viernes, 24 de octubre de 2008

Ochoa

Todos, hasta la señora de la limpieza que en ese momento pasaba la aspiradora en la oficina de Don Silva, corrimos a la gran ventana. Abajo, nueve pisos abajo, se había desatado de pronto una balacera. Desde mi sitio, recuerdo, llegué a ver cómo dos policías de agazapaban detrás de una camioneta y apuntaban sus revólveres a un pequeño taxi del que habían salido corriendo tres tipos, dos de los cuales llevaban pasamontañas. Luego de un par de minutos de tenso silencio, en los que todos hablamos en voz baja como si estuviéramos en peligro de ser descubiertos, los disparos volvieron a estallar; un par de patrulleros había llegado entre luces y sirenas para apoyar el fuego policial. Alcancé a ver cómo detrás de un árbol, uno de los enmascarados recargaba una pistola automática.
Ochoa estaba a mi lado, recuerdo, y que la linda Marita se escudaba tras de mí, exclamando cada cierto rato "¡Dios mío!". Hoy, cuando palpo la seña que aquella mañana dejó en mi tez: una curiosa peca hundida, una pequeña oquedad en el pómulo izquierdo, no puedo evitar el recuerdo de Marita y el aroma floral que su ansiedad hacía brotar de su bien formada humanidad.
De repente, la situación dio un vuelco aun más violento cuando otro coche, una camioneta blanca, trepó ruidosamente dentro de un jardín tratando de sortear el bloqueo que los patrulleros conformaban en la pista; en ella iban dos de los malhechores. La balacera arreció entonces, ahora tras las ondas de una gruesa humareda, al parecer proveniente del coche que trataba de escapar. Alguien nos hizo notar que el encapuchado que habíamos visto cargando su arma detrás del árbol, yacía ahora inmóvil. Ochoa se animó a comentar: "Creo que ese está muerto"; un murmullo tembló entonces entre todos. Y creo que aquella reacción fue lo que lo animó a seguir hablando. "No tienen escapatoria" dijo, y luego "están jodidos pero no creo que se entreguen". De pronto, tuvimos la sensación de que Ochoa era un experto en temas policiales, y que tal vez había sido policía antes de dedicarse a la aburrida placidez de sacar fotocopias en nuestra oficina. Llegué a notar, recuerdo, que las veredas aledañas, de corriente llenas de gente a esa hora, estaban desiertas.
Con la lucidez que de pronto había alcanzado, y la locuacidad que ahora lo controlaba, Ochoa siguió, recuerdo: "Creo que el del carro tambén está muerto", "no creo que sigan porque nadie lleva tantas balas a un asalto", "debían haber usado una granada por lo menos", "creo que van a matarlos a todos" y "qué mala suerte sería si una bala...". De repente su silencio se llenó de los gritos de todos: la bala de la que hablaba en aquella frase inconclusa había terminado su trayecto en algún punto de su cráneo.
No ví caer a Ochoa, el dolor de la astilla que me dio en la cara, y el miedo me tiraron hacia atrás.
Lamenté muhcas cosas de aquella mañana pero especialmente que el fiscal demorara tanto en autorizar el levantamiento del cuerpo de Ochoa.