viernes, 16 de octubre de 2009

Ojos verdes, tristes

- ¿Y qué podría haberte visto el viejo a ti?
- No sé… -Viviana ha pasado largo tiempo mirando por la ventana, recordando la mirada triste, las manos cálidas de Don Alejandro, el viejo del que habla el sargento. Lentamente, sin levantar la vista del suelo, vuelve a la silla de madera que le espera frente al escritorio donde rinde su manifestación. -Creo que yo le gustaba porque le escuchaba sus cosas. No sé.
- ¿Me vas a decir que el viejo, uno de los hombres más ricos del país se acompañaba contigo, una limosnera, porque tú lo escuchabas?
- Yo no era limosnera, señor… sargento. Yo no pedía con mi sobrina, yo sólo esperaba…
- Claro, ya te recuerdo… Sin la mugre, los trapos, no te ves tan mal, ¿sabes?… Recuerdo que usabas una niña a la que te sacabas una teta y se la enchufabas para ponerte a estirar luego la mano en la calle ¿no? Llevabas un sombrerito, recuerdo; por eso nunca te vi bien a la cara. Bueno, si eso no es limosnear, cholita, dime qué es.
- Yo esperaba a que me dieran, nunca pedí; los limosneros piden, ruegan -la muchacha habla con calma, su voz es algo ronca, apagada. -Así conocí a Don Alejandro, “el viejo” que dice usted -ensayando un reproche, posa una mirada de púas sobre la del policía, este piensa extrañado que ella, a diferencia de los demás pordioseros que suelen caer por la comisaría, no muestra miedo alguno.
- Cuéntame…
- Yo esperada en la vereda que él cruzaba todas las mañanas, con mi sobrina, como usted sabe.
- Claro, y él se quedó prendado de tu belleza ¿verdad?, ¡de tu sombrerito!, ja ja ja… -el sargento suele burlarse de las mujeres, de todas, y eso le ha traído memorable choques contra su mujer, sus hermanas, su madre, su suegra; choques que él siempre ha disfrutado convencido de la superioridad del ingenio masculino. -Me vas a decir que el viejo te veía al pasar ¡y se enamoró de ti! Ja ja… -la risa del policía no hiere a Viviana, ella no puede, no quiere dejar de pensar en Don Alejandro, y eso, además de llenarla de una lenta pena, la hace inmune a la ira. Con el mismo tono, prosigue:
- Él, siempre, desde el primer día que yo me senté ahí con mi sobrina, me dejó unas monedas. Yo sólo lo escuchaba pasar y veía sus zapatos bien lustrados, y los de su guardaespaldas. Un día, se paró y sentí que me quedaba mirando, y tuve vergüenza…
- ¡Vergüenza! ¿Vergüenza por ser tan joven y estar ahí sentada pidiendo limosna en vez de ir a lavar ropa o barrer para ganarte unos cobres?
- No, vergüenza por mi sobrina, que no era mi hija, y que seguramente él pensaría que era. ¿Me deja seguir? -endureciendo un poco la voz, Viviana frena la siguiente burla del sargento mientras este sigue sorprendido de que ella, lejos de los demás mendigos que por ahí recalan metidos siempre en sospechas de robo, se rebela y reclama. -Entonces, por primera vez, levanté la mirada y pude ver su cara, su sonrisa, sus ojos verdes, tristes; y también sonreí. Don Alejandro dejó unas monedas y siguió caminando. Me di cuenta entonces que mi sobrina no me estaba chupando, y pensé que tal vez a él eso le había gustado… verme. Al día siguiente, cuando volvió a pasar, aparté a mi sobrina a propósito. Don Alejandro volvió a quedarse viéndome, yo volví a mirarlo…
- Con una teta al aire, claro -el sargento levanta en una mano el contenido del bolsillo derecho de su camisa, sobre el que se alinean tres lapiceros, y lo sacude subrayando así su sarcasmo. Viviana sigue, impávida:
- Entonces dejó un billete…
- O sea que…
- ¿Me deja seguir? -la gravedad de su voz se solidifica de pronto en el aire y cae con un estruendo mudo de impaciencia sobre el escritorio del policía. Este, convencido de que la joven no podrá jamás encajar en el casillero de los demás vagos, empieza a comprender que Don Alejandro haya encontrado no sólo algún encanto en ella si no el mejor remedio a su dorada soledad; en la calle, la muchacha era un desperdicio como muchas. Es lista y a diferencia de los demás, conserva la tranquilidad que sólo otorgan la sencilla inocencia o el más avezado cinismo, piensa con una inexplicable satisfacción. -No sé por qué, ni quiero pensarlo, pero en adelante él empezó a dejarme billetes, y yo a mirarlo a los ojos y sonreírle, y a decirle “gracias, Don Alejandro” con respeto, pues una vez escuché a su chaleco llamarlo por su nombre: Don Alejandro. Un día no llevé a mi sobrina…
- ¡O sea que se acabaron las tetas! -ya había sido bastante lo que el viejo sargento se había aguantado de comentar.
