martes, 19 de agosto de 2008

Hablando de cáncer

Entran de dos o tres, y por lo menos uno viene envuelto en las ropas sueltas y nocturnas que bien podrían delatar su reciente escape de un hospital, calzando sandalias o pantuflas. De corriente sonríen con agradecimiento o resignación, y se escurren suave, lentamente entre las mesas hasta llegar al sitio escogido. La mayoría va coronado de pañuekos o gorros que abrigan su eventual calvicie, y suelen exhibir en el rostro y las manos una piel de color pálido, cerúleo. Algunos vienen cargando a duras penas el peso de un odioso cansancio, arrastrando los pies o ayudándose con andadores, muletas, bastones. Esta tarde, entre todos, destaca una estragada mujer que esforzadamente sortea las mesas para acomodarse y almorzar; le acompaña una adolescente, su nieta, que se muestra muy gentil y preocupada con ella. La buena mujer, ancianizada por la enfermedad y su tratamiento, sonríe mientras recorre el comedor con aire de satisfacción.
Ha decidido dejar el tratamiento; no aguanta más los dolores, las quemaduras; suavemente tengo que convencerla de no mostrarme el estado de su pecho chamuscado por la mortal aura del cobalto. Hace una semana debió haber recibido la quinta sesión de radiaciones. Y se ha negado, y se siente mejor. Mientras toma la sopa, me confiesa: "No voy a morirme ¿sabe? Yo no voy a morirme..."; en sus ojos pardos se agita la vida. Su nieta, deja por un momento de observar alrededor, y me confirma, con aplomo: "No, ella no va a morirse, señor. Porque quiere vivir, ¿no abuelita?". Sonrío y les confirmo que buena parte de la lucha contra la enfermedad tiene que ver con las ganas que tenga uno de luchar por su vida, y la energía interna que lo anime. De corriente, el paciente que no cae en la depresión y no se desmoraliza hasta dejarle la cancha al cangrejo, empieza guerrero, se planta de frente al dolor y, torero, desafía a la muerte a llevárselo. Si conserva esa estampa, que responde sólo a una actitud, a un estado mental, vivirá. Si no, la suerte está echada. De ahí la importancia de controlar el miedo que siempre da la cercanía de la muerte. Porque el miedo es el principio de todo mal. Pero es imposible no sentirlo, no tenerlo, como es posible controlarlo. Claro, eso no se da en los primeros momentos, pero es posible; e indispensable, si uno quiere realmente seguir viviendo.