jueves, 30 de abril de 2009

Saña, Año del Señor de 1652

De nombre: Francisca Ciudad -negra de rama cafringa, nacida en Cometeros, quince años contados a la fecha, de talla regular y huesos largos, algo delgada aunque de carnes recias y bien formadas. No lleva marcas ni tatuajes de anteriores faenas, no ha sido engrilletada o azotada por peleona, ratera, borracha, quitadora de maridos o motinera. Figura en los libros como “Ayuda de Cocina” desde hace ocho años, no sabe leer ni escribir, gusta del canto aunque no se le ha visto compartir el jolgorio y la bullanga tan corrientes entre el personal de campo, más bien exhibe a veces aires como de ausente o tarada. No se le ve en Misa a menudo pero se acredita su colaboración anual corriente en la Novena, Vigilia y Procesión del Santo Patrón. No se le conoce amancebamiento con varón ni mañosería con hembra alguna como ella, niño o animal; de padre fallecido, su madre Bartola Ciudad trabaja en “El Tumbo”, distrito de Arenerrío-.

Que no fuera mayor que él o pareciera. Que no calzara ni midiera en altura y ancho de espaldas más que él, y que el pelo no le poblara el cuerpo más que en la cabeza y el pubis aunque sin excesos de pelambrera cerrada que a la vista luce hedienta y arañosa cual nido de tórtolas. Más larga que ancha, no por ello debía ser huesuda sino más bien carnosa y de buen reparto. Como botella de vino de uvas finas, debía mostrar los hombros redondos y breves, el cuello alargado y la cabeza pequeña. En la jeta debían destacar los ojos grandes y los labios gruesos aunque no tan prominentes sino más bien concisos y suculentos como frutos de pérsico. Debía lucir además la dentadura completa y sin rastro de color alguno que se suele ver como secuela de olvidar la limpieza dedicada de la trompa. Los brazos mejor delgados y rematados por manos fuertes, con dedos estirados, completos y de uñas grandes. El torso angosto, de sólo el palmo necesario para asentar un buen par de pechos de bulto como naranjas de jugo, firmes, sin mayor caída, y de pezones grandes y areolas de buen radio como el de monedas de cuarto o galletas de sal. La cintura debía llevarla estrecha, de manera que al estrangularla, a sus manos no les faltara más de un par de pulgaradas para juntarse; la breve antesala de unas buenas caderas, amplias y fuertes, cómodas para contener el escape feliz de sus ganas, y brindarle estremecimientos y ritmos de galope sin poner en ello mucho aliento. El ombligo, dado que para nadie es posible aún su dispensa, debía lucirlo discreto, huellita de guijarro recién levantado en la arena, y no profundo y oscuro cual pedrada de Goliat, ni de esos intrigantes y sombríos que bien son buenos para juntar mugre y pelusillas. Bien podía exhibir una pequeña barriga que en ciertas mujeres habla de alguna infantil desatención de sí y viene bien; una de esas barriguitas mínimas que nacen un poco por encima del ombligo y caen hasta el pubis sin hacer mucho bulto. Además era conveniente que luciera generosa de nalgas, aunque tampoco mucho pues probado era que el tiempo castiga la exuberancia con ruina; era mejor si en esta región la calidad se imponía a la cantidad, es decir la firmeza y el molde ajustado de la curva, al bulto y la plasta. Debía ostentar además, y en esto era impensable una concesión, buenas piernas, largas y de muslos fuertes y pantorrillas ahusadas como nabos, angostadas y con cierta gracia al llegar al tobillo aunque no por ello frágiles en ese punto sino más bien firmes, no importa si por bendición de la herencia o como logro de andar caminos con pendiente o largos y de cascajo fino. Además, dado que para ello tampoco existe aún dispensa, que sus pies no exhalaran nada más que el aliento que llega de la tibia entraña de un pan recién horneado; y que los sobacos, de falsa calvicie, emitieran algo sólo como un indicio del aroma tenaz que queda en los arbustos bajos cuando la brama de las tarucas. Y que un razonable aseo de todo el pellejo, especialmente en las junturas, pliegues y demás resquicios -aunque sin borrarle la sazón de sus propios humores-, le fuera frecuente. Y, claro, que la huella de su aliento no delatara el hábito infame de ingerir platos alistados con bulbos que crecen bajo tierra y que tanto son probadamente buenos para el tratamiento de los males del pecho como para apestar las palabras; ni revelara angina, asentamientos de estómago, o muelas en las que se pudren, escondidos y hediondos, traidores banquetes del pasado. Y que por lo demás fuera gentil, no hablara si él no la citaba, y supiese guardar bien en secreto la intimidad cedida por esta inquietud que tanto sueño le robaba. Además, esperaba de ella un mínimo de modales: que no eructase y en general evitase la emanación pestífera, sea silente, apagada o sonora y graciosa, de efluvio cualquiera de cuerpo adentro. Y, claro, que no practicase la rutina de hurgar con los dedos en la nariz o los oídos, ni en el interior de cualquier otra oquedad de su geografía inferior como acostumbran algunas obreras por vicio nacido de la soledad y el mal ejemplo o para entretenerse hasta los chillidos y estremecerse en las noches, tumbadas bajo los olivos que llenan de sombras el claro que linda con el río. Y, por supuesto, que no adoleciera de infecciones crónicas, llagas pendientes o parásitos interiores de los que llaman a rascazones impertinentes, o de los que pululan y se multiplican en la piel o en el pelamen de las verijas. Y que no tuviera tos ni mal de estornudo nervioso, moquillo tenaz, o propensión a la tembladera, los vahídos o los ataques de angustia con gritos, agitación o aflojamiento de válvulas con fuga, fuera ésta meadera o, en el peor de los casos, churreta súbita e incontenible. Ni que le adornasen el hocico morimicos involuntarios de esos que parecen chifladura, manía o Mal de San Emiliano. Y, creyente o no, esperaba que no le fueran propios los fanatismos ni las tendencias supersticiosas, sino que más bien fuera ajena a las devociones, los altares domésticos o las repisitas con velas e imágenes de yeso coloreado, y a los cuadritos de estampas llorosas y sufrientes, y, contra la tendencia de todas las demás obreras, a creer cerradamente en el mal de ojo, el niño lobo, la llorona del camino, el cura sin cabeza, el chupasangre de la media luna o la culebra que engaña a los niños pequeños con la punta de su cola mientras se llena la panza de leche ajena. Nada más.

