jueves, 2 de octubre de 2008

Silencio

Posamos la mirada sobre la de otra persona, y la mantenemos para comunicarle algo que aún quizá no tiene una fórmula verbal, un equivalente en palabras: que nos interesa. Luego, la apartamos, y la hacemos volver y posarse de nuevo sobre aquel otro par de ojos. Y así, porque la otra mirada nos acoge o se aleja espantadiza, o porque en aquel rostro se estira media sonrisa, calculamos la medida de la aceptación o del rechazo que nuestro interés despierta. Luego pasamos a usar palabras, y desde ese momento, ¡oh tragedia de lo más fácil!, no dejamos de usarlas. Ah, las palabras... tan indispensables, tan útiles.

Frank posó su mirada sobre la de Keila. Luego, ella clavó la suya en la de él; sonríeron. Y luego ¿palabras? No, ellos nunca usaron ni usarán palabras. Y mañana se casan.

Ser sordomudo es percibir el mundo en un plano distinto al que tienen los que no son sordomudos. Un plano ni mejor o peor para ellos, sólo distinto. Frank y Keila se conocieron, se enamoraron y se amaron sin palabras, en silencio, usando gestos, lenguaje manual, miradas, movimientos del cuerpo sólo perceptibles entre ellos. Y mañana se casan.

Ambos trabajan en la misma fábrica textil en la que se conocieron y, hasta que uno trata de establecer comunicación verbal con ellos, lucen como una pareja de jóvenes de lo más común y corriente. Tienen un par de años de novios. Sus padres, inmunes a la frustración, paladines de la paciencia y la tenacidad, los hicieron así, capaces de llevar una vida independiente. Y mañana se casan; ellos, no sus padres.

Y no sabríamos en el mundo su historia de silencio y amores si un despistado funcionario municipal no les hubiera negado torpemente el derecho a casarse hasta en tres oportunidades, como Pedro a Jesús.

Mañana, el alcalde de Surco, ganador de la puja que se armó luego de que la TV diera a conocer su historia, los casará por fin. Y, porque somos un pueblo solidario que se identifica con los que creemos más indefensos, otros: empresas, particulares, un congresista, han coincidido para, repartiéndose los gastos de la boda, tratar de dar a este cuento un final feliz. El traje de novia, el traje del novio, el agasajo para los invitados después de la ceremonia, los aros matrimoniales, la movilidad de una limousina blanca tan ostentosa como excesiva (para cualquiera, creo), las fotografías, etc., ya fueron cubiertos por los muchos simpatizantes de la pareja ha congregado.

Me animo a adelantar que su felicidad tal vez estribe en la fortuna de tener límites para comunicarse, y tener que ejercer sus códigos con racionalidad y una tácita economía, más que en las muchas cosas con que la gente ha tratado de facilitarles el inicio de su vida en común y premiar su fuerza de voluntad. Y, vamos, al César lo que es del César, bendito el tarugo que intentó atajarlos en la ruta hacia un hogar y los catapultó al regazo de los más nobles.