jueves, 20 de agosto de 2009

Porque murió Nino Bravo

La semana pasada fui honrado con la Medalla de Honor al Mérito de los Juegos Deportivos y Culturales del Colegio Militar Leoncio Prado, en el que, entre 1973 y 1975, hice los tres últimos años de Secundaria formando parte de la promoción XXX. La medalla me fue entregada por haber ganado en la competencia cultural en la disciplina Cuento. Este es el discurso de agradecimiento que no pronuncié. De todas maneras, doy las gracias al generoso jurado y a mis compañeros, excadetes de la XXX que alientan mis afanes literarios.

La ocasión de ofrecer mi primer libro de cuentos a una casa editorial me enfrentó casualmente y por vez primera a la pregunta “¿Por qué escribes?”. La representante de la empresa, algo joven para la experiencia que yo hubiera exigido a su cargo, hizo la pregunta tratando de aparentar cierta inteligencia. A decir verdad, por sencilla, y complicada a la vez, confieso que no me la esperaba.

Sin embargo, sin pensar, respondí rápidamente “Porque murió Nino Bravo”. “¿Porque murió Nino Bravo?” repitió ella como pregunta y aguantándose una carcajada. En mi cabeza empezó entonces a revolotear el detalle de aquella respuesta, la historia de mis inicios como escritor, los días de adolescencia pasados en el Colegio Militar Leoncio Prado.

La mañana del martes 17 de abril de 1973 mete su lenta, suave luz de otoño por las ventanas del aula; el profesor de Religión, un tipo pequeño cuyo nombre se ha perdido definitivamente en la ingratitud de mi memoria, termina la clase contándonos solidariamente algunas noticias del “mundo exterior”, mundo al que los cadetes de tercer año no podemos volver hasta el segundo fin de semana de mayo, es decir en nuestra primera salida con ocasión del Día de la Madre. La primera noticia me deja congelado en la carpeta: "En España, murió el cantante Nino Bravo"; el día anterior, para instalarlo para siempre en el pecho de toda una generación, un violento accidente de carretera lo había sacado brutalmente del mundo. Aquella generación había empezado su adolescencia precisamente con el advenimiento de “La Década Prodigiosa” de la música romántica, la de los años 70, aquella en la que surgieron quizá las más sentidas baladas, la música más cándida y amorosa. No recuerdo haber oído las demás noticias de aquel día triste.


En aquellos días, yo, como muchos de los presentes, estaba enamorado, profunda y absolutamente enamorado, con el amor inefable, sencillo, y extremado que sólo es posible a los trece años. Y el día anterior, 16, había sido el cumpleaños de la dueña de aquel púber amor que unos meses atrás era sólo la sencilla y excesiva felicidad de compartir la misma aula y la misma primavera de la mano por primera vez; y hoy era la lenta tortura de no poder tenerla a mi lado. Ella se llamaba… bueno, no importa mucho ahora cómo se llamaba, lo que importa es que estaba llena de todas las cosas lindas que sólo puede tener el primer amor (gracias a las cuales se instala de manera indeleble en nuestra alma), y que, como la vida me enseñaría muchos años después, nadie lograría entregarme jamás como ella lo hizo. Aquel día funesto, tras la noticia de la muerte de Nino Bravo, yo lamentaba más que nunca el encierro, la forzada distancia, lo mucho que la extrañaba, su fugaz visita del fin de semana, aquel beso furtivo que en la ilusoria soledad del carro de un tío nos habíamos dado, y el largo abrazo con el que no nos habíamos podido apretar... Ahora Juan Manuel Ferri, a quien mejor conocíamos como Nino Bravo, había muerto, y su sorpresiva partida, como el áspero aliento de mar que sopla incansable sobre el acantilado donde el colegio se levanta, rociaba de sal la herida de amor que la distancia abría cada tarde que pasaba sin mi amada, sin el amor que nos íbamos inventando, sin la precoz pasión que en nuestros cuerpos se iba revelando. Recordé entonces, a punto de llorar -por qué voy a soslayarlo ahora-, la noche en que le confesé mis sentimientos, la noche en que “me declaré” como se decía entonces, porque entonces las relaciones de enamorados no empezaban sólo con un beso como ahora -asunto que implica casi siempre malentendidos-, sino que era indispensable que, tomando la iniciativa, uno verbalizara su intención preguntando si era aceptado como enamorado. Aquella noche de noviembre, durante una fiesta, y luego de haber bailado el tema “Cartas Amarillas”, canción con la que el buen Nino puso la magia que hizo inolvidable aquel momento, le declaré mis sentimientos. Aquella linda melodía flotó sobre nosotros mientras, bajo luces de colores y en silenciosa complicidad apretamos un largo abrazo haciéndolo pasar por baile. Recordé vívidamente la ansiedad de esperar hasta el lunes siguiente para conocer su respuesta -sea cual fuera su respuesta, entonces las chicas nunca respondían de inmediato- y el encanto en que me envolvió su sonrisa cuando, durante el recreo de aquel día nos abrazamos conviniendo en ser enamorados; el recuerdo de aquella soleada mañana aún suele llegar a mí con curiosa fidelidad. Su mandil de color crema, recuerdo, guardaba aún la huella del planchado sobre su nombre en caligrafía de hilo rojo. Recuerdo de pronto a la empleada de su casa, la que seguramente se encargaba de lavar y planchar aquel inmaculado guardapolvo; y recuerdo también al hijo de aquella, un niño que tal vez tenía un año, y al que de vez en cuando, remedando una extraña y pequeña familia, llevábamos a pasear al cercano parque. Hirsuto, el crío llevaba el nombre de Toño. Recuerdo también que aquella mañana de segundo de media, sus pequeñas y cuidadas manos, en verdad tiernas aves blancas de lirio y pan recién horneado, anidaron tranquilamente en el temblor sin tregua de las mías; y que entonces mi corazón parecía aletear tratando de dejar la estrecha jaula de mi pecho. Aquel recreo sería tan breve... Hoy, tantos años después, evoco con añoranza aquella sencilla felicidad, y que luego nos asaltaría la distancia, y con ella la pena y el adiós para siempre de tantas cosas tan lindas como simples.

