viernes, 15 de enero de 2010

Conexiones

Contra lo recomendado, me pregunto obsesivamente “¿Qué le puedo decir?” mientras sus ojos, estrujados por los efectos de toda una angustiosa madrugada sin dormir, me siguen muy abiertos. La noche ha pasado, y en la sala de espera no hay nadie más a esta hora. Me siento a su lado y le pregunto tontamente cómo está. Sin esperar, el hombre habla directamente:
- Tengo miedo de que mi hijito se muera, doctor… No quiero perderlo, no puedo, ¿entiende? Si mi hijito se muere, me muero yo también... ¡Él es todo lo que tengo! ¡Sólo somos nosotros dos!, ¿entiende? –curiosamente, mientras me vuelve a introducir en su angustia, el hombre no llora; la tensión de su rostro, su mirada ansiosa, la desesperación que lleva cada una de sus palabras parecen a punto de desbordarlo, pero no llora. Imagino mi propio rostro, la expresión de grave calma que suelo conservar en momentos como éste, y vuelvo a oponerme a las recomendaciones y vuelvo a preguntarme: “¿Qué le puedo decir?”. Yo también temo que el niño muera, y ver otra vez cómo el más insoportable de los dolores atrapa y destroza a alguien, y volver a ser incapaz de brindarle consuelo. Intervenir la negación, la rebeldía alocada de gritos que la muerte, sorpresiva o probable, pero siempre incorregible, irremediable, absoluta, trae a los demás, es una de las más infames tareas a las que alguien puede dedicarse, admito por enésima vez. Y temo que hoy vuelva a comprobarlo. Sin embargo, sólo aprieto los labios y tomo aire para suspirar sin dejar de mirarlo mientras concluye: -No voy a resistirlo… no voy a poder resistirlo, doctor…
- Es un momento muy duro, señor. Sólo puedo encargarle algo muy difícil para cualquiera: conserve la calma, no desespere. Como ya le explicó la doctora, tenemos algunas buenas noticias: aunque su hijito no ha recuperado todavía el sentido, ya se ha controlado la hemorragia y hace ya unas horas sus funciones se han estabilizado –me escucho y deseo con toda el alma que esas sean buenas noticias; hace casi veinticuatro horas el niño, de siete años, fue empujado violentamente por un automóvil que trepando la vereda lo hizo volar como un guiñapo a una distancia de seis metros, dejándolo sin sentido desde entonces. Y yo trato de tranquilizar a su padre, un hombre que, según me ha contado, hace dos semanas perdió el trabajo y tres años atrás, consumida por el cáncer, a su joven esposa; su voz, más que sus palabras, me dice que no está preparado para ser víctima de nuevo:
- Quiero verlo, quiero ver a mi hijito, doctor. Necesito hablarle. Yo sé que si me escucha, va a sentirse mejor. Él y yo tenemos una conexión, doctor. Seguramente tiene miedo, y eso no lo deja reaccionar. ¿Cree que podría ayudarme a entrar a la Sala de Cuidados Intensivos para hablarle un minuto? Usted sabe que padres e hijos nos encontramos conectados, ¿verdad?, especialmente cuando pasamos mucho tiempo juntos, cuando compartimos todo…
- Vamos –me levanto del asiento sin saber exactamente qué voy a hacer para introducir a este hombre en la Sala de Cuidados Intensivos, hasta la cama en la que yace su pequeño, inconciente, conectado a varios aparatos y con la cabeza envuelta en un casco de vendas. Recuerdo que la doctora encargada ha prohibido expresamente que el padre vea al niño, y que la jefa de enfermeras es amiga mía. Mientras cubro la distancia hasta el exclusivo ambiente de riesgos en el que se encuentra el niño, mi padre, esperándome de sorpresa a la salida del colegio, sonríe, me abraza, me consuela.

Aunque las manos, los brazos parecen querer escapársele y se levantan instintivamente hacia el niño, el hombre, respetando las indicaciones de la enfermera, se frena y no llega a tocarlo; se limita a repasar detenidamente el delicado rostro de su pequeño enmarcado en vendas, la frágil manita que asegurada a una tablilla y conectada a un frasco de suero por un catéter y una invisible aguja, yace sobre la blanca sábana. Mientras le ayudaba a ponerse las prendas de seguridad que la precaria salud de los pacientes exige en el ambiente de Cuidados Intensivos Pediátricos, y me resistía esforzadamente a la idea de la probable muerte del niño, me llamaba la atención que en la cara de aquel padre, que sólo unos minutos antes lucía angustiado, aterrado en realidad, una resignada paz se reflejaba ahora; pensé con alivio que si el niño moría, él podría resistirlo, que aguantaría el golpe, pero rogué que aquello no pasara. Ahora, cuando permanece de pie al lado de la cama, y sólo puedo verlo de espaldas, imagino que la visión de aquel niño que parece dormir tranquilamente, y que quizá se encuentra al borde de la muerte, ajeno a la pesadilla que ahora atormenta a su padre, puede desarmarlo, y me preparo para sacarlo con prisa en cuanto empiece a llorar pues la situación podría degenerar en un escándalo con gritos y en una grave sanción para mí y la jefa de enfermeras. Sin embargo, el hombre conserva la calma, lo escucho hablar con tranquilidad:
-Hola, hijito. Soy papá, aquí estoy. Recién me han dejado entrar a verte... –luego de un silencio en el que lo adivino reprimiendo el llanto, tomando aire para evitar que la voz se le quiebre, mordiéndose los labios, prosigue, contrariándome tranquilamente, en tono de suave reproche: -¡Ya no temas, hijito!, aquí estoy... Sé que me escuchas. No vayas a pensar que tuviste la culpa de nada, aquel carro subió a la vereda y te empujó, pero ya pasó y vas a estar bien, sólo confía, no tengas miedo, los doctores ya te están atendiendo y yo estoy aquí, a tu lado, ¿ya? Ya vas a estar bien, ¿no? Seguramente voy a tener que salir dentro de un rato, pero voy a estar aquí afuera, muy cerquita de ti. El psicólogo ha logrado que pueda entrar a verte, es amigo de la enfermera… Confía en que todo va a salir bien, hijito, ya no tengas miedo, ya pasó todo, ¿si? Te quiero, hijito…Hemos tenido un gran susto, ¿no? ¡Vaya porrazo que te diste! Pero menos mal que ya pasó todo, que ya vas a estar bien… ¿verdad, hijito? –nuevamente creo sentir la llegada del drama, y me vuelvo a equivocar; el hombre ríe brevemente: -¡Si me vieras, hijito! Me han vestido con mascarilla, bata, gorra, ¡hasta botas de tela!, para que no vaya a contaminar nada aquí… ¡Y vaya que todo está muy limpio!... Creo que así debes tener tu cuarto, hijo. Ja ja ja… Bueno, creo que sólo quiero que pronto conversemos y nos riamos juntos… -en el silencio que de pronto se hace, y que nos permite escuchar el paso de metal y cristales de un cochecito de curaciones, de repente, congelándome en el sitio, en un susurro, el niño habla:
- Ya cállate, papi… Tengo sueño…
- Tienes razón… Descansa, hijito… Vuelvo más tarde, ¿si?
- Ya, papi… Yo también te quiero…