“Cállate y escucha: nada de frasecitas, que la negra sabe lo que quieres; ahórrate las mentiras y anda al grano. Lo que esperan las negritas como ella son abrazos fuertes, de hombre. Y besos, no besitos: besos, besos suaves pero llenos de lengua, de deseo, saliva y ganas. Ganas que, por si acaso, no es arrebato para volarle los dientes o herirle la bemba; como si los dos fueran a morirse en el próximo minuto pero sabiendo que esos besos no son lo último que van a darse sino sólo el principio de algo que requiere calma, que, ojo, no es cosa que se oponga a la calentura. Mas no pretendas bajar tus besos hasta territorios por debajo del ombligo, que en la primera, tal vez sólo le metas miedo de que le vas a comer algo de lo que sólo tiene uno, y no como las orejas o los dedos que no importa que por ahí la vida te arranche alguno porque te queda otro. Lleva todo con manos suaves, tibias y secas; no vayas a pasarle un par manos frías por el pellejo porque todo podría apagarse ahí mismo. Y no olvides que a la hora de sentir, toda la piel del cuerpo es una sola y que no hay terreno vedado. Desnúdala pronto y con cariño pero sin que se te caigan las babas aunque sea la hembra más rica que jamás has visto pues siempre, no lo dudes, hay otra mejor. Y acaríciala, toma su cara como un padre lo haría con una hija pequeña, háblale bajito, cántale, acúnala; recuerda que hace poco era una niña y, aunque grande, en el cuerpo aún lo es, y en el alma también como todas las mujeres. Y mírala, eso la puede calentar pues ella no ha sentido antes el calofrío que lija el pellejo la primera vez que a uno lo miran en cueros después que aparecen los primeros pelos abajo. Anda lento, pídele que te regale la visión de todo lo que bajo la ropa escondía, pero a ti no se te ocurra exhibirte ni hacer alarde de pedazo alguno de tu humanidad: verte tan blanco le puede provocar nervios, jaqueca o ataque de risa, y todo eso espanta la calentura como clarín entre palomas. Lleva todo muy suavemente, que la rudeza no da patente de macho a nadie; recuerda que no vas a montar sobre una yegua: te vas a posar en una flor. Ten en cuenta que la cafringa no sabe ni ha sabido antes de hombre, pero no esperes prueba alguna de ello porque de raza le viene no llevar a la entrada lo que a las blancas, según ellas, las alinea con la madre de Cristo y demuestra si en el cuerpo han guardado antes trebejo de esos que al punto les zumba en la oreja una jura de casorio, bien aceptan. Y no olvides hablarle usando palabras tal vez no tan bonitas, pero a las que vas a mejorar afilándoles bien la punta: “negrita”, “boquita”, “cosita”, “piernitas”, “tetitas”, “mamita”, “culito”, pues esto les servirá a los dos para actuar una intimidad que no han inventado pero que es indispensable para calentar el aire, y poner el nervio a punto, que lo mismo puede represar la noche si anda muy suelto o si se pone muy templado. Pero, vamos, tampoco vayas a hablar tanto, que mientras todo avanza, la arrechura levanta las bardas, se pierden entonces la miel y el fósforo, y quién sabe qué cojudeces se te pueden escapar volando locas en la voz”.

A la hora señalada, Francisca Ciudad dio un paso fuera de la noche para aparecer en el marco de su puerta como un hermoso ángel negro; abultando la tenue cascada de la túnica que en nada menguaba la belleza incandescente de su cuerpo, descalza, no pronunció más que todo lo que gritaron su suave sonrisa y un perfume tranquilo y materno de mermelada de claveles.

Dos horas después, ella, un plumazo en la claridad silente de la pampa, regresó a su cuadra arrastrando sobre el rocío la suave túnica de algodón y el lejano aliento de sus perfumes. Adormilada y sin más prenda que su inocencia, cruzó el sereno mientras, en la gran cama él maldecía que aquel “Cuídate hijito de que te agarre una negra...” que su madre le regalara al salir, le hubiera puesto la sangre boba, dejándole en lugar de la firmeza que requería, sólo una inútil y aguada vergüenza.