viernes, 12 de junio de 2009

Falopio

-¿Y tu viejo nunca pensó en ponerte otro nombre? -en el ventanal, una apretada multitud se mueve imperceptiblemente hacia la imagen del “Cristo Moreno”. En la barra, el dueño del café contiene a duras penas la ansiedad; sólo las protestas de los veinte comensales que ocupamos sus mesas de mármol gris y alma de fierro forjado, le obligan a mantener el local abierto arriesgándose a que algunos de los miles que en la calle siguen la procesión se desborde contra sus ventanales. Los demás negocios de esa cuadra de la Avenida Manco Cápac están cerrados.
-No, mi viejo me contó que siempre tuvo muy claro el nombre que me pondría -Falopio mira con tristeza su taza de café mientras suspira y vuelve a su dolor.
-Lamento decirte que de lo que me hablas es sólo de una excusa -me atrevo a soltar mi opinión sabiendo que ya queda muy poco que pueda entristecerlo más, -un pretexto. Si ella sintiera realmente el amor que dice sentir por ti, no le importaría que te llamaras como sea. ¿Acaso tú eres ahora diferente porque ella sabe cómo te llamas?, ¿y ayer, que ella creía que sólo eras “Alberto”? -Me callo todavía asombrado del drama de juguete que abruma a mi compañero. Sin levantar la vista de su taza de café, él habla quedamente:
- Mi viejo era ginecólogo, por eso me bautizó “Falopio Alberto”, por las trompas de Falopio, tú sabes, en las que se realiza la fecundación del óvulo, un lugar privilegiado del cuerpo humano según él. Yo, por razones obvias oculté siempre este nombre, y me llamé con mi segundo nombre: Alberto. Ella dice que le avergonzaría, si llegamos a casarnos, que un cura dijera en el templo: “Alberto Falopio, ¿aceptas a María por esposa para amarla en la salud y enfermedad…?” -Falopio levanta la vista, sus ojos se ajustan con rabia: no he podido aguantar la risa, maldición. Atragantado de carcajadas, trato de explicarle que me parece realmente cómico que su novia -por lo menos hasta ayer- le haya detallado aquellos absurdos temores alrededor de su nombre. Le pido disculpas sinceramente, él parece comprender. Luego de un silencio, en el que he tratado con toda el alma de no imaginar a María martillando con su vocecita aniñada los oídos de Falopio con sus estúpidas proyecciones, él sigue: -Ella teme que todos se rían en la iglesia. Y a mí me parece que tiene un poco de razón…
- ¡Qué razón ni un carajo! ¡Mírala, ahí va! -Casi he gritado. En la gran mancha de color morado se destacan fácilmente aquellos que han ido a la procesión vistiendo otros colores, y María, a quien abraza un moreno muy alto, al que ella mira con más deseo que ternura, va de anaranjado. Falopio mira a la pareja hasta que, en el más largo minuto que he vivido, sale del marco de la ventana, entonces me mira, sonríe de medio lado y mece la cabeza en un interminable “si”. De pronto, levanta la mano y señala con dos dedos al tipo de la barra:
- ¡Tráeme un par de cervezas, hermano! ¡Que hoy Falopio celebra! ¡Qué carajo! -exclama riendo.