viernes, 18 de septiembre de 2009

El Niño Soñado

-Sueño que me encuentro en un parque, un parque lindo, bien cuidado, con grandes espacios muy verdes, muchas flores, puedo ver pajaritos que vuelan entre los árboles, mariposas; es una escena llena de lindos colores, doctor. En ese paraíso, de pronto escucho a mi espalda la voz de un niñito que me llama: “¡Abuelita!, ¡abuelita!”. Cuando volteo, me sorprende un niño muy pequeño, que parece tener sólo dos años o menos, y que viene corriendo hacia mí; yo sé que ese niño es mi nieto, y me alegro de verlo venir a mí con los bracitos abiertos y una gran sonrisa. Es un momento feliz, ¡siento que quiero tanto a ese pequeño…! ¡Pero de pronto sucede algo increíble, algo espantoso, doctor!...-, la mujer, sin dejar de mirar al doctor Jiménez rompe a llorar presa de un repentino dolor, visiblemente conmocionada se toma las manos con angustia y sigue: -¡Es terrible lo que pasa entonces, doctor! De pronto, la tierra se abre entre el niño y yo, una enorme grieta se abre como una gran boca, ¡y mi nieto se cae en ella! Yo, desesperada grito, quiero lanzarme tras de él, me aloco…-, el llanto irrumpe, la señora llena el cuenco de sus manos con su cara y llora sentidamente por un rato, el doctor Jiménez la mira detenidamente; el silencio del consultorio sólo es mellado por el rítmico golpeteo de una persiana que la brisa mece contra el marco de las ventanas. Cuando la mujer descubre su rostro, y se dispone a rebuscar en su bolso, el médico la espera extendiéndole un oportuno pañuelo de papel y una suave, casi imperceptible sonrisa de comprensión. El doctor Jiménez, psiquiatra enriquecido por el estudio del psicoanálisis y las teorías freudianas sobre el inconsciente, solía entrenar mi formación en psicología clínica con la invalorable oportunidad de compartir como “convidado de piedra” las consultas que concedía llenando las tardes de un descuidado hospital del estado. En los larguísimos minutos que se tomó la paciente para alcanzar la tranquilidad que el recuerdo de aquella pesadilla le había arranchado malamente, el doctor Jiménez no pronunció palabra alguna. Luego de un par de suspiros, y de usar algunos pañuelos más, la mujer volvió a hablar:
- Es terrible, doctor. Cuando me pongo a pensar que se trata sólo de un sueño, me parece ridículo sentirme tan afectada, y siempre terminar llorando de esta manera. Es que… ver a ese niñito caer de pronto en aquel abismo oscuro es desesperante, es terrible…
- ¿Usted tiene una hija?- el doctor Jiménez me sorprende; de corriente ofrecemos al paciente la oportunidad de dar luces para interpretar su propio sueño tratando de establecer alguna conexión de este con un aspecto de la realidad, y no preguntamos por miembro alguno de su familia si el paciente no lo menciona. La mujer, sin embargo, no parece sorprendida; responde con tranquilidad:
- Sí, doctor.
- ¿Y es vuestra relación buena, muy cercana?
- Muy cercana, doctor. Desde que su hermano mayor viajó a estudiar a los Estados Unidos hace cuatro años, somos como hermanas- una breve risa ilumina y distiende su rostro inflamado por el llanto; se trata de una señora joven, que no llega a los cincuenta años y que conserva la ventaja, seguramente heredada, de un rostro de rasgos infantiles, delicados, y cubierto por una piel que el tiempo se ha tomado la licencia de no empezar aún a estrujar. -Mi esposo dice que hasta nos comunicamos sin hablar, que sabemos lo que la otra está pensando…
- ¿Está ella encinta?- el doctor Jiménez vuelve a sorprenderme pero, al parecer el único sorprendido sigo siendo yo; la paciente responde luego de un corto silencio en que el compás de las persianas contra el marco de la ventana ha reaparecido:
- Creo que no, doctor… no sé… Y creo que si así fuera, yo lo sabría.
- ¿Para usted su hija es una chica ejemplar?
- Bueno, doctor. Yo sinceramente quería que me ayude con este asunto de la pesadilla que tanto me angustia, pero veo que usted, con todo respeto, no está tratando el tema. Pero, bueno, por otra parte creo que debe saber lo que está haciendo…-, el doctor Jiménez no se ha inmutado, la sigue mirando con la misma leve sonrisa, esperando su respuesta. -No exagero si le digo que creo que mi hija es la mejor hija que una madre puede tener; a sus veinte años es una de las mejores estudiantes de su clase en la universidad como lo fue durante la época de colegio; nunca nos ha traído problemas, es muy tranquila, inteligente y buena. Es la mejor, mi hijita. ¿Puede decirme qué tiene ella que ver con mi problema?
- Creo que usted lo sabe, señora.
- No, no lo sé, doctor- la mujer parece estar perdiendo rápidamente la paciencia; la insinuación que el doctor Jiménez ha dejado flotando en el aire acerca de un posible embarazo de su hija, a pesar de no sorprenderla, ahora parece haberla ofendido.
- Bueno, claro, creo que no me he sabido expresar; usted, conscientemente no “sabe” realmente lo que ocurre- al decir “sabe”, el médico ha rascado el aire con dos dedos de cada mano, -pero ese conocimiento está dentro de usted. Me explico: a usted le pasa algo que la angustia y que se manifiesta en el terrible sueño que me ha contado y que se repite desde hace unos días; y no sabe, o cree no saber qué es lo que le pasa para tener esas pesadillas tan claras como terribles. Yo creo, modestamente que una parte de usted realmente sabe lo que ocurre, exactamente todo lo que ocurre, y que esa parte le está diciendo en sueños, lo que pasa.
- Pero…- el medico hace una seña con la mano pidiendo que le permita seguir.
- Pero hay otra parte de usted que no puede aceptar la información que le llega; esa parte elabora el sueño, encubre la información y proyecta la pesadilla cada noche; es decir le dice lo que usted no quisiera admitir, pero de manera velada, disfrazada. Disculpe que no sea más explícito pero en la búsqueda de la verdad está buena parte de la resolución de su problema-. Aunque parecía ansiosa por hablar, la mujer no dice nada por un largo rato, se mira las manos, juega con una sortija; la persiana y su vaivén vuelven a romper el silencio en el pequeño consultorio. Luego de una profunda inspiración, ella ajusta la mirada sobre el doctor Jiménez y le pregunta seriamente:
-¿Me está diciendo usted que yo sueño así porque mi hija está encinta y no me lo ha dicho?, ¿que aquel niño es mi nieto?- por el tono que le da a sus preguntas, es claro que no espera una respuesta sino ir aclarando los hallazgos de su propia reflexión, habla como si quisiera exponer sus ideas y someterlas al juicio del médico, -¿y que ese niño, digamos, está en peligro?-. El silencio vuelve a tomar el consultorio; la mujer se remueve en el asiento, preocupada, suspira. Lentamente, se pone de pie, y con un tono muy bajo, casi en un susurro pregunta: -¿Qué me recomienda que haga, doctor?, ¿no me va a recetar algo para dormir bien?
- Creo que en estos minutos de silencio usted ha hecho un gran trabajo interior. Sólo puedo recomendarle que hable con su hija, que rescate el buen nivel de comunicación que tienen y lo use para transmitirle que sobre todas las cosas usted la quiere, y que si alguna vez ella se equivoca, usted seguirá queriéndola igual. Eso le dará algunas respuestas. ¿No le ha contado a ella sobre sus sueños?
- No, no se lo he contado a nadie… Hasta ahora.

