viernes, 23 de octubre de 2009

Te pisas

-Yo no la amaba, doctor -evidentemente ansioso, el paciente se toma las manos mientras habla con prisa; de cuando en cuando, buscando acentuar algunos pasajes de su relato, alza la voz. -Pero un día, en verdad venciendo una gran resistencia, me atreví a corregirle una de las muchas frases erradas, torcidas, con las que solía hablar. Claro, usted dirá qué me importaba la forma en que ella hablara si yo no la quería ni tenía pensado quedarme con ella, ¿verdad? Bueno, yo también me he preguntado lo mismo, y creo que era por vanidad, doctor, por hacerle notar que yo sabía cómo se hablaba correctamente, ¿entiende? -El psiquiatra, rompiendo suavemente la gravedad de su gesto con una suave, beatífica sonrisa sólo asiente lentamente con la cabeza, seguro de que esa es la señal que al paciente le basta para proseguir. -En aquella oportunidad, recuerdo que ella había dicho Cuidado que te pisas mientras caminábamos por el mercado y topamos con lo que mi tía Isabelita hubiera llamado "la gracia de un perrito" en el medio de la vereda, es decir la vulgar deposición del que evidentemente no había sido un perrito sino un can de buen tamaño y mejor apetito. Pero, bueno, la tía Isabelita amaba a los perros tanto como odiaba sin tregua a su marido, el difunto tío Ernesto, y tenía cuatro fox-terrier que se pasaban la vida brincando y ladrando por toda su gran casa. Entonces, con lo que yo creí el tacto adecuado, aquella mañana me animé a soltar a media voz la siguiente observación: No se dice "cuidado que te pisas", sólo "cuidado que pisas…". ¡Aquello fue suficiente, doctor!: contra lo que yo esperaba, ella no se sintió invadida ni se ofendió sino, por el contrario, ¡me agradeció! y, a partir de entonces pareció quedar prendada de mi culto léxico y mi sabiduría…
-¿Y eso a usted qué le pareció? -el doctor Jiménez se inclina sobre su escritorio y habla muy bajo y despacio, como queriendo contagiar al paciente alguna calma.
-¡Macanudo, doctor! ¡Macanudo!
Según la Historia Clínica, el paciente tiene veintinueve años, es ingeniero civil, soltero, y acusa un desorden maniaco-depresivo que al parecer ha sido agravado recientemente por la ingesta regular de alcohol y el abandono de la medicina que se le ha recetado en consultas anteriores. Esta es la primera vez que el doctor Jiménez lo entrevista. Según la madre del paciente, este se ha querido suicidar un par de veces pues no tiene suerte en el amor, siempre se fija en muchachas muy jóvenes que lo terminan engañando para aprovecharse de él y sacarle dinero, y eso también lo ha llevado a abusar del alcohol. Además, como una desventaja, pienso yo, el paciente corresponde con la etiqueta de “hijo único de madre viuda”. El padre se suicidó cuando él tenía siete años. Interrumpiendo con una seña el apurado recuento que hace de su más reciente relación de pareja, el doctor Jiménez le cuestiona:
-Dígame, señor Silva, ¿desde cuándo no toma la medicina que aquí le recetaron? -el paciente aprieta la mirada girándola hacia la derecha. “Hace memoria” pienso, recordando que la acción del hemisferio izquierdo del cerebro, que gobierna el lado derecho del cuerpo, está basada en la lógica, la racionalidad. Si hubiera orientado la mirada hacia la izquierda, hubiera estado haciendo uso de la capacidad imaginativa del hemisferio derecho, tratando posiblemente de inventar un argumento, una mentira.
-Desde esta mañana, doctor -responde cándidamente el señor Silva ampliando la sonrisa del médico.
-Quiero decir desde cuándo, antes de que fuera internado aquí, usted no tomaba la medicina. ¿Me entiende?
-¡Ah, sí! Claro… Antes de llegar aquí yo me pasé un par de semanas sin tomar las pastillas. ¿Me permite continuar, doctor? -el paciente viste un buzo deportivo de color azul marino, viene calzado con zapatillas de tenis, y no lleva medias. Parece haber tenido una mala noche, sus ojos, achinados por el sueño lucen el marco azulado de suaves ojeras. Una multitud de pequeñas y profundas cicatrices en la piel de sus mejillas, revela la absoluta complejidad de una pubertad marcada por el acné, y el rechazo real o fantaseado con el que este mal cutáneo lo afectó. Habla casi sin pausa, escogiendo diestramente las palabras, haciendo gala de un lenguaje correcto y variado. -Como le decía, aquello fue macanudo, doctor. Me invadió entonces la fascinación, doctor; me sentí realmente, como se dice, "en la nubes". Y fíjese que en aquel momento recordé un cuento de Bryce en el que el protagonista redondeaba una humillante felicidad casándose con una mujer de la que se había sentido atraído luego de escucharla ¡precisamente hablar mal, doctor! No, no vaya a creer que yo me quería casar, ¡de ninguna manera! Bueno, le sigo contando: en aquella semana, siguiendo con la pedagogía narcisista esa que tan bien me caía, le corregí estábanos, diabetis, nadies, íbanos, frezada, haiga, análesis y el infame verbo aperturar -el paciente ha enumerado los barbarismos con un tono de innegable intolerancia, estirando exageradamente hacia abajo el labio inferior en un gesto de extremo desprecio, casi de asco. -Luego, cuando llegamos a la cama, porque llegamos al comercio carnal, doctor, no voy a negarlo, recordando a Bryce, dejé las correcciones pues podía resultar que siguiendo la lógica del cuento me terminara casando y siendo tan infeliz como el personaje principal, y lo que yo deseaba entonces sólo era conservar las tardes de domingo que pasaba con ella en una habitación de hostal gozando de su bien formado cuerpo, ¡porque vaya que estaba rica, doctor!, mientras se estremecía bajo mi juvenil potencia y las muchas especies que inventábamos mezclando su inexperiencia con el espacio que en mí había dejado algunos años atrás la fuga irremediable del pudor. -En este punto, el doctor Jiménez no puede evitar reír de buena gana por el curioso estilo del relato y la vanidosa exposición que de su experiencia hace el paciente. En verdad, creo que por distintas razones, los tres soltamos al aire del consultorio el vuelo de nuestras risas; a mí me divierte cruelmente pensar en lo triste que resulta una pobre muchacha hipnotizada por el efecto que sobre su ignorancia tiene la aparente sabiduría de su pareja. El paciente no se toma mucho tiempo, nos mira sin estar seguro de la gracia que nos ha causado, y sigue sin interrumpirse: -Sin embargo, curiosamente, a despecho de mi voluntad de dejar de corregirla, en aquellos días desarrollé una original perversión. Le cuento: en los momentos de pasión que perpetrábamos en el cuartucho aquel de papel tapiz floreado, que era lindo, con una gran ventana, ¡me excitaba escucharla en el habla bárbaro que solía usar antes de que yo la corrigiera, doctor! Nuestras sesiones amorosas pasaron entonces a ser decoradas por declamaciones suyas, a veces a grito pelado, doctor, en aquella chueca lengua que yo describía despectivamente como "parecida al castellano". La recuerdo susurrándome al oído, o lanzando al techo con furor, frases que yo mismo le pedía que inventara ¡usando aquellas palabras que yo antes repudiara, doctor! Escucharla repetir arrebatadamente, por ejemplo, "¡Yo no quería que nadies nos viera mientras estábanos tirando...!, ¡nadies!, ¡nadies!" o "¡Qué bueno que no tienes diabetis porque a los que tienen diabetis siempre están haciéndole análesis, y a veces no se les endura la pieza...!, ¡Y siempre les hacen análesis!, ¡análesis!", y “¡Hay que sacar esta frezada porque hace calor!”, o simplemente “¡Anoche quería que me apertures las piernas, mi amor!”, ¡me resultaba delicioso, doctor!