La fría mañana del 17 abril de 1973, Nino Bravo había muerto en la lejana España, las radios estarían propalando sus canciones, detalles de su vida, mientras yo, uniformado como un comando, soportaba nuevos recreos sin amor, cumpliendo órdenes emitidas por otros adolescentes como yo, agrupado en formaciones que marchaban o corrían entonando cánticos y lemas, satisfaciendo los horarios y rutinas incuestionables y rotundos de un cuartel saludando marcialmente y haciendo sonar siempre los tacos de mis pesados borceguíes.

Aquella noche, para mi suerte, me esperaba un turno de imaginaria. Entonces, mientras paseaba mi soledad entre el silencio que permitía el cansado sueño de mis compañeros, aprovecharía para llorar. Llorar a solas cuando sentía que la pena me acogotaba fue una de las buenas costumbres que pronto aprendí en el colegio militar, y que hasta hoy conservo, como dormir poco, bañarme con agua fría, oponerme tenazmente a la tentación de la frase “no puedo”, y tolerar que las cosas no sean siempre como uno quisiera que fueran, sin que ello signifique tregua alguna. Aquella noche mis argumentos para llorar no eran nuevos aunque parecían haber cobrado una mayor dureza: extrañaba a mi pequeño amor con toda el alma, extrañaba mi hogar, a mis padres y hermanos, pasear como cualquier otro muchacho mi libertad por las calles del barrio, salir cogiendo la manita de mi amada para llegar hasta un rincón del parque y abrazarla y besarla con el flamante ardor que ya ensayábamos en secreto.

De pronto, en el silencio, como si saliera de la temprana neblina que entonces ya rodeaba las cuadras de tercero, sentí el eco de una lejana melodía: algún cadete de quinto año, que podía gozar el elemental privilegio de tener una radio portátil, cruzaba la fría penumbra de aquella madrugada escuchando -sin mi dolor, obviamente- la firme voz de Nino Bravo mientras llamaba a una enigmática “Noelia” desde la soledad nocturna de una playa. Fueron muchas las sensaciones que en aquel momento de penas y añoranza me invadieron. Entonces, bajo la estirada luz que lamía el aire cerámico de los lavabos, en un cuaderno de cuarenta hojas empecé a escribir mi primera historia.

¿Por qué escribes? volvió a preguntar la representante de la editorial con tono de impaciencia; volviendo desde mis mejores días, repetí sonriendo: Escribo porque murió Nino Bravo... Luego de una semana me devolvió los cuentos excusándose: “Por ahora nos interesa publicar novelas, gracias”.