viernes, 6 de marzo de 2009

Ausencia

El hijo de doña Inés empezó a desesperar cuando ella no contestaba las llamadas que él le hacía desde la lejana Caracas. Luego de una semana sin noticias, encargó a un amigo de la infancia que aún vivía en el edificio aledaño, que pasara a buscarla. Es el húmedo y tórrido verano limeño de 2009. Cuando la policía cumplió la orden del fiscal, y abrió la puerta de su casa, doña Inés llevaba muerta sobre su cama la friolera de 18 días. Causas naturales la habían liberado de las muchas incomodidades de este valle de lágrimas. ¿Cómo pudo pasar desapercibida la muerte de doña Inés? Sus malas relaciones con el vecindario, las muchas millas sentimentales con que complementaba la distancia geográfica que la separaba de sus parientes, y el aislamiento emocional que gritaba cerrando todas sus ventanas, se confabularon para darle la plácida muerte que desgraciadamente la cogió en el olvido. La muerte se parece a una larga ausencia.

En 1837, el escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne publicó, en un volumen de cuentos titulado “Twice Told Tales” (“Cuentos Contados Dos Veces”), como relato de ficción la historia real de un tipo al que llama Wakefield que, en la ciudad de Londres, y luego de 10 años de matrimonio, abandonó la casa en la que vivía con su esposa, para mudarse a la cuadra siguiente, y -cuidándose de no ser descubierto por aquélla o algún otro conocido-, no volver hasta 20 años después. Durante ese lapso, Wakefield se dio el tiempo de vigilar su casa y eventualmente las idas y venidas de su desconcertada esposa, la que luego de un tiempo prudencial, y sin poder olvidar que al partir, su cónyuge le había anunciado volver en 4 días, se consideró viuda. Una larga ausencia se parece a la muerte.

Pero la muerte no es una larga ausencia, pues para que algo tenga largura debe poder ser medido, y la muerte, en términos temporales no se puede medir, es inconmensurable. Y una larga ausencia no es necesariamente la muerte, como comprobó tras 20 años, la mujer de Wakefield. Sin embargo, la vuelta de alguien que se daba por muerto gracias a su prolongada ausencia, tiene algo de milagro, del milagro de la resurrección. Por eso los credos religiosos resuelven la inconmensurable ausencia que es la muerte con la promesa de la resurrección, o del reencuentro de los que se han muerto. Algún mecanismo misterioso trabaja en cada ser humano las ausencias prolongadas como si fueran la muerte. Y las vueltas, el reencuentro, como si fueran una resurrección, es decir un milagro. De ahí la alegría sorprendida que nos embarga entonces.

La tecnología de la Internet, con sus buscadores y el sistema de correo electrónico, ha precipitado el reencuentro de millones de personas. Muchos, apartados por el tiempo y la distancia, por el olvido, por la vida, amigos de la más temprana infancia, ex compañeros de colegio, de universidad, del barrio, del pueblo, antiguos amores, familiares perdidos, profesores, los que fueran compañeros de trabajo, han eliminado de pronto la distancia y han sido sujetos del milagro de quebrar la ausencia. Son muchos los resucitados que hoy se abrazan, comparan sus canas en una pantalla de computadora, pueden rememorar los tiempos idos, se burlan de la muerte que una larga ausencia les pareció. Hasta que, quién sabe buceando en su propio Google, ella, la más rotunda e irremediable ausencia, nos contacte. Como a doña Inés.