viernes, 29 de mayo de 2009

Sombras

Guillermina no está muy convencida del maquillaje que le han puesto. No tiene mucha experiencia, pero los párpados celestes parecen repelerse solos en su mirada. Mientras examina el trabajo de la maquilladora, y disfruta la paz que el sueño de Armandito le regala, piensa en Armando mientras él, ya bien borracho en una cantina, vuelve a brindar con sus amigos, y sin pensar en ella. “¡Estamos a sólo 3 cuadras de la iglesia, compadre! ¡En un pedo llegamos!” tartajea el Iván, su paisano que además, desde esta misma noche será el padrino de Armandito. Fue mala idea la de celebrar el matrimonio y el bautizo en la misma ceremonia, piensa Guillermina en la peluquería mientras, estirando muecas sigue examinándose en un minúsculo espejito de mano, renegando de sus párpados celestes, y extrañada de las sombras que a su espalda se reflejan esquivas.

“Si no llega a tiempo, mi papá va a matarlo” sonríe ella recordando la forma como Don Mario reta a Armando cada vez que puede. “Lo tiene pisado” se dice sin saber que el poder de Don Mario acabará esta noche cuando, envalentonado por las muchas cervezas que se ha empujado desde el almuerzo, Armando revele a gritos que su suegro tiene una hija de 13 años con Doña Clotilde, su vecina que además es una de las invitadas.

Armandito nació hace sólo 6 meses. Armando recuerda una vez más, y a voz en cuello, que cuando fue a decirle al papá de Guillermina que estaba dispuesto a casarse con ella, y a criar juntos al bebe, aquel refunfuñó: “Más te vale, indio”. Armando no olvida el desprecio de aquellas palabras ni la mirada desafiante con la que el viejo lo empujaba hacia atrás mientras avanzaba vociferando su rabia. Y no olvida la euforia que le despertó descubrir que aquel viejo desgraciado es el padre de la pequeña Maritza, y el ataque de risa que lo sacudía mientras escuchaba de la buena Doña Clotilde la historia de amor que el viejo devanaba cada mes en el mismo hostal cuya entrada coronan los colorines de un circense toldo abombado. En medio de su embriaguez, Armando calcula las palabras imaginando el rostro pálido, desencajado del viejo.

- Bonita has quedado, Guiller…
- ¿No te podías aguantar de chupar tanto, carajo? ¡Borrachazo estás, cojudo!!!
- Un momentito, un momentito… Yo he estado celebrando con el Iván, que va a ser el padrino del Armandito, no me carajees aquí porque al final me mando mudar y ¡a la mierda todo!!!
- ¿Ah si? ¡Hazlo pues! Sabes que mi papá te saca la mierda, vas a ver…
- Ja ja ja… ¿Sabes? Si sigo con esta vaina es porque ¡a tu papá quiero ver esta noche!, ¡vas a ver tú, cojuda lo que voy a hacerle a tu viejo!
- Ah si… Bien valiente eres borracho ¿no?
- Ahorita me lavo la cara y se me pasa, vas a ver… Bonita has quedado, Guiller…
- ¡Ándate a la mierda!

Los pusieron en celdas separadas. La policía llegó cuando la mayoría de los invitados ya se había marchado; a nadie le gusta que antes de que sea servida la comida, el novio, o cualquier otra persona tome la palabra para echar a perder la fiesta. La madre de Guillermina se abalanzó sobre Doña Clotilde y, luego de arrancarle los aretes de oro a viva fuerza, le arañó malamente la cara. Don Mario, como era de esperarse, y aprovechando el estado de Armando lo puso rápidamente en el suelo con un solo bofetón para pasarse un buen rato pateándolo con toda su alma, hasta que Iván, el flamante padrino del pequeño Armandito, intercedió amenazando al viejo con devolverle la pateadura. Desgraciadamente Iván se encontraba tanto o más borracho que Armando y terminó instalado también en el piso recibiendo su alta dosis de patadas. Cuando la policía irrumpió en el local de la fiesta, el viejo Don Mario era contenido por Guillermina y sus primas.

En la mañana, Don Mario salió libre. Armando, profundamente dormido en una banca de su celda, tuvo que esperar a que su flamante esposa lo fuera a buscar. Entre lágrimas, ambos coincidieron en que Don Mario había hecho lo que pudo para convocar el odio de todos; los sentimientos de Guillermina hacia su padre habían cambiado radicalmente mientras, ya dinamitada la fiesta por las palabras de Armando, buscaba consolar a su ofendida madre. El orgullo que a costa de su prometido, sentía poco antes del matrimonio, se había trocado en un profundo rencor. De vuelta a casa, se dieron con Don Mario saliendo maleta en mano; dentro, la madre de Guillermina volvía a llorar a gritos. El viejo se dio tiempo de rugir “Siempre serás un indio…” al paso de Armando. Este permaneció callado siguiendo con la mirada la imagen del viejo que, a pesar de los sucesos parecía irradiar una extraña dignidad. A pocos pasos, caminó rápidamente hacia él con la intención de cobrarse la ofensa. Desgraciadamente, el viejo sabía más de esos asuntos y, a poco, blanco nuevamente de sus patadas, lo tuvo en el suelo. Guillermina optó por interceder sin violencia, rogándole a su padre que dejara de reventar al padre de su hijo, que a todas luces no estaba listo para rivalizar con él. Entonces, mientras veía alejarse al viejo, y aguantaba en el pecho el trémulo dolor de haberlo perdido, ella creyó comprender la presencia de sombras que en el fondo de aquel espejito de mano evadían anoche su mirada de párpados celestes.