viernes, 17 de abril de 2009

Ataque

Recuerdo que aquella noche me incorporé en mi cama de hospital inspirado por una idea que consideraba genial. A la pálida luz de mi lámpara de cabecera, tomé un cuaderno y empecé a escribir febrilmente sobre mis rodillas tratando de hacer el menor ruido para no importunar al paciente que dormía al otro lado de la cortina blanca que nos separaba. La noche pasaba fría por mi ventana del piso 13 del gran hospital, las luces de la ciudad se extendían como desordenadas constelaciones que se perdían en un invisible horizonte. Me sentía entusiasmado por volver a escribir, las ideas que iban redondeando la modesta historia que entonces desarrollaba, fluían fácilmente, tan rápidas como coloridas. Empecé entonces a vislumbrar un futuro de éxito para tan original relato, imaginé que sería incluso mejor tratarlo como el guión de una película que luego se podría transformar en serie, explotando temas históricos y promocionando el cultivo de valores como la solidaridad y la perseverancia. Era una combinación perfecta, de pronto se llenaban mis expectativas con respecto a lo que podrían alcanzar la historia y los personajes que en aquel sencillo relato se encerraban.

De pronto, tomándome por sorpresa, como seguramente debe doler la violencia de un lanzazo, un agudo dolor estalló en mi pecho dejándome inmóvil y horrorizado. “¡Santo Dios, tengo un infarto!” pensé en medio de la mayor angustia. En un instante, hecho un ovillo sobre la cama, las manos al pecho, el cuaderno por los suelos, quedé empapado en sudor; empecé entonces a tomar aire a grandes bocanadas y a expulsarlo en toses como alguna vez el alma generosa de la Internet me recomendó para salvar la vida de un ataque cardíaco, sin poder evitar la triste idea de que sin haber cumplido aún los cincuenta años, mis posibilidades de morir eran mayores. Tratando de reponerme, estiré los brazos y empecé a buscar desesperadamente el timbre de alarma que en algún lugar entre la cabecera de la cama, la pared y el clásico velador metálico debía colgar; si lograba encontrarlo, estaba seguro que al punto, la experiencia y la premura de un par de enfermeras me libraría de la muerte. La circunstancia me hizo pensar rápidamente en lo poco que valían las ideas, los sueños, la originalidad, el talento, los proyectos, cuando uno se encuentra ad portas de la muerte. Y qué importante es conservar la salud sobre todas las cosas. Entonces, en medio del dolor y la ansiedad, me di tiempo de prometer que si me salvaba, me dedicaría a cuidarme y a producir tesoneramente todo lo que pudiera producir, todos los proyectos pendientes, y que atacaría con furia la realización de mis sueños más locos. Trabajosamente, presa de una incontrolable angustia, seguí buscando desesperadamente el infame botoncito que, indiferente a mis temores se resistía a aparecer de entre la almohada, las sábanas, y las estampitas que cada tarde mi madre, con su fe a prueba de todo, se daba el trabajo de pegar en la cabecera. Sintiendo que el pecho me reventaba, que el músculo cardíaco retumbaba alocado por el pánico y el dolor, maldije, recuerdo, al pequeño chupón que podía, iluminando el tablero de la estación de enfermeras y activando el respectivo resonador que coronaba el marco de la entrada del cuarto, salvarme, y cuya misteriosa ausencia me traía la muerte a cada instante. Al bajar de la cama y tratar de ponerme de pie para salir al corredor en busca de auxilio, sentí que, reptando desde el estómago una apretada burbuja parecía acomodarse y empezar a abrirse paso. A poco, un sonoro eructo vibró en el aire; creí sentir entonces que al otro lado de la cortina, mi compañero se removía en su sueño, sobresaltado por el estruendo. Tan pronto como había llegado, el dolor desapareció. Recordé que la cena había culminado con una tajada de melón y un vaso de leche tibia; rarezas de la dieta de hospital que suelen terminar mal.

Sin embargo, no he perdido la enseñanza de aquella curiosa experiencia. Hoy, un par de años después de haber dejado aquella cama de hospital, me encuentro pues atacando la epopeya de llevar adelante mis planes, entre los cuales se encuentra, por supuesto, el desarrollo de este espacio, a través del cual intento, sencillamente, poner un grano de arena en la ardua construcción de la realización personal de los generosos lectores.