- Claro, sin mi sobrina ¡no tenía ya nada que enseñarle! -de repente, un silencio, que el policía curiosamente respeta, revela a sus oídos el lejano alarido de un camión de bomberos, el vocear de un vendedor de naranjas, el tránsito espeso que bajo la resolana que lame la tarde, repta sobre la gran avenida. Viviana suspira, levanta la mirada y continúa: -Aquel día Don Alejandro dejó caer una nota en mi canastita. Usted ya sabe el resto…
- ¡No! ¡No sé nada! Sigue…
- Claro, ya sabe que me llevaba a su casa en la playa, y que anoche tuve que llamar a una ambulancia porque se puso mal. Y de los hijos también sabe ¿no? No me haga hablar más si no es necesario, por favor.
- O sea que de las tetas, el viejo te cargó a su casa, ¡qué pendejo!
- Se equivoca: él me escribió sin saber que aquella mañana yo no llevaría a mi sobrina, que ya no le enseñaría nada...
- ¡Pero ni que tuvieras un par de maravillas ahí! -el policía aguijonea la rebeldía de Viviana, quiere escucharla reclamando, le gusta su actitud, su calmada firmeza. Vuelve a equivocarse, ella contesta tranquilamente:
- Sí, pues… no tengo tanto, pero a él eso no le importaba. Todo estaba bien, yo no conocía la vida que el empezó a darme, me hacía sentir bien, pasamos buenos momentos, me compró cosas, me puso a estudiar. Me quiere, creo. Yo pensaba que con la mujer tantos años en Canadá, los hijos ya mayores, él sólo quería alguien que lo acompañara, que lo escuchara. Y ahí me encontró… Y así han pasado ya siete meses.
- Y ahora… -el sargento se ha rendido ante el duende y la noble transparencia que la muchacha ha derrochado en su breve testimonio, la admira y se siente francamente ansioso por el rumbo que los hechos han tomado desde que anoche una ambulancia la trajo desde la casa de playa, aferrada a la mano de Don Alejandro, vigilando ansiosa el ritmo de su respiración.
- Ahora los hijos quieren hablarme. Son amables, esta mañana me han agradecido, pero nunca aceptarán que su padre me deje lo que dicen que me ha querido dejar en su testamento. Yo sólo espero que sane y que, si quiere vuelva a la misma vida que tenía hace siete meses, antes de conocerme. Seré feliz si él vuelve a hacer la vida de antes, sano, con esa alegría que tiene y su generosidad con todos. Cuando sepa que está bien, regresaré a mi tierra. Además, no me iré sola -haciéndose hacia atrás en la silla, se palmea suavemente el vientre: -nuestro hijo, que seguramente tendrá los ojos verdes y tristes, viene aquí. Pero eso, ojo -en la mirada que levanta sin levantar mucho la cabeza, herencia de sus días sentada en las veredas tras una canastita de monedas, relumbra la certeza de que el viejo sargento no traicionará su confesión: -nadie más que usted y yo puede saberlo…