viernes, 11 de septiembre de 2009

Conmoción en el Pasaje Ópera

-La muchacha, es decir la empleada, hacía tiempo que metía a un tipo, señor, un atleta, un chico bien joven, aunque no tanto como ella que tiene 16 ó 17 no más, y lo llevaba hasta su cuarto -bajo un pañuelo de seda roja la vecina lleva una apretada toca de ruleros de plástico; mientras resume su testimonio, me mira alternadamente a través de sus gruesos lentes y por encima de ellos. -Eso era todas las noches, ¿no ve que el chico es bien jovencito?, y todas las noches ella esperaba que Doña Amparito se durmiera, porque la viejita le tenía confianza a la bandida, y, bueno, esperaba que se quedara bien dormida, que no era tan temprano porque le gustaba verse hasta el último noticiero, y le daba pase al chico -las demás vecinas siguen atentamente su relato, un par de ellas cuchichea entre sonrisas mientras seguramente recuerda la estampa gentil y potente del referido atleta. -Para mí que Doña Amparito ya sabía del asunto la noche que se les apareció en el cuarto. La misma chica, que de la selva dicen que era, seguro por lo calentona y fresca -como pajaritos en el bosque, las risas se sueltan en el corrillo que han formado las vecinas alrededor nuestro, -confesó que esa noche ella sintió entrar a la vieja en la habitación, y que aquella se pasó largo rato espectando todo en primera fila -imagino a la anciana, la gran boca sin dientes tan abierta, la hipnosis de sus ojillos tras la pequeñas gafas-; cómo el muchacho hacía su labor y le apagaba la calentura a la selvática esa… -la vecina no disimula el desprecio que ahora le despierta la audaz empleada. Aquella noche fatal, la muchacha, en los resquicios que le dejaban los estremecimientos que tan bien sabía encenderle el atleta, pudo ver a la vieja babeando a su lado, ladeando la blanca cabeza y acomodándose los lentes, incluso asegurando el viejo bastón para agacharse y atisbar en detalle el rítmico funcionamiento de sus lubricados equipos. -Dice la chica que luego de un rato mirando y mirando, Doña Amparito regresó a su cuarto, seguramente pensando en llamarle la atención en la mañana. Entonces, yo creo que quizá tentada por el atleta, y confiada porque ya no tenía nada que ocultarle a la anciana, la chica esperó a que se durmiera y fue a robarle a su cuarto, entonces la anciana la sorprendió y ella la mató -las demás vecinas se estremecen al escuchar la confirmación de lo que para algunas era un rumor: que la anciana está muerta.
-¿Y cómo la mató, señora? -me atrevo a preguntar comprobando que cuando uno anda bien vestido, las personas suelen creerlo digno de confianza. Hace sólo quince minutos di la vuelta a la esquina y me encontré con la cuadra conmocionada, una ambulancia en medio de la calle, algunos policías, y empecé a hacer preguntas por pura curiosidad. El vecindario de la cuadra 27 del pasaje Ópera, se ha volcado a la calle para saber el destino de una de sus vecinas más veneradas y antiguas: doña Amparito, que al parecer anoche sufrió un infarto y hoy, gracias a la presencia del representante del Ministerio Público, no tiene que esperar más y pronto será retirada de su casa en una bolsa de plástico negra. La vecina que tomó la iniciativa de hacerme el recuento de los sucesos acaecidos al parecer durante la madrugada, acusa mayor ansiedad ante mi pregunta, y no espera nada para aclararme:
-Exactamente qué hizo la chica para que doña Amparito resulte muerta, no puedo decirle, señor. Pero para mí está claro que la mató por llevarse su plata… Doña Amparito guardaba toda su plata en su casa, en los cajones de su comodín… -seguramente mi expresión de extrañeza la desanima de seguir afirmando con tanta vehemencia lo que son especulaciones. Cuando estoy a punto de retrucarle, mira hacia la casona de doña Amparito y, como convocada por una misteriosa voz del más allá, empieza a caminar hacia ella; las demás vecinas la siguen.

- Nada que ver… La vieja murió por mañosa, por quién sabe qué cosas que se le ocurrieron. Se lo digo porque el chico es mi sobrino, y yo sé lo bandido que es él -el sargento Julio César Huamán no me mira mientras habla, no aparta la vista de la casa de doña Amparito. -Ese muchacho hace tiempo que está con la chica esa, la de Iquitos, y bueno, ella lo metía en su cama pues... Creo que mi sobrino está, como dicen, bien dotado ja ja ja… -la risa del sargento Huamán es fresca, contagiosa, y le sirve para apartar por un instante la vista de la casa y dirigirme una rápida mirada -¡Seguro como su tío, ja ja ja… -no puedo evitar reír con él.
-Fuera de bromas, ¿no cree usted que la mataron para robarle? -hago la pregunta mientras no he terminado de celebrar su graciosa ocurrencia.
-Nooo, señor… Le cuento: la vieja se metió en el cuarto de la muchacha mientras mi sobrino hacía, bueno, hacía lo suyo ¿no?, su chamba ja ja ja… Y curiosamente no les hizo lío alguno sino que se quedó mirándolos en su baile ¿no? Nada más.
-Y me va a decir que de eso la vieja se murió…
-Nooo, no, señor. Según me ha contado mi sobrino, porque yo mismo lo llevé a la comisaría; “es lo mejor que puedes hacer sino tienes culpa de nada” le dije, bueno, según me ha contado el chico, la vieja, doña Amparito, de qué se habrá acordado, porque ella tenía marido hasta que se le murió, de qué se habrá acordado que se atrevió a pedirle a mi sobrino que la premie, ¡que le haga el favor, señor!!! ¿Se imagina?, ¡una viejita más arrugada que una pasa!, ¡quería su aventón!, ¡que mi sobrino le sacudiera la polilla!!! ¿Se imagina usted?
-¿Y?!! –pregunto queriendo creer la versión del asesinato con robo para evitar la perversa imagen de mi abuelita buscando favores sexuales, pidiendo que un muchacho le “sacuda la polilla”.
-¿Y?, y nada pues que… que bien bandido es mi sobrino, ¿no le dije? Y así la viejita se fue a encontrar con San Pedro feliz, ¡y en cueros!, ¡toda calata!, ¡en pelos! ja ja ja… -la risa del sargento Huamán es terriblemente contagiosa.