Recuperados de las carcajadas que el buen ingeniero Silva había provocado con aquel curioso detalle de sus encuentros amorosos, el doctor Jiménez y yo intentamos leer entre las líneas de su relato, convencidos además que la medicación que recibía debía ser revisada. La fase maníaca de su cuadro no remitía con facilidad y la medicina que entonces se administraba para los casos como el suyo, luego de tres días de internamiento no había logrado equilibrar aún sus afectos. Según el doctor Jiménez, el médico tratante probablemente estaba optando por aquella soportable euforia antes de provocar que los tranquilizantes lo sumieran en un episodio depresivo que pudiera inspirarle ideas autodestructivas. Actualmente, los trastornos bipolares, que antes se llamaran “psicosis maniaco-depresiva” son tratados con terapias combinadas que con medicinas más certeras y con menos efectos colaterales, estabilizan al paciente y logran tanto que se pueda integrar socialmente como que se comprometa con mantener el tratamiento.

-Luego, con el tiempo, que siempre vuelve obsoleto aquello de lo que se abusa, y hace aburrido lo que por nuevo era fascinante, hube de inventar otros ardides para mantener el interés, doctor; las frases chuecas se gastaban, la repetición las condenaba a la hoguera. Entonces cambiamos torcido por sucio. ¡Y resultó fascinante! Empezamos ensayando el uso de las palabras más vulgares, aquellas que normalmente sólo usaba en tertulias de cantina, entre varones, amigos de mucha confianza, y que, como en todas las lenguas “civilizadas” sirven para designar el acto y los órganos sexuales… -antes de que el paciente empezara a enumerar sus logros lingüísticos en esta nueva área, el doctor Jiménez, muy claro sobre lo que pasaba con el joven ingeniero, y retomando la responsabilidad de darle premura al tratamiento, lo interrumpió:
-Lamento que no podamos seguir conversando, señor Silva, pero creo que es el momento de que usted vuelva a su habitación, tome su medicación y repose un rato. Mañana seguiremos charlando, ¿le parece?
-¡Claro, doctor! Mañana le sigo contando -respondió Silva poniéndose de pie como accionado por un resorte y ganando la salida del consultorio a grandes trancos. Luego de una semana, manejándose ya con una discreta mesura volvería a su casa.