viernes, 10 de julio de 2009

Muerte Natural

Tendría que dejar el pueblo; cuatro meses de lluvias eran suficientes para acabar con su entusiasmo de comerciante novel. Además Principesa estaba muerta y a duras penas podía él levantar aquel dolor cada madrugada y arrastrarlo hasta la estrecha oficina de tablones y nidos de avispas para intentar vivir y poner otra camionada de aceite en camino a Canelado. Los aguaceros habían convertido las carreteras en interminables fangales sin salvación que no llevaban a condenado sitio alguno, y la rúa principal del pueblo no era más que un larguísimo charco. “Ya es bastante mala suerte” se dijo al momento de ordenar sus pocas cosas en un maletín para dejar definitivamente Alambique. La canoa de su compadre el negro Baltasar lo llevaría río arriba hasta Puerto Silvestre, donde nadie lo conocía.
Poco después, al abrir la puerta de su cuarto para recibir un balazo en el cuello, confirmaría que a veces no importa cuán mala sea la mala suerte que a uno le toca, siempre puede ser peor. Hubiera querido reír como en otros días en que todo le salía mal, pero se estaba desangrando, se moría, y eso da miedo, y él de miedo nunca se reía. El olor a quemazón que llegó a su olfato por detrás, desde la garganta, le hizo creer que era posible el peligro de una hornilla prendida en la cocina y la inminencia de un accidente. Pero todo era peor: una bala le había acertado el guargüero y ya estaba casi muerto. “¡No puedo morirme!” se dijo mientras miraba el techo y pensaba en las muchas cosas que tenía pendientes: pagar el préstamo al banco el viernes, la misa de Principesa mañana, las ochocientas latas de aceite para el judío Salvador en Canelado, llevarle la tortuga prometida a su sobrino, y tantas cosas... ¡viajar a Puntería y ver el circo!, volar cometa en la Pampa de las Arañas, ganar el concurso de tiro este año, olvidar el dolor que ha dejado Principesa y tener un hijo con alguna de las hijas grandes de Mauricio Quincheca que tanto vienen desde que ella no pasea su breve humanidad por aquí. Y envejecer, y volver a la ciudad tal vez..., y ver el sol de nuevo cuando pase este maldito torrente que ya ha hecho retoñar el par de sillas que se quedó en la terraza. Rápidamente fue evocando lo que aún no había sucedido, y otra vez se emperró en no estarse muriendo: “¡No puedo morirme!” repitió dejando de enumerar planes que para nada le servían si no se quedaba vivo. Sacudió la cabeza como para deshacerse del miedo, se levantó pues el plomazo lo había tumbado, y sonrió sintiéndose como si estuviera despertando luego de haber tenido una pesadilla. El manto trágico y tibio de la propia sangre sobre la que fuera su mejor camisa, y el rumor de abejorro del pueblo llegando hasta su puerta, le borraron la sonrisa con la idea que creía imposible: si no estaba muerto ya, le faltaba muy poco. De nada le valió disculparse tratando de ser escuchado con la ronquera que ahora, áspera y lenta como una oruga, salía de su laringe ventilada de pronto por las dos inesperadas claraboyas que la bala había inaugurado antes de parar estrellándose en una pared. Intentó volver a quedarse solo con sus penas, al fin, para él todo parecía haber sido un accidente que no comprendía bien, y un gran susto. Pero aquel era un pueblo morboso y amigo de las exageraciones: no podía perderse aquel grosero hueco que atravesando desde el frente su cuello le partía la tráquea y dejaba ver entre la sangre un par de vértebras quiñadas; todos pugnaban a codazos por atenderlo y mirar la herida. De pronto, el murmullo que traían al descorrer la lluvia para irrumpir en su cuarto, se hizo alarido; aquellos dos huesitos se quebraron cortándole el hilo de voz que le quedaba y dejándolo para siempre con la cabeza colgando de lado. Aceptando que no podría ser oído, atacado del estremecimiento de carcajadas que nadie podía escuchar, se dejó llevar en vilo al ambulatorio mientras sus improvisados enfermeros lamentaban, cegados de tanta vocación, que el pobre, además de semejante herida, sufriera convulsiones.

Se acostumbró a escuchar las burlas e insultos que le lanzaban los gallinazos tartamudeando con voz rasposa mientras él esgrimía un palo para disuadirlos que empezaran a comérselo confiados en la guía de su agudo olfato más que en el absurdo de verlo de pie y caminando. Y se acostumbró también al collarín de cuero de cerdo que Apostólica y Romana, las hijas menores de Mauricio Quincheca, le mandaran a hacer para no verlo más tronchado por el cuello como una azucena oscura y seca; y a no sentir apetito alguno, andar siempre cansado, no dormir y sin embargo tener malos sueños, y a pudrirse de a pocos. Hasta que llegó la Semana Nacional a Alambique y él, seguramente tentado por la risa y el aplauso breve pero entusiasta de los niños del río que alguna noche se sentaron en el piso de la terraza y lo vieron pasarse pañuelos de un lado al otro del cuello, y lo escucharon modular el murmullo de voz que le quedó, tapando y destapando sus heridas secas con los dedos como quien maneja los vientos de un extraño instrumento musical, dio en exhibirse. Entonces, creyendo que aquel tedioso morirse de muerte prorrogada no tardaría en acabarse, y pensando en dejarle unas monedas a aquel par de niñas hablantinas y gentiles que tanto le soportaran con su hedor, sus moscas, los sueños que sufría sin dormir -en los que siempre veía a Principesa hablándole angustiada en un idioma que no entendía-, y la manía de llevarse lagartijos a la boca para esperar a que asomen por cualquiera de las escotillas abiertas en su gaznate, amén de sus lloros y rabietas de muerto abandonado, montó un puesto en la feria y se pasó el Día de la Independencia atravesándose, con aires de mago, los mismos manoseados pañuelos, y cambiando de voz con los dedos mientras ellas le sostenían la cabeza. El tintín de las monedas, las miradas de tanto forastero asombrado de su inexistente maquillaje de cadáver, y la ausencia reconfortante de los tercos gallinazos que tanto lo mortificaran con su tartajeo y sus chistes sobre maricones, le hicieron olvidar por aquel día su pesada desventura de muerto naufragado y sin remedio.

Terminada la feria, los tres regresaron corriendo al cuarto pues el atardecer convocaba a insectos más grandes y porfiados que casi siempre insistían en anidar en la poca carne que él aún guardaba entre el pellejo y los huesos. Ya a cubierto de aquel zumbo incansable, más agotado que nunca, él se tomó un respiro mientras acomodaba el cabello revuelto de Apostólica y se daba el tiempo de admirar su rostro de niña bajo el reflejo rosado de la tarde. Cayó entonces en la cuenta de haber perdido las primeras falanges de tres dedos. Así, pudo ver su mano recortada y negra, chupada y correosa de tanta muerte, los dedos mochos, contra la tierna sonrisa de la niña, más tierna y hermosa a la luz carmín del sol que se miraba en el río.

Al amanecer, mientras las dos hermanitas dormían, bajo el mismo sol, las mismas moscas, él salió tranquilamente a la calle y se detuvo en el medio de la desierta avenida. Abrió los brazos y trató inútilmente de sonreír; su cara, atiesada, incapaz de gesto alguno, sólo le devolvió las penas de cada mañana. En el silencio, sin insultarlo ni burlarse más, sin más rumor que el de unos pocos aleteos, los gallinazos cayeron sobre él como ángeles y, con más pena que hambre, empezaron el final.