Al vernos llegar, las dos mujeres se pusieron de pie sonriendo, en el borde de sus ojos la emoción se embalsaba, reflejaba las luces de la sala de espera. El doctor Jiménez las saludó preguntándoles tranquilamente “¿Cómo les va?” y les señaló la entrada del consultorio, ellas se miraron sin dejar de sonreír, ansiosas, la madre retrocedió para extenderme amablemente la mano mientras su hija ingresaba. En efecto, como el doctor Jiménez había revelado, un niño estaba en camino. Sin embargo, el drama residía en el dolor que sentía la hija por haber defraudado a su madre con este sorpresivo embarazo, y la tentación de abortar que, desde que una amiga se lo recomendara, reptaba en su alma tratando de cuestionar las convicciones que sobre el respeto a la vida sus padres habían sembrado en ella. Aunque escucharon atentamente la explicación que el doctor les diera sobre la lectura que inconcientemente la madre hacía de la angustia mal escondida de su hija, provocada sobre la posibilidad de abortar más que sobre la de estar encinta, y los sueños que esa lectura generaba, no cesaron de repetir su convencimiento de que el niño que latía en el vientre de la hija, al sentirse en peligro de morir, en sueños había pedido auxilio a su abuela. Al despedirse, mientras abrazaban al doctor Jiménez, madre e hija se turnaban para reír y llorar.