viernes, 17 de octubre de 2008

Cicatrices

Estaba por decirle “yo la vi primero” o alguna otra razón infantil, una tontería, porque no sabía cómo ganarle. Pero ella se adelantó y le dijo: “Gracias, pero voy a bailar con Crispín, mi amigo…”, y dejó a aquel viejo creído con la mano estirada. Me hizo sentir bien.

Ella es viuda, tiene cuatro nietos. Rebeca se llama, y no le gusta cocinar, nunca lo ha hecho. Hace dos meses que viene a bailar; antes lo hacía con una amiga porque “a veces los hombres se toman confianzas que nadie les da”, dice. Pero pronto se ha dado cuenta de que no hay riesgo alguno, que son muchas las señoras que, como ella vienen a divertirse al parque, que todos se reconocen cada miércoles, y que la mayoría de los caballeros, señores de corriente bien mayores, es amable y sólo trata de pasar un momento entretenido.

Ella baila bien, en especial los valses y las polkas. Le he contado que perdí a mi Rosario hace 23 años, y que sólo tuvimos un hijo que también murió. Para no darle pena, he hablado de todo aquello como si no me doliera, como quien comenta las noticias; con penas de por medio, no hay relación que empiece bien, creo. No le he contado todavía de mi vida en la marina, de mis viajes, y los muchos lugares del mundo que conozco; podría parecerle vanidoso. Pienso que ya tendremos ocasión de conversar más.

Ella tiene los ojos pardos, muy vivos, la nariz algo alargada y un curioso lunar de lágrima bajo el ojo derecho. Sale a caminar en las mañanas, y en su sala siempre hay flores; son buenas para levantar el ánimo, me explica con voz pausada y sin dejar de sonreír. Mientras caminamos a la pista, me doy el tiempo de explicarle que el bolero se llama “Cicatrices” pero muchos creen que su nombre es “Se te olvida”. Rebeca toma mi mano con suavidad, yo no trato de acercarla mucho; podría caerle mal. Quedo atrapado en la nube de limas y jazmín que la envuelve, y me atrevo a traerla un poco hacia mí.

Mientras canto bajito Se te olvida que me quieres a pesar de lo que dices, y siento que ella corresponde y se aprieta una nadita, sorprendo a la luna saliendo por detrás del muro del colegio. De pronto, como una invasión de buenos augurios, una nube de globos rojos se eleva con el eco de unos aplausos; un asombro de niños nos abre la boca a todos: ¡Ohhh! En aquel momento de magia, ella sorprende una lágrima en mi mejilla: “Vamos, Crispín…” suspira mientras saca un pañuelo bordado de su bolso. Nos sentamos pues llevamos en el alma cicatrices imposibles de borrar, y en la hipnosis de los globos, ella toma mi mano. Sonrío. Sonreímos.