jueves, 19 de marzo de 2009

Gitana

Primero fue el hongo de los cables; aunque era divertido quedarnos de pronto en la total oscuridad, ver el esfuerzo de papá para localizar en qué parte de la casa estaba la falla, y tratar de repararla a la luz de las velas que mamá sostenía entre maldiciones, nos daba pena. Luego descubrimos que la polilla del cemento llevaba surcando el interior de nuestras paredes por mucho tiempo. Cuando su tesonera y hambrienta labor conectó el cuarto de máquinas con nuestro dormitorio, nos regaló la fantasía de contar con pasajes secretos que se abrían bajo una cama y nos aparecían de pronto entre las piernas de los obreros. ¡Vaya que aquellos días eran divertidos! Mis hermanos y yo la pasábamos jugando e invitando amigos al fascinante laberinto que de a pocos se iba abriendo paso a través de nuestras paredes. Y recuerdo haber ganado varios campeonatos de “chimple y cuarta” con las perfectas canicas que aquellos enormes insectos soltaban alegremente luego de digerir nuestros muros.

Mamá sostenía que éramos víctimas de una maldición, que no había cómo pararla, que estábamos destinados a la desgracia, y que de hecho algo tan malo sólo podía ser culpa de papá. Cuando nos llegó la “canjeadera”, la situación se hizo insostenible; recuerdo a mamá mientras preguntaba a voz en cuello por las calles del vecindario quién tenía nuestros pantalones y de quién eran los calzones o camisas que ella sacudía en el aire. La “canjeadera” hubiera sido realmente divertida sino fuera porque de la noche a la mañana nos dejaba sin nuestra ropa y nos hacía terminar en el colegio vestidos como la trouppe de payasos del circo “Ropavieja”. En aquellos días, recuerdo, yo aprendí las ventajas de ignorar la opinión de los demás, y mis hermanos a pelear a cabezazos.

Por fin, cuando en lugar de agua, los caños soltaron té jazmín, mamá decidió poner a papá contra la pared; aunque para bañarse era bueno el té -nos relajaba antes de dormir-, a ella le irritaba muchísimo no poder hacer sopa o café. Recuerdo su fantasmagórica figura; detrás de la luz de una vela, entre los cañoneados muros de la casa y vestida con un enorme pijama cuyo dueño seguramente deambulaba las calles ondeando el suyo, era un espectro que si lo mirabas bien, podía matarte de risa. Y recuerdo sus ademanes de desafío mientras conminaba a papá a dejar la casa y librarnos así de tanta desgracia. Papá sabía que no podía enfrentarse a ella, especialmente cuando le hablaba arrastrando las palabras y movía nerviosamente el cuchillo con el que solía picar las papas, y que entonces parecía servirle para ensartar palabras en el aire. Aquella noche papá se fue con la gitana.

Esta tarde que apuro un segundo café y el sol se va poniendo sobre el horizonte, recuerdo la voz de mi madre que a la mañana siguiente, mientras lavaba los platos con agua pura, cantaba.