viernes, 24 de abril de 2009

Samos


Hablando en un tono muy bajo, pausado, el hombre se inclinaba mucho sobre el escritorio del Dr. Jiménez. Por momentos éste repetía sus frases para que yo, compartiendo el consultorio por su gracia, pudiera conocer exactamente los detalles de la consulta. Me llamó la atención especialmente que el hombre, de unos 50 ó 55 años, muy alto y de contextura gruesa –un ropero, realmente-, repitiera “Yo no quiero matarlo…”.

Luego de unos 20 minutos, en los que el paciente extendió su monótono estilo tratando de hacer comprensible la angustia que le aquejaba, el Dr. Jiménez, sonriendo levemente, le mostró la palma de su mano izquierda y detuvo la atropellada corriente de su relato. Luego de un silencio más o menos largo, miró su bloc de notas, en las que no había escrito nada y puso “Samos” en letra corrida. Miró entonces al ropero a los ojos y exclamó: “¡Samos!”.

“¿Zambos?” preguntó el desesperado hombre, ladeando la cabeza para hacer más evidente su extrañeza, “¿zambos?” repitió. Luego de reír brevemente, el Dr. Jiménez empezó a aclarar lo que había querido decir:
-No, nada de zambos acá, ja ja ja… Me refiero a Samos, una isla griega. En aquella isla, antiguamente los griegos confinaban a los leprosos. Como seguramente usted sabe, en aquella época la lepra era una enfermedad no sólo incurable sino que simbolizaba una suerte de maldición sobre aquellos que la padecían. Pero en aquella isla, Samos, no sólo vivían los leprosos sino también aquellos que elegían seguirlos en su desgracia, pues a pesar de todo lo que la lepra significaba entonces para los griegos, no faltaban las personas que visitándolos o quedándose a vivir con ellos, optaban por cuidarlos, alimentarlos, curar sus heridas... ¿Qué tendría que ver Samos con lo que usted viene a consultarme? –un nuevo silencio, empujó al hombre a ensayar una respuesta:
-Entiendo, entiendo –empezó a hablar, curiosamente con un tono más bien claro, totalmente distinto al murmullo que había devanado desde que el Dr. Jiménez empezó la sesión preguntándole “¿En qué puedo ayudarlo?”, -no crea que no entiendo de metáforas, doctor…
-No dudo que usted ya ha conectado mi ejemplo con el caso que lo angustia tanto, señor -haciendo la pausa de rigor, el psiquiatra sonrió abiertamente y adoptó una pose de confidencialidad inclinándose hacia el paciente y bajando un poco la voz: -Vamos al grano: según me dice usted, su hija, de sólo 26 años, economista de profesión, que desde antes de terminar sus estudios en los primeros lugares, ya trabajada en el banco del cual desde hace poco es una promisoria funcionaria, mantiene desde hace un par de años una relación con un tipo que no sólo no trabaja sino que vive usándola para mantener su adicción a las drogas y vivir lo mejor que pueda sin hacer el menor esfuerzo. Vamos desechando las ideas de asesinato, por favor, señor ¿si? Hoy vamos a tener que encontrar una solución, no tanto para separar a ese tipo de su hija sino para conocer qué es lo que pasa, y entonces buscar alguna salida. Le voy adelantando que el pronóstico del caso es “reservado” –en la nueva pausa pude observar bien al tipo: si bien estaba algo abandonado físicamente, se notaba que había practicado algún deporte con dedicación, era atlético; en sus ojos, pequeños y de cierta mansedumbre, se revelaban recientes episodios de llanto o insomnio; las comisuras de sus labios se estiraban hacia abajo en una dura mueca de hastío. -Lo que yo llamo el “Síndrome de Samos” es decir el caso de la dama que sostiene una relación disfuncional con un hombre, normalmente un adicto, que abusa desmedidamente de su confianza y buena voluntad, es bastante más común de lo que creemos, ¡y prácticamente en todas las sociedades del mundo! Y normalmente no puede resolverse como los padres, que son las reales víctimas de todo el drama que la relación deriva, quisieran -en este punto el padre se atrevió a interrumpir:
-Conozco a unos padres que han tenido que mandar a su hija a vivir a Europa…
- Y si usted pudiera, mandaría a la suya lejos.
-No. Ya le dije que si pudiera, mataría al ocioso ese…
-Y yo le he pedido que no consideremos al asesinato como una opción, ¿si? -El hombre se quedó mirando sus enormes manos sin soltar respuesta alguna. Jiménez insistió: -¿Verdad?...
-Está bien, doctor. Pero le pido que me dé alguna salida hoy, doctor, por favor. ¡Por favor!!! –de pronto llenó sus rudas manos con su rostro y rompió a llorar. El Dr. Jiménez, acostumbrado a los quiebres emocionales en la primera sesión, concedió el tiempo que aquel desesperado padre requería para desahogarse, y luego de unos minutos, continuó con su explicación:
