruto se aleonó, se puso macho. Y quedó para siempre con aquella cara de cojudo que usted ya le ha visto en la morgue.

- Lo maté por equivocación: lo confundí. En la oscuridad se veía del mismo porte que mi compadre Gilberto Reyes, cuya mujer me vengo comiendo hace unos meses. Fue justamente ella la que me convenció de apuñalarlo.

- Estábamos bien borrachos. No recuerdo por qué pero en un momento empezamos a pegarnos, a darnos duro. No nos insultamos, sólo nos pegábamos, por un largo rato. Así, de puro borrachos pues… En el suelo, recogí una piedra… Era mi mejor amigo, como un hermano… crecimos juntos.

- El perro se pasaba asustando a mis hijos, ladrándoles, mostrándoles los dientes. El día que quiso morderme, no me contuve y lo pateé; salió huyendo. Eso fue en la mañana, temprano, a la hora que me iba a la oficina. En la tarde ya estaba la vieja haciéndole un lío a mi mujer, que todos los vecinos me habían visto pateando a su cochino perro, que con qué derecho, que qué nos creíamos... Traté de conversar, de explicarle que su perro había querido morderme, que tenía a mis hijos en vilo, que no debía permitir que saliera a ensuciar la calle y asustar a unos niños… Bueno, la vieja no entendía razones, quería que le pagara para llevar al can al veterinario porque ahora cojeaba. En la noche volvió y empezó otra vez a insistir en que le pague la consulta del pulgoso animal, entonces yo ya estaba cansado, y la mandé a la mierda. Regresó con su hijo, un manganzón como de veinticinco años, que no hace nada más que vivir de la pensión de la vieja. Entre los dos, a los gritos, siguieron jodiéndome. Si usted se imaginara el escándalo en plena calle y las caritas de susto de mi mujer y mis hijos, comprendería por qué usé aquella vieja escopeta de perdigones y logré que se quedaran callados los dos.

- Me dijo “¡Mátame pues, huevón!”, pero no crea que lo hice por obedecerle… ¡No iba a aguantar que me insultara de esa manera!