viernes, 19 de junio de 2009

Noche de San isidro

Anatolio se llama, y vive de un buen hato de vacas en un alejado pueblo de la sierra sur del Perú. Tiene dos mujeres que no pueden verse, que se odian. Y no es casual que las tenga. Anatolio no soportaba que su mujer, la primera, con la que se casó 10 años atrás, y que le ha dado siete hijos, se pasara con el período más de cuatro días; tuvo que buscar otra mujer. Porque Anatolio no se puede pasar mucho rato sin mujer, y mucho rato para él eran los 4 días que su mujer le pedía perdón y se arrinconaba esperando que la naturaleza terminara de desperdiciar hematíes obligándola a usar paños y demasiada ropa interior. La otra mujer es muy joven y, claro, no es inmune a la fertilidad, y tiene también períodos, e hijos. Le ha dado ya cuatro al buen Anatolio. Pero, en lo que él considera una gracia de Dios, no coincide con su mujer, es decir con la primera, en las fechas de veda.
Anatolio no lleva una vida ejemplar; no sólo tiene dos mujeres –las que no se pueden ver-: ha buscado siempre a otras por ahí. De esas otras tiene tres hijos más, uno en una comadre cuyo marido cree ser el padre, otro en la maestra de sus hijos mayores, que cada vez que puede repite mintiendo que es lo único que atinó a dejarle un novio que se fue a Lima, y una mujercita con la madre soltera de un amiguito de su hijo menor.
Anatolio brinda conmigo por San Isidro Labrador. Hemos tomado desde las seis de la tarde, son las 11 de la noche y la procesión está por entrar el templo; la temperatura en la calle debe frisar los cero grados. De rato en rato, atraviesan fugazmente la ventana los relámpagos de las bombardas. Decidimos irnos. Anatolio me pide permiso y, como quien va al baño, se da tiempo para arrinconar en la trastienda a la buena Justina, hija del dueño de la bodega que nos ha cobijado del hielo y proveído amablemente el cañazo que hace rato surca feliz nuestro torrente sanguíneo. Luego de un rato, en el que aprovecho para jugar atizando el fogón y devorar unas lonjas de jamón, él regresa muy tranquilo. Detrás, enrojecida y sudorosa, Justina le sigue acomodándose el cabello y sin alzar la mirada. Salimos.
Veo bien a Anatolio. Es casi un enano; anda a grandes trancos y elevando las recortadas piernas mientras saluda a todos los que con nosotros llenan la embarrada rúa del pueblo. Bajo el sombrero de fieltro lleva una enorme cabeza de forma cúbica, de la que salen poco las orejas. Tiene amplias las espaldas, cortos los brazos y las manos arreciadas en la medida exacta que manda mantener el ganado en orden. En su cara, abotagada por el alcohol, chispea un par de ojos verdes y, por corta y ancha la nariz se pierde entre las enrojecidas mejillas que levanta al sonreír.
En un momento, mientras el estallido de las bombardas ilumina casi sin respiro el cielo sobre las encharcadas calles, y casi llegamos al templo, escuchando mis pensamientos Anatolio se detiene y me atrae aparte con actitud confidente, como quien busca compartir un secreto.
"Justina quiere un hijo, ya es mayor dice… Pero creo que no puede, que en su chacra la semilla no prende”, hace un silencio, toma aire y suspira ruidosamente. “¿Sabes?, creo que ya no voy a verla" susurra. En su aliento escapan las moléculas de alcohol que su sangre va canjeando por oxígeno en la vibrante penumbra de sus pulmones. Vuelve a quedarse callado, el instantáneo fuego de una flor que se abre en el cielo, me permite ver que tiene los ojos cerrados. "¿Sabes?, nunca te enamores ni pienses mucho en una mujer. Si te hace pensar mucho, renuncia. Nada más. Yo le agradezco a Gumercinda Cajahuamán Páucar -nunca podré olvidar su nombre-, que tanto me hizo sufrir cuando a los diecisiete años me enamoré de ella. Desde que ella me rechazó y se mandó mudar de aquí, nunca más volví a enamorarme. Eso me hizo el que soy, eso me hizo fuerte y acostumbrarme a tomar mujeres casi a diario, quién sabe con rabia... Luego de un año en ese tren, ya no pude ser menos. Tú sabes que por aquí muchas mujeres quieren tener hijos, y poco les importa si luego se quedan solas… ¿Sabes?, si yo no estoy con una mujer, me pongo inquieto, y no puedo trabajar ni mandar ni nada”. Hace un nuevo silencio, me mira y sentencia: “Ya sabes: no te enamores…”. Caminamos abrazados sin esquivar ya los charcos, el barro.
San Isidro nos ha esperado para entrar al templo. Puedo ver que desde las andas nos sonríe.