-Son casos difíciles estos, señor. Pero, ojo, no le estoy diciendo que su hija esté condenada a seguir al lado de ese muchacho que tanto dolor les genera. Lo que debemos cambiar radicalmente es el punto de vista que tenemos hasta hoy. En primer lugar hay que considerar que su hija no es una niña que no sepa lo que está pasando en su vida; ella sufre aun sabiendo que está en sus manos cambiar las condiciones que le generan ese sufrimiento. Sin embargo, hay que pensar que por alguna razón que desconocemos, ella decide permanentemente continuar esa relación de humillación y abuso. De alguna manera, el abusivo -vamos a llamarlo así- se las arregla para conseguir siempre que, a pesar de las crisis y peleas -que hablan de la salud mental que dentro de su hija se rebela- ella permanezca a su lado. Estos cuadros se dan especialmente como complemento de un caso de adicción. De corriente, los adictos desarrollan personalidades manipuladoras y psicopáticas que sólo consideran sus necesidades y desprecian el dolor o la angustia de los demás. Sin embargo, nos equivocamos si pretendemos responsabilizarlos de todo el problema.
-¿Va a decirme que mi hija tiene la culpa de todo? -interrumpió el padre, irguiéndose en el asiento -¿Va a decirme que el hijo de puta ese es una víctima, pobrecito, porque es adicto a las drogas?
-De ninguna manera, señor -al Dr. Jiménez no le intimidaban las lisuras ni los estallidos de ira que alguna vez los pacientes soltaban en la consulta. -Aunque estoy de acuerdo en que su hija es víctima de una relación patológica que se basa en su explotación, no puedo negar que es responsable de esta situación en alguna medida. A eso me refería cuando le dije que tenemos que cambiar el punto de vista que hasta hoy teníamos. Por ello, le sugiero que invite a su hija a venir y seguir conmigo un tratamiento que le permita reconocer qué es lo que ocurre consigo, y por qué se encuentra enfrascada en esto que tanto dolor les genera a todos en su familia. No vamos a seguir pensando que es él el que debe ser tratado pues “está enfermo” o “es loco”. Sin una intervención especializada para ella, aquí o en cualquier otro centro, la siguiente alternativa será tratar de alejarla definitivamente de su pareja.
-O…
-O nada más pues, como ya le dije, matar al tipo sólo sumará problemas y no será solución para nadie –la naturalidad con la que el médico hablaba sobre no matar al tipo me asombraba. -Sigamos: de corriente, las mujeres que, digamos, caen en estos tratos son personas de buen nivel intelectual, profesionales, nobles y preocupadas por el bienestar ajeno; su hija sale un poco de la regla porque es economista, pues mayormente son enfermeras, trabajadoras sociales, psicólogas, médicas, profesoras, farmacéuticas, las que más acusan el Síndrome de Samos, es decir que eligen seguir al que la sociedad rechaza, al paria, porque al parecer les seduce la posibilidad de influir positivamente en su vida, cuidarlo y eventualmente recuperarlo para una vida productiva pues han sido convencidas de que se trata de personas buenas e incomprendidas que seguramente han sufrido mucho en su infancia. Claro que desgraciadamente esas son fantasías que se diluyen ante el servilismo y la humillación a los que son sometidas sin límite, y en los cuales desgraciadamente suele haber violencia física -en este punto de la conversación, el atribulado padre volvió a bajar la mirada y suspiró profundamente; las lágrimas rodaban por su cara. -Sin embargo, le recomiendo que no busque enfrentarse con ellos. Con toda la confianza que aún pueda despertar en su hija, tranquilamente, invítenla a venir y pídale que no se lo comente al abusador; si lo hace, seguramente él saboteará la posibilidad de que ella reciba un tratamiento, y seguiremos en las mismas condiciones. No quisiera parecer soberbio, pero si ella llega aquí, podemos tener alguna esperanza. Tenga en cuenta que estos tipos tratan de aislar a sus víctimas de cualquier otra posibilidad de influencia, pues temen perderlas en tanto son su medio de subsistencia.

El Dr. Jiménez acompañó al hombre hasta la salida del hospital. A poco, volvió, se sentó en su escritorio y, sonriendo de medio lado sacó del bolsillo del mandil un enorme revólver calibre 38. “Por lo menos hoy no va a matarlo” suspiró. En ese momento me sentí tentado de corregir su confusión, pues Samos es una localidad española conocida desde el siglo XVI por tener un albergue para leprosos manejado por religiosos. Dos días después, la chica llegó a la consulta.