viernes, 24 de julio de 2009

My Home

Es el año 1970, y todo se ha dispuesto para que mi hermano y yo -destinados a ingresar desde tercero de media al Colegio Militar Leoncio Prado por la firme convicción familiar de que aquel internado sería el eje de nuestra formación como hombres de bien- recalemos en el colegio My Home and School luego de haber hecho la primaria en la vecina escuela parroquial San Tarcisio, regida por misioneras alemanas. Aquel año marca el florecimiento de la que yo llamo “la primavera de mis primaveras”, en la que coincidieron el justo momento de estrenar la pubertad y la inédita ocasión de compartir el salón de clase con colegas del sexo opuesto. Claro, dicho así no parece extraordinario, pero lo fue; una primavera de dos años que vistos linealmente, son un colorido paréntesis entre la religiosa y disciplinada formación de la escuela parroquial y la obvia férula castrense del internado militar en el que, según lo previsto, mi hermano y yo terminamos la secundaria.

Ella, como se suele decir ahora, me “acosaba”. En la estrecha escalera que llevaba del patio a los salones de secundaria, se apostaba a esperar que yo subiera, y me cerraba el paso abriendo brazos y piernas hasta el ancho del pasaje. Entonces sentenciaba sonriente: “No pasas si no me das un beso”. La primera vez, recuerdo, en el momento preciso en que, inocente, me disponía a besar su expuesta mejilla, ella giró la cara para juntar nuestras bocas en un ósculo fugaz e inolvidable. Gracias al rubor con que aquel beso sorpresivo encendió de pronto mi rostro, terminé en la Enfermería bajo la sospecha de sufrir una altísima fiebre. Aquel involuntario beso fue mi primer beso. Yo cumpliría once años en setiembre; ella tenía trece.

En muchos países de Latinoamérica, incluido el Perú, “viejo” es sinónimo de “padre” aunque la Real Academia de la Lengua aún no lo consigne así. Esa es la sencilla razón por la que al Director del colegio, el Doctor Víctor Santillán, le llamábamos “El Viejo”, y si hubiéramos tenido que escribirlo, lo hubiéramos hecho así, con mayúsculas. Pues El Viejo fue sobre todo una imponente figura paterna para todos: alumnos, profesores, y hasta para nuestros padres, a quienes sabía reconocer, aconsejar o cuadrar cuando se ameritaba. Don Víctor le explica a mi hijo mayor: “A tu papá lo conocí cuando él tenía tu edad”; reímos todos por los muchos años pasados que aquella frase delata. Bajo el sol de Los Cóndores, disfruto entonces, por última vez, de su abrazo, su ingenio, su amistad. Y respiro aliviado de que a través de su esposa e hija, educadoras ambas por antonomasia y creo que en cumplimiento de rotundas leyes de la genética, el colegio, cincuenta años después de haber sido fundado, siga en el rumbo que Don Víctor supo señalarle.

Fue inevitable: en aquella feliz primavera, junto con el fino inglés que impartía la Señora Antonina Mu de León, y la teoría de conjuntos que el buen profesor René Santibáñez pintaba y borraba en la pizarra, en aquel querido colegio aprendí el amor, el amor urgente y lleno de ternura y torpezas que sólo es posible en la primera vez que uno ama. Y de aquel amor guardo una simple carta, y el recuerdo de la feliz carrera con la que pretendimos dejar atrás la niñez, y escribir la breve historia de la que aún me aferro cuando la vida extiende sus nubes y me hace creer que el sol se puede ir. Confieso que hay tardes en que mientras releo esa manida carta, sonrío y admito con nostalgia que extraño a aquel par de adolescentes enamorados que entonces fuimos.

Y, claro, entonces me fue regalada la dicha de compartir las muchas amistades que hasta hoy me honro en conservar, y por las que nunca podré agradecer lo suficiente a la vida. Y al “